Una pequeña obra maestra
Tres ingredientes de tipo genérico, y muy distintos entre sí, se combinan -inexplicablemente sin ningún desajuste entre ellos, sin que el más mínimo desequilibrio asome en su acoplamiento recíproco- en esta notable película norteamericana: el documento realista, la convención propia de las películas musicales y el melodrama, este último en su acepción más clásica.La bamba es las tres cosas conjuntamente y cada una de ellas por separado. Es una meticulosa reconstrucción de un tiempo y de la vida de una clase o minoría racial en la California de los años 50; es un filme musical sobre la vida y muerte de un héroe, Ritchie Valens, de la segunda generación del rock posterior a Presley, que no se aparta ni un milímetro de las reglas tradicionales del género; y es finalmente un melodrama de pura cepa, una historia sentimental perfectamente medida, en la que cada escena conduce a una recta final en la que la combinación entre realismo y musicalidad, o entre documento y ritmo, desemboca en un ejemplo insuperable de cine de buen llorar.
La bamba
Dirección y guión: Luis Valdez.Producción Universal. Norteamericana, 1987. Intérpretes: Lou Diamonds Phillips, Easi Morales, Rosana de Soto, Elizabeth Peña. Estreno en Madrid: Duplex (en versión original subtitulada), La Vaguada y Rialto.
Luis Valdez hace que las apacibles, y sin embargo tensas, imágenes que crea en La bamba sean de una maravillosa veracidad, lo que no obstaculiza que de ellas salgan incontenibles metáforas. Esto da una idea, por una parte, de la facilidad con que Valdez convierte a su conocimiento de lo que narra en amor por lo narrado; y, por otra, de su maestría al abrir las fronteras del documento al poema sin fronteras. Es, por ello, La bamba, una hermosa conjunción de poesía y verdad.
El estilo del filme tiene algo de paradójico: es al mismo tiempo distendido, relajado, sin la menor crispación ni violencia interior en las tomas y su montaje, y pese a ello cada secuencia es un prodigio de síntesis, pues en cada una de ellas se aprieta una multitud de pequeños sucesos, de signos y de datos sobre cada personaje o cada escenario, lo que da a la imagen una densidad desusada que, no obstante, penetra en la mirada con total transparencia y sin la menor sensación de sobrecarga de información. De ahí que la película divierta e inquiete sin solución de continuidad y que su trágico y accidentado curso se disfrute como agua mansa.
Ejemplos de síntesis (asunto mayor en el oficio de hacer cine): cómo Ritchie se hace líder de Los Siluetas; la forma en que ocurre su primer triunfo en un local frecuentado por vaqueros; la secuencia de la grabación del primer disco, en la que los muchos encadenados, con rupturas de la continuidad del tiempo, no conducen al artificio ni rompen la cadencia, que es perfecta y mantenida sobre la cuerda floja, al borde del estacazo; las incontables veces en que Valdez resuelve con humor escenas patéticas y con patetismo escenas humorísticas; las emocionantes composiciones de los personajes del hermano y la madre de Ritchie, a cargo de un actor y una actriz de talento, técnica y eficacia insuperables; las formidables escenas del prostíbulo y, a continuación, del curandero de Tijuana; y la inmediatamente anterior a estas, en la que Ritchie canta por teléfono una canción a su novia.
Estas pequeñas maravillas están incrustadas en un conjunto que, sin llegar a estas cimas, las soporta, y hace posible que conduzcan a un final que -pese a ser conocido, o tal vez por serlo- sepa a inesperado cuando ocurre, porque en él domina el cómo ocurre. No es posible hacer más con menos. Y un consejo: véase en versión original, no en su parodia doblada.
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