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Los miedos del sínodo

Juan Arias

El sínodo de obispos que acaba de celebrarse en Roma sobre el papel de los seglares en la Iglesia católica ha sido el sínodo del miedo. Sobre él han aleteado los fantasmas negros: la mujer y la prensa.Coincidían las bodas de plata de la proclamación del Concilio Vaticano II, el de la apertura a la esperanza, convocado por un Papa que excomulgó a los "profetas de desventuras" y reconcilió a la Iglesia con el mundo moderno. Y por vez primera los medios de comunicación social habían podido penetrar en los secretos debates conciliares.

En vez de festejos del 25º aniversario del hecho más explosivo de este siglo en la Iglesia católica, estos días ha habido silencio, casi un funeral por parte del papa Wojtyla y del sínodo. Ha sido como un borrón y cuenta nueva. Y como postre, se ha hecho coincidir con esta fecha gloriosa el retorno a la Iglesia, sin condiciones, del anticonciliar por antonomasia, el arzobispo rebelde francés Marcel Lefevbre, suspendido a divinis por Pablo VI por sus insultos al concilio.

El sínodo discutió uno de los problemas que fueron cruciales en el concilio: el de la colocación en la Iglesia de los seglares, cosa que suponía un cambio radical en la concepción piramidal y jerarquizada de la Iglesia de Roma tras la recuperacion del concepto de pueblo de Dios como sujeto primordial de la Iglesia de Jesucristo.

Al sínodo han asistido 60 seglares. Algunos, muy pocos, lograron levantar su voz. Los más siguieron las consignas de Roma, que los había elegido. Ninguno pudo votar. Debió haber habido polémica dentro del aula sinodal sobre el tema de la mujer y de los movimientos crisitianos modernos que no gustan demasiado a los obispos por varias razones, sin excluir el que los consideran poco obedientes a la diócesis. Tuvo que haber pelea si no fue posible al final llegar a la redacción de un documento común y definitivo, y se ha declinado en el Papa dicho papel, y si la excusa que se dio, al silencio informativo fue que la Prensa debía conocer "sólo los elementos de comunión" de las discusiones e intervenciones. ¿Cuáles fueron los elementos de no comunión?

Se filtró sólo que los obispos de Canadá -y probablemente no sólo ellos- llegaron a poner en tela de juicio la persuasión personal de Juan Pablo II de que el tema del sacerdocio de la mujer está ya zanjado teológicamente y no se puede ni discutir. A ellos les pareció, al revés, que "no existen argumentos convincentes" para excluir a la mujer de los ministerios sacerdotales.

Hubo miedo no sólo de decidir algo -cosa que puso en crisis a algunos obispos norteamericanos que exclamaron: "Y ahora, ¿cómo decimos a nuestros feligreses que, tras un mes de debate, no hemos aprobado nada de concreto?"-, sino también miedo de "seguir investigando". Miedo de que la Prensa supiera y miedo a desoír las consignas de la curia romana. Por vez primera los obispos no entregaron, ni a los periodistas de sus respectivos países, el texto oficial de sus intervenciones y no se conoció ni la dirección ni los teléfonos de los padres sinodales. Se les prohibió conversar con los medios de comunicación. Así, los españoles esta vez se quedaron, por ejemplo, sin conocer el texto original del discurso del arzobispo Díaz Merchán que, al parecer, fue interesante y abierto.

Alguien se escandalizó cuando hace unos meses, desde este mismo diario, denuncié el "miedo de Dios" que aún anida en una parte de la Iglesia oficial. Creo que hoy será más difícil a todos negar que el último sínodo ha sido un enésimo ejemplo de dicho miedo.

Cristo predicaba, discutía, se airaba, amenazaba, insultaba y curaba en publico, en plazas y calles, a la luz del sol. Y decía que la Palabra había que gritarla "hasta desde los techos de las casas". No tenía secretos con la Prensa. No temió contaminarse con el tema. de la mujer, que entonces sí era tabú para la Iglesia de su tiempo, y hasta peligroso. Rompió con todos los tabúes que le amordazaban. En su comitiva apostólica estaban siempre las mujeres. Y fue a una mujer, la samaritana, "que había tenido cinco hombres", no una virgen, que había coqueteado con él mientras recogía agua del pozo, a quien envió como nuncio para prepararle el terreno entre los ateos samaritanos que no lo querían recibir.

Se escandalizaron -lo dice el Evangelio- hasta los apóstoles. Porque la mujer entonces era un cero a la izquierda en la sociedad judía. No se le podía enseñar la escritura, no podía hablar en público, no podía saludar ni a su marido si lo encontraba por la. calle. No era testigo creíble en un juicio. Se la podía repudiar.

A casi dos mil años de distancia, y cuando ya la sociedad civil ha acabado en gran parte del mundo con el odioso racismo femenino, al haber sancionado la total igualdad jurídica entre ambos sexos, la Iglesia de Roma y un sínodo universal han tenido miedo hasta de permitirle a la mujer "ser monaguillo". La mujer sigue siendo así pecado para la Iglesia. Por eso no debe acercarse demasiado al altar, lugar de lo sagrado y del misterio. El sexo femenino sigue dando miedo a Roma. La mujer, a quien ya algunos santos padres habían puesto en tela de juicio que tuviera alma, sigue siendo hoy una minusválida para las funciones del, ministerio sacerdotal.

El peligro, según río pocos, es que la Iglesia, que con el Concilio había recuperado buena parte del tiempo perdido en su diálogo con el mundo contemporáneo, vuelva a perder hoy el tren de la historia. Alguien llega a pensar en una especie de "maldición oculta" que empuja siempre a la Iglesia a llegar tarde a las citas importantes de la historia real de los hombres.

Y la historia acaba a veces burlándose de ella. Me ha contado un prelado francés, después del sínodo, que en Francia casi en todas las iglesias las niñas hacen ya de monaguillos. Y no por rebeldía a Roma, sino sencillamente porque, explicó, "los varones ya no quieren ayudar a misa".

También, por lo que se refiere a la negación de Roma para que la mujer pueda llegar al sacerdocio real, el peligro es, decían las mujeres católicas canadienses durante el viaje del papa Wojtyla a aquel país, que la Iglesia se decida a abrir su mano cuando "ya los hombres no quieran ser sacerdotes". Y añadían: "Y entonces nosotras diremos también que no".

El teólogo italiano Ernesto Balducci, escolapio, suele decir que la Iglesia permitirá el matrimonio de los sacerdotes cuando "los seglares no quieran casarse por la Iglesia al no creer en la indisolubilidad eterna del matrimonio", alegando entonces, añade, "que los curas deberán dar ejemplo de buenos esposos, fieles hasta la muerte".

Mucho me temo que no sean en el fondo las razones teológicas lo que mantiene en la Iglesia el miedo a la mujer y al matrimonio de los sacerdotes. Alguien las ha llamado "razones económicas". Lo que sí es cierto es que las puertas que había abierto el Concilio han empezado a cerrarse alarmantemente, como acaba de denunciar la obra Traición del Concilio, escrita por varios autores, editada por CIaudiana, y de la que el teólogo español González Ruiz ha comentado que es lo mejor que se ha publicado en los últimos tiempos.

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