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Un mismo lugar para lo viejo y lo nuevo

Poco a poco, el ciudadano común se ha despreocupado de que los cuadros signifiquen algo, representen algo, ha descubierto la belleza del fragmento y el placer que un color o una línea pueden deparar al alma humana. Pero, además, en este moderno proceso de descubrimiento y asimilación, no quedan abarrotados los trasteros, por lo general, ni los traperos hacen su agosto, ni se alimentan las chimeneas con los muebles de la abuela. No se repiten, pues, las acciones irresponsables que un día condujeron a nuestros mayores a "modernizar" la casa tirando por la ventana los armarios de los suyos. La moda ha dejado, en cierto modo, de imponer su tiranía. Se ha convertido en una especie de sugestión, de susurro, de invitación a imaginar nuevos ámbitos o nuevas imágenes. La moda cumple -ahora más inteligente- con su obligación de quebrar las rutinas. Los creadores y el mercado parecen de acuerdo en invitarnos a una convivencia con lo viejo y lo nuevo, con la tradición y la vanguardia. La expresión estética de nuestro tiempo, en todos los campos del arte, está sobrada de ejemplos que consagran este maridaje. Habrá que decir, en justicia, que estos derroteros del arte contemporáneo -sustancia de posmodernidad, si se quiere- constituyen el origen de la invitación a esta convivencia. Además, una convivencia cada vez más evidente en los espacios públicos, en las restauraciones del Patrimonio Artístico del Estado, en industrias e instituciones. La gente, por su parte, va vestida de viejo y de nuevo a la vez, pero la abuela y la nieta no se parecen en el vestir, porque no se trata de un mero ejercicio de recuperación no creadora: se trata del collage, del ensamblaje, de la impureza, de la promiscuidad entre los tiempos y las estéticas. De una nueva estética sintetizadora, aglutinadora: se trata de la cultura del fragmento y del cajón del sastre. Acaso la posmodernidad no sea otra cosa que un cajón de sastre. En esta situación, ningún objeto se muestra hostil a la belleza, pero, cuidado, porque los objetos requieren en su disposición un nuevo equilibrio armónico. Sobre todo si adquieren distinta significación en su nuevo ámbito.Sin embargo, la tarea dificultosa de establecer el buen concierto entre lo viejo y lo nuevo depara todavía entre nosotros, los españoles, mejores intenciones que resultados. Los buenos aprendizajes estéticos necesitan tanto de la sensibilidad como del tiempo. Los italianos nos llevan esta ventaja, la del tiempo, y por eso es tan explícita la habilidad que poseen para la mixtificación armónica. Se comprueba en sus escaparates, en sus calles, en sus espacios urbanos y hasta en sus palacios antiguos y modernos. Se advierte en ellos, en sus maneras de vestir, de andar o de peinarse. A los italianos les sucede que están acostumbrados a convivir con su pasado sin dejarse secuestrar por él. Por lo común, no han tenido el alma dividida entre el pasado y el futuro, y se diría que han podido circular, casi siempre, por un tiempo sin transiciones. La herencia es buena y lo saben. Le han perdido el respeto a lo viejo y parece, sin embargo, que un vago hálito de anacronismo invadiera lo moderno. De ahí la facilidad que poseen para los matrimonios entre los diversos materiales y formas, entre una sobria línea espacialista y una abarrotada bóveda barroca, para la sincronía del plástico, el metacrilato o el acero con los mármoles, los alabastros o la cálida imaginería de la taracea.

No es de extrañar así el acierto que acompaña, por lo general, a los procesos de restauración que en Italia se emprenden. La fidelidad no se enmaraña en un sentido reverencial que nos acerque al pastiche con el afán de conservación de la ruina insostenible. Un nuevo sentido de la fidelidad, desde la realidad de la herencia y su verdadero estado, conduce con frecuencia a la recuperación del fragmento del gran fresco mural o del resto de cornisa. Después se añadirá la huella del propio tiempo del restaurador sin escrúpulos, la convivencia de la nueva materia con aquella otra que se exalta redimida, la recuperación de un color o la atrevida presencia de unos nuevos colores. Todo, menos la reverencia inútil por lo viejo mediocre.

Toda Italia está llena de buenos ejemplos de cuanto digo, unos más modestos que otros. Entre los que he podido conocer últimamente se halla el Palazzo Grassi, en Venecia, recuperado para el arte y la cultura, esplendoroso ahora frente al gran canal, a dos pasos del campo de San Estéfano. Pero si su adecuada restauración no bastara como testimonio del maridaje que comento, la muestra antológica de Tinguely que sus paredes albergan propicia la meditación sobre esas criaturas privilegiadas que hacen una lectura corrida del tiempo y de las sensibilidades y en cuya contemplación comulgan las pinturas renacentistas de las amplias escaleras palaciegas con los trípticos de ruedas, herramientas y cachivaches de Tinguely. Parece que allí los tiempos diversos se acercaran entre sí, las épocas se otorgaran parte de su emoción las unas o las otras. La suma y no la resta, la armonía en el contraste. El espacio subraya la contemporaneidad de Tintoretto y el clasicismo de Tinguely. Su obra allí -con una música de fábrica fundiéndose en restos armónicos de remotas resonancias- adquiere otra dimensión. Los viejos violines conviven con las bielas, las gargantas de hierro o las cabezas de viejas muñecas; los acordeones se dejan presionar por extraños mecanismos, y los tiovivos de feria humanizan las escaleras de acero. Se trata de un mundo de válvulas y cadáveres de bestias, de cráneos de vaca coronados por rosas. La muerta mandíbula del buey bosteza hasta la desmesura en medio de una especie de altar que adornan los papagayos... Toda una feria en palacio en la que los jóvenes introducen una pelota en el estómago de la máquina para que la máquina juegue, o los viejos accionan un botón para que el pequeño payaso toque los platillos o se encarame entre tablillas. De cuando en cuando mira uno por los ventanales de ojivas y se descubre el esplendor eterno de Venecia, donde nada de este espectáculo cinético de Tinguely resulta ajeno. Una acentuada ironía parece recorrerlo todo. Más aún si se acerca uno a la antigua iglesia de San Samuele -todo un espacio ocupado por las esculturas del artista-, donde la sombra de los artefactos se proyecta en las hornacinas de piedra que otro día ocuparan los santos, y los retorcidos engranajes de sus vivísimas formas no cesan de girar bajo las bóvedas o en el espacio del ábside.

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Tinguely parece pertenecer a esa clase de seres, tan italianos, que semejan rastreros de la cultura. Lo rescata todo, lo redispone todo, le otorga un nuevo movimiento y le insufla nueva vida a la vida vieja o a la muerte. Después, si cabe, se burla. Tinguely no es italiano, pero merecía serlo. Hay en él más tradición de la que parece a primera vista. Sus guiños son de una profunda universalidad, sus útiles -tan prehistóricos como modernos- parecen una metáfora de la comunión entre tradición y vanguardia.

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