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La caída de Wall Street

José Luis Leal

El derrumbe de las cotizaciones en Wall Street ha provocado una oleada de pánico en las bolsas occidentales, evocando por doquier la memoria de la gran depresión de 1929. Como era de esperar, la mayoría de los analistas ha rechazado la comparación, pues el sistema financiero actual es bastante diferente del de entonces y las lecciones de aquella crisis hace tiempo que se aprendieron. A pesar de lo cual es imposible desterrar la sospecha de que los manuales de economía contienen todo tipo de prescripciones para combatir las recesiones pasadas más bien que las presentes y las futuras. Al fin y al cabo la economía no es una ciencia exacta y la experiencia ocupa una parcela importante de esta rama del saber.La actual crisis de la Bolsa norteamericana no tiene una causa única fácilmente identificable, entre otras cosas porque el propio mercado la habría descontado; más bien resulta de una conjunción de factores de entre los cuales destaca la incapacidad de la Administración norteamericana para reducir el fuerte desequilibrio de las cuentas con el exterior de ese país. La llegada al poder de la actual Administración estuvo marcada por la voluntad de afirmar el liderazgo norteamericano en el mundo, lo cual comportaba corno elemento de credibilidad el mantenimiento de un dólar fuerte: en unos pocos meses esta moneda se revalorizó fuertemente y los ciudadanos norteamericanos recuperaron la confianza perdida en sus propias fuerzas. Los impuestos bajaron, la inversión creció y el paro disminuyó, dando lugar a que en los demás países se hablara del milagro norteamericano.

Pero este milagro tuvo un precio. La expansión interna provocó un desequilibrio de las cuentas públicas que todavía no se ha corregido; por su parte, la fortaleza del dólar expulsó de los mercados mundiales una gran parte de los productos que tradicionalmente exportaban y, peor aún, demostró que una parte de la industria norteamericana estaba obsoleta. La persistencia del déficit exterior y la cuantía del mismo han transformado a Estados Unidos, en unos pocos años, en el principal deudor del mundo, tras haber sido durante décadas el primer acreedor. Cuando los responsables de la política económica norteamericana se dieron cuenta del elevado coste del mantenimiento del dólar en una cota poco realista intentaron organizar su caída de la manera más suave posible, con el apoyo de los principales países industrializados: el tema principal del orden del día de las numerosas reuniones internacionales que han tenido lugar en los últimos años no ha sido otro. Sin embargo, el suave deslizamiento hacia la baja de la divisa norteamericana no ha servido, hasta ahora, para corregir un desequilibrio de la balanza de operaciones corrientes que continúa anclado en los 150.000 millones de dólares anuales.

La persistencia de este déficit ha propiciado el cambio ocurrido en el clima de opinión, interno y externo. Parece como si, de pronto, los operadores hubiesen llegado a la conclusión a la que habían llegado ya numerosos economistas: el ajuste del déficit exterior norteamericano no podrá obtenerse por otra vía que por la de la reducción de la demanda interna. Dicho de otra manera; los Estados Unidos, a pesar de que su moneda se utiliza universalmente, no podrán escapar a la disciplina del ajuste a la que se encuentran sometidos los demás países. Esta constatación tiene unas consecuencias muy importantes para el mercado de valores ya que el ajuste interno norteamericano implica necesariamente un aumento de los tipos de interés. La aceptación de la idea de que la economía norteamericana estaba viviendo por encima de sus posibilidades ha desempeñado un importante papel en la oleada vendedora de estos días y la publicación de los resultados del comercio exterior correspondientes al mes de agosto ha sido la gota de agua que ha hecho desbordar el vaso.

Las familias

A esta circunstancia hay que añadir el comportamiento de las familias norteamericanas, que han colocado en los últimos años una buena parte de su escaso ahorro en unos instrumentos financieros que han conocido una fuerte revalorización. Paradójicamente, este comportamiento se ha visto amenazado por la reforma fiscal que, al eliminar la posibilidad de deducir los intereses de la deuda de consumo de la base imponible ha encarecido la venta a crédito, multiplicando el efecto producido por el aumento de los tipos de interés. No tiene pues nada de particular que las familias hayan empezado a liquidar una parte de sus carteras para hacer frente a unos gastos que, de otra manera, habrían financiado mediante el recurso al crédito. Al cambiar de signo la Bolsa, el deseo de vender a toda prisa ha prevalecido sobre cualquier otra consideración.

Algunos operadores se quejan ahora de este comportamiento irreflexivo del público, pero la verdad es que lo sucedido en los últimos años en las Bolsas de los países occidentales no ha contribuido al sosiego de los espíritus. Han estallado demasiados escándalos derivados del abuso de información privilegiada y se han realizado demasiadas operaciones, a menudo en las fronteras de la legalidad, que han enriquecido en unos días a quienes las han organizado. El resultado de todo ello ha sido el que la compra de títulos ha aparecido ante los ojos de los ahorradores como una especie de juego de azar en el que era posible enriquecerse de la noche a la mañana; la súbita realización de beneficios forma parte de este estado de espíritu y la especulación ha desbordado ampliamente los límites de lo razonable.

Todos estos fenómenos han aflorado a la superficie en un momento en que las economías occidentales atraviesan una fase de lento crecimiento. En cierta manera de lo que se trata es de un ajuste de los fenómenos financieros a los condicionamientos del mundo real de la producción de bienes y servicios. El que este ajuste se produzca de manera ordenada depende en buena parte de la actitud de las autoridades públicas, que debieran plantearse seriamente la necesidad de coordinar sus políticas económicas. Si hay algo que se ha demostrado con claridad estos días es el carácter global de los fenómenos económicos. Tal vez sea esta una de los principales lecciones de estos días y sería lamentable no aprovecharlo.

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