La justicia y los abogados
Dos noticias antagónicas han aparecido estos días en los medios de comunicación. Los abogados de Gijón, reunidos en asamblea, acordaron dejar de atender el turno de oficio porque, en su opinión, este servicio estaba mal retribuido por la Administración. Simultáneamente, el informe del Defensor del Pueblo sobre las prisiones, filtrado en la Prensa, afirma que, la mayor parte de los abogados designados de oficio no visitan a los detenidos antes del juicio ni para preparar éste ni para informarles de la petición de años de cárcel que penda sobre ellos. Probablemente las dos noticias sean ciertas. La retribución que perciben los abogados por sus servicios en el turno de oficio -que en cualquier caso es voluntario- no es demasiado espléndida, considerando un cumplimiento mínimo de su función. Lo que sucede es que muchos abogados de oficio incumplen sus más elementales obligaciones. Esto, por otra parte, no les avergüenza nada, pues tales abogados no sienten un verdadero respeto por las causas que defienden en tal condición y en España no se ha desarrollado una práctica judicial que exija responsabilidades a los profesionales del Derecho (abogados, jueces, procuradores) cuando incurren en prácticas negligentes.Si el número de matriculados en cada carrera universitaria puede ser un buen indicativo de cuáles son las aspiraciones sociales de mayor aceptación en cada momento determinado, en España este dato nos señala que la abogacía es, con probabilidad, la carrera que produce mejores salidas personales, aunque casi ninguna pase por actuar ante los tribunales. Hoy día, los abogados -o licenciados en Derecho, que en España es equivalente- son elementos presentes en todos los recovecos de nuestra sociedad. Todos ellos están agrupados de forma obligatoria en sus colegios profesionales. Y no sabemos con certeza por qué oscuras razones históricas, pero los colegios de abogados y el Consejo General de la Abogacía funcionan con absoluta soberanía y sin control por parte de la sociedad, aunque tengan delegada del Estado la función pública de dirigir y vigilar el desempeño de una profesión que es parte de la administración de justicia.
En el actual sistema corporativo, los colegios de abogados serían los únicos responsables de que el turno de oficio en la defensa penal se desarrolle de forma lamentable. Según una encuesta realizada en fecha reciente en su centro penitenciario, el 90% de los presos no conocía a su abogado de oficio antes del juicio ni eran consultados para su defensa. La posterior presencia del abogado en el acto del juicio más se parece a un ritual de ceremonia que a otra cosa. Éste es ya un problema tan antiguo que resulta difícil aceptar que no haya surgido ninguna iniciativa, política o ciudadana, para ponerle remedio desde fuera de los colegios de abogados.
Ahora que vuelven a promoverse soluciones colectivas para remediar el deterioro de la justicia, no estaría de más tener en cuenta la responsabilidad que en todo ello, en el deterioro como en las posibles soluciones, tienen los abogados. Su condición de profesionales libres no les autoriza a mantenerse al margen, murmurando en los pasillos de los juzgados lo corrompido y lo kafkiano de todo, como si la corrupción lloviera del cielo y Franz Kafka no les hubiera dedicado a ellos unas hermosas páginas.
Se habla mucho de la escasez de jueces en España, pero no tanto de que sobran abogados. La solución aparente estaría en hacer un urgente trasvase. Pero aquí también -como en todo- las cosas no son lo que parecen; muchos jueces no quieren abogados por compañeros y muchos abogados no están ni preparados ni dispuestos a ser jueces. En realidad, son abogados mientras no son otra cosa; antes, después o a la vez que son otra cosa, distinta del ejercicio del Derecho. Han logrado la implantación a costa del erario público de una especie de seguro de desempleo para licenciados en Derecho, equivalente al salario mínimo: en cualquier ciudad de tamaño medio, el más obtuso leguleyo cobra su importe por el solo hecho de inscribirse en los turnos de oficio. El propio Consejo de la Abogacía, ante la avalancha de inscripciones, propuso crear unos cursos de práctica jurídica obligatorios para los nuevos abogados, pero las facultades de Derecho se le echaron encima y el Ministerio de Educación se negó.
Es cierto que, por iniciativa de los colegios de abogados, se suprimió el IVA en sus intervenciones judiciales, pero ello choca con el mantenimiento de ese auténtico canon corporativo que es la tasa obligatoria por el bastanteo de los poderes para los pleitos, que de hecho soportan los particulares y que no tiene hoy ningún sentido.
Las posibilidades hacia arriba de las remuneraciones de los abogados no tienen techo. Ellos fijan unilateralmente el valor de su labor; es de las pocas profesiones en que cada colegio local establece los baremos de los honorarios mínimos, dejando abierta a la negociación o a la oportunidad la fijación de los máximos. Este capítulo es, en la práctica, el único precio que le queda al ciudadano por pagar para tener acceso a los tribunales (junto con los derechos de los procuradores), por lo que su ponderada fijación sería fundamental. Sin embargo, la realidad demuestra lo difícil que resulta regularizar o delimitar las minutas de los abogados. Del concepto honorarios resultan en la práctica aún más interpretaciones que del honor. Desde el modesto estipendio hasta las más fabulosas comisiones, pasando por todo tipo de componendas, porcentajes, igualas y participaciones en negocios, su amplio manto honorífico todo lo cubre. Cierto es que también cubre frustraciones y miserias como contrapartida de tanto arbitrismo.
El informe del Defensor del Pueblo no contempla otro tipo de ahogado, distinto de los de oficio, que frecuenta las prisiones españolas: es ése que les pide, por ejemplo, a los presos suramericanos, para conseguirles la libertad provisional, "30.000 dólares de provisión de fondos, todo incluido". De ambas clases de defensores habrá que empezar a hablar también si se quiere que la justicia tenga solución.
son abogados.
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