El 'jazz' que no rehúsa decir su nombre
Una de las cosas que más llama la atención en el jazz de hoy es que sus líderes más evidentes, en cuanto tienen ocasión, no dudan en declarar a los cuatro vientos que ellos no tocan jazz. Algunos, como Joseph Jarman, del Art Ensemble of Chicago, lo afirman mo Keith Jarrett, porque encuentran el concepto demasiado estrecho para amparar determinadas aventuras. Hay incluso quien, como Lester Bowie, lo dice por una mezcla de las dos cosas. Por fin, algunas figuras, principalmente cantantes, rechazan la palabra jazz porque temen que les reste comercialidad: es el caso de Al Jarreau y hasta de la divina Sarah Vaughan.El mismo Miles Davis, máximo reclamo del jazz actual con su peculiar imagen, manifiesta que lo que él hace no es jazz, y les da así la razón a sus detractores. En resumen, el profano que quiera hacerse una idea rápida de qué es el jazz, sacará la impresión de que se trata de una música cuyos principales representantes dicen que no la tocan, y a veces dicen la verdad.
Sin embargo, tras la superficie, las cosas no son así, sino más bien al contrario. Para los músicos jóvenes, tocar jazz es hoy motivo de orgullo. El saxofonista Courtney Pine, último descubrimiento del jazz británico, da buen ejemplo formando parte de un grupo que se llama The Jazz Warriors (los guerreros del jazz). Ese orgullo jazzístico ha cristalizado en una nueva ortodoxia, con el bop como corriente principal, o como tronco del que brotan como ramas todos los nuevos estilos, según afirma Dexter Gordon-Dale Turner en uno de los momentos más afortunados de la película 'Round midnight.
En la historia del jazz, los años ochenta van a quedar caracterizados por esa nueva ortodoxia si no cambian mucho las cosas, que todo es posible. Al comienzo de la década, la tendencia se manifestó de forma muy intensa y directa, a través de un academicismo del que hay aún representantes ilustres. Muchos de ellos han nacido en la propia cuna del jazz, Nueva Orleans, y casi todos se han formado en esas universidades ambulantes que son los Jazz Messengers de Art Blakey y el trío de la cantante Betty Carter, apodada Betty Be bop. La reaparición del sello discográfico Blue Note, a pesar de las protestas de eclecticismo de sus dirigentes, ha proporcionado nueva vida a esta tendencia con grupos de OTB, y el último impulso lo ha dado la mitificación de Dexter Gordon gracias a la película de Bertrand Tavernier citada anteriormente. Pero no hay que pensar que estemos ante un jazz frío o anquilosado. Lo practican jóvenes -Terence Blanchard, Donald Harrison, Mulgrew Miller, Ray Drummond, los hermanos Marsalis- que vuelven al bop duro de los años cincuenta y sesenta no por una nostalgia que no pueden sentir, sino porque consideran, con razón, que aún quedan muchas cosas que decir en ese estilo.
Pero donde más se manifiesta ahora la ortodoxia jazzística es en el creciente interés por el viejo repertorio. Keith Jarrett, que en los setenta se hizo famoso gracias a unos conciertos en los que se inventaba toda la música, dio un giro completo y empezó la nueva moda en 1983 con su álbum Standards, Vol. 1, al que han seguido pronto un segundo y un tercer volumen. Con esa misma inspiración, y casi el mismo título, tienen hoy discos los dos grandes virtuosos de los ochenta, Stanley Jordan y Wynton Marsalis, y el otrora difícil Anthony Braxton; éste, para grabar sus dos álbumes de clásicos del jazz, buscó el acompañamiento del impecable Hank Jones, gran conocedor de la materia. La pianista Joanne Brackeen, nada sospechosa de tradicionalismo, declaraba su amor a esos temas clásicos en la contraportada de un disco dedicado a ellos, Having fun. Hasta una cantante pop, Linda Ronstadt, ha convertido en grandes éxitos versiones fidedignas de viejas obras como Lover man, Lush life y Whats new, convenientemente decoradas con solos de grandes jazzmen y arreglos de Nelson Riddle.
Recuperar el pasado
En este afán por recuperar el pasado no hay que olvidar el retorno de instituciones como el Modern Jazz Quartet, o la reorganización del histórico cuarteto de Ornette Coleman.En ambos cuartetos, los músicos de antes se reúnen para tocar músicas de ahora: en el caso de Coleman, sus composiciones harmolódicas,, en el del MJQ, las renovadas incursíones de John Lewis en la casi abandonada música de la tercera corriente, donde el jazz aspira a la complejidad de la música sinfónica. Y no es sólo el MJQ.
La fusión con la música sinfónica es una vieja aspiración del jazz, música de fusiones. Algo marginada ha quedado aquella asociación del jazz con la electrónica -dominante en los años setenta-, hasta el punto de apropiarse por completo del nombre fusión. Con todo, esa tendencia tiene ya un lugar en el jazz y evoluciona en varias direcciones, cercanas a la música funky o a la new age music. Por ejemplo, los grupos de Pat Metheny, Miles Davis y el propio Ornette Coleman.
Una última palabra sobre las orquestas. Desde que pasó la locura del swing se habla de la crisis de estos ejércitos del jazz, y la cuestión parece haberse agravado tras las muertes de Duke Ellington, Count Basie, Benny Goodinan y, hace muy poco, Woody Herman. Es fácil hablar del fin de una época. Fácil, y también falso. La banda de Count Basie funciona aún de maravilla bajo la dirección de Frank Foster. La de Duke Ellington, dirigida por su hijo Mercer, ha grabado uno de los mejores discos de 1987, Digital Duke, y está de gira por España. Dizzy Gillespie ha conseguido reconstituir su orquesta para celebrar su 70º cumpleaños. Y quedan más, muchas más bandas, desde los disciplinados canadienses de Rob McConnell hasta los pintorescos Apollo Stompers de Jaki Byard, pasando por los vanguardístas de Globe Unity o The Vienna Art Orchestra. Tocan músicas distintas, pero se puede reunirlas todas con el nombre dejazz. Una etiqueta, de acuerdo, pero las etiquetas tienen también cosas buenas. Por ejemplo, ayudan a encontrar los discos en las tiendas.
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