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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las puertas al campo

LA DELEGACIÓN del Gobierno en Madrid pretende prohibir las manifestaciones en determinadas calles de la capital. Tal decisión, tomada a petición del Ayuntamiento después de que sendas movilizaciones de bomberos y exportadores de tomate colapsaran la ciudad, ha sido protestada por los sindicatos, que ponen en duda la legalidad de la medida y están dispuestos a desobedecerla.Durante los primeros meses de este año, Madrid fue convertida por los más variados sectores y gremios en escenario de toda suerte de manifestaciones: estudiantes, obreros en reconversión, tenderos, médicos, braceros del campo se dieron cita en las calles, convencidos de que la repercusión de su protesta sería mayor si se acercaban a la ciudad en que tiene su sede el Gobierno, pero también la televisión estatal, las redacciones de los diarios y emisoras de difusión estatal y las embajadas extranjeras, entre otros. Recientemente, unos cientos de bomberos tomaron la plaza de la Cibeles y, utilizando el material que los ciudadanos han financiado y puesto en sus manos para apagar incendios, se dedicaron a rociar la calzada con espuma química, impidiendo la circulación y provocando grandes atascos. Decenas de miles de madrileños llegaron tarde a sus ocupaciones por esa protesta ilegal de unos cientos de funcionarios públicos. Eso, sin género de dudas, es un abuso, pero también lo es la actitud del jefe de bomberos -y su falta de dignidad política- tras lo sucedido en el incendio de Almacenes Arias, donde varios de sus hombres perdieron la vida. Un abuso fue igualmente que unos 20 camiones de gran tonelaje fueran abandonados días después en una encrucijada vital del tráfico de la ciudad, provocando un colapso que duró siete horas y afectó a cientos de miles de personas. Pero los excesos de unos ciudadanos concretos no deben justificar los del poder.

Las autoridades tienen obligación de garantizar, de acuerdo con las leyes, que el ejercicio del derecho de manifestación no se ejercite a costa del derecho de otros ciudadanos. Sin embargo, la solución que se pretende dar al caso resulta más que discutible, aparte de difícilmente aplicable. La prohibición con carácter general de manifestarse en determinados sitios atenta contra un derecho constitucional y además es un remedio peor que la enfermedad.

De haber existido en 1981 esa norma que ahora se pretende aprobar por decreto, no hubiera podido celebrarse, por ejemplo, la manifestación contra el golpismo que recorrió el centro de Madrid unos días después del 23-F. La suposición de que siempre ha de prevalecer el orden del tráfico en las calles frente a las expresiones legitimadas de protesta es más que gratuita y responde a pura incapacidad política o a demostrada aversión a quienes no piensan como el que manda.

Las centrales sindicales han dado repetidas pruebas de sentido común a la hora de llevar a cabo movilizaciones y debe ser la lógica y no el palo lo que impere en cada caso. Por eso debe aplicarse un criterio flexible, que tenga en cuenta si existen o no garantías de que los organizadores van a ser capaces de asegurar el orden de la marcha y el respeto del horario e itinerario acordados en la preceptiva comunicación previa.

Las autoridades pueden ya prohibir, mediante resolución recurrible ante los tribunales, determinadas manifestaciones si se considera que hay razones para temer que se produzcan graves alteraciones de orden público. Y pueden negociar con los organizadores modificaciones en el horario o el itinerario. Pero decretar un cordón sanitario en el interior del cual nunca más podrán realizarse movilizaciones es, además de un arbitrismo, una tontería de imposible aplicación.

El asunto debía haber sido discutido previamente con los sindicatos representativos, sin cuyo acuerdo ninguna resolución administrativa de este tipo tendrá gran efectividad. El derecho de manifestación está expresamente recogido en la Constitución, que precisa que sólo "cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para bienes y personas" podrán las autoridades prohibir su práctica.

Si los obreros o los estudiantes no pueden manifestarse por el centro, en consecuencia tampoco podrían existir competiciones deportivas, carnavales, fiestas de la bicicleta, visitas del Papa, desfiles, paradas militares, procesiones religiosas, corridas de toros, partidos de fútbol y tantos y tantos otros eventos que colapsan igualmente la maltrecha circulación madrileña, víctima también de la especulación, el horario de los ministerios y el comercial, lo peculiar del sistema escolar y muchos otros desaguisados más.

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