La fiesta nacional
ES LAMENTABLE que los presidentes de Euskadi y Cataluña se hicieran notar únicamente por su ausencia en la conmemoración de la fiesta nacional del 12 de octubre, instituida por el Parlamento. Por discutible que resulte la decisión de instaurar esta fiesta en el día señalado, cuenta con la legitimación casi unánime de los representantes de la soberanía popular. Es doloroso, además, porque indica la distancia que todavía nos queda por recorrer para que los usos y costumbres de la sociedad española sean equiparables a los de los países con larga tradición democrática. En ellos, la puesta en tela de juicio de las decisiones del Gobierno de turno por parte de la oposición no se traduce en un permanente cuestionamiento del marco legal, incluyendo los símbolos -la bandera, el hinmo, las conmemoraciones- genéricamente aceptados como elementos de cohesión social e identificación afectiva de los ciudadanos.Y es más que preocupante que sean precisamente los representantes de las dos nacionalidades con más acusada personalidad quienes reincidan en su actitud de asentar su propia identidad, no tanto en la exaltación de los propios valores y símbolos como en la negación de los considerados comunes a todos los ciudadanos y comunidades del Estado. La sociedad civil sólo puede asentarse en la aceptación del contrato en virtud del cual los ciudadanos particulares renuncian a una parte de su derecho de autoafirmación a cambio de una acción similar de los demás. Esa convención de la que nace el Estado moderno es incompatible con ciertas actitudes características de los nacionalismos periféricos españoles a la hora de acatar la legalidad.
La ausencia de Pujol y Ardanza es deplorable en cuanto supone renunciar a la función pedagógica a que los representantes de la ciudadanía están obligados. En particular, cuando se viven los años fundacionales de una nueva forma de convivencia entre los pueblos españoles, definida por el Estado de las autonomías.
Pero resulta inevitable referirse también a la otra cara de la moneda: la torpeza con que se ha procedido a la hora de plantear la instauración de un símbolo destinado a reforzar los lazos de convivencia. La elección del 12 de octubre, la antigua fiesta de la raza, en tomo al concepto de hispanidad -popularizado en nuestro siglo, por cierto, por un vizcaíno, el obispo monseñor Vizcarra-, resulta, desde luego, discutible. Sin embargo, tratándose de una decisión casi unánime de los representantes de los ciudadanos, era lógico dejarlo estar, a condición de que el contenido dado a la celebración no resultara en sí mismo una nueva invitación a la división.
Ante la oleada de retórica patriotera que nos amenaza de cara a 1992, no está de más recordar que en el 12 de octubre hay elementos simbólicos que pueden servir para lo uno y para lo otro. Para integrar o para dividir. El inicio de la colonización de las Indias occidentales y la conquista del reino de Granada por los Reyes Católicos, completando la unidad territorial, hechos ambos fechados en 1492, son episodios de indudable talla histórica, pero no de unívoca valoración. La afirmación de la identidad española que se inicia a partir de esos dos acontecimientos, y que culminará durante el reinado de Felipe II, se realiza a costa de un repliegue ideológico sobre valores apoyados en la práctica de la exclusión: de los judíos, 300.000 de los cuales fueron expulsados aquel mismo año, y de los moriscos, primero; de los disidentes en general -disidentes en una sociedad de hidalgos que había inventado la Inquisición-, más tarde.
En el Descubrimiento hay elementos culturales de primer orden. En tomo a ellos puede otorgarse un contenido efectivamente integrador a la nueva fiesta nacional. Pero la improvisación con que se ha procedido este año es del todo contraproducente. Al centrar la celebración en un acto castrense, completado con un acto de homenaje a quienes "dieron su vida por España", se ha elegido el camino más transitado, pero también, en la situación presente, el más polémico para el fin propuesto. Las resonancias de la fórmula empleada, incluso si se ha evitado la expresión caídos, unida a la retórica franquista, evocan unos valores particulares.
Por lo demás, un desfile militar puede y debe formar parte de los actos de la celebración de la fiesta nacional, pero si éste es el eje central de la conmemoración, se hace con ello peligroso honor a la ideología que convierte a las Fuerzas Armadas en columna vertebral de la patria, fórmula empleada por los sectores más reaccionarios para justificar los golpes y las guerras civiles contra el enemigo interior. La única y verdadera columna vertebral de este país la constituyen las instituciones democráticas, es decir, la voluntad de sus ciudadanos representada en las mismas.
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