El impuesto religioso
Como ocurre en casi todas las decisiones importantes de la Iglesia, acabamos de conocer por la Prensa, de repente y de forma casi subrepticia, la aplicación para el próximo año del denominado impuesto religioso, en virtud del acuerdo sobre asuntos económicos suscrito entre la Santa Sede y España el 3 de enero de 1979. Un portavoz del Gobierno se ha apresurado a decir a los ciudadanos que no se trata de un recargo, y otro de la Conferencia Episcopal no ha sido menos rápido en manifestar a los católicos que no equivale a un impuesto. Por tratarse del dinero de Hacienda o en relación con la Hacienda, que somos todos, el asunto es importante. Por relacionarse con la Iglesia, nos afecta particularmente a los creyentes.Bueno es recordar que la Iglesia española sigue recibiendo un apreciable fondo económico (en 1987, 13.354 millones de pesetas) de ayuda estatal, asunto difícilmente justificable para muchos contribuyentes y claramente escandaloso para una parte de los católicos. No juzgamos aquí las razones políticas que da el Gobierno para sostener este estado de cosas. Pero quisiéramos afirmar, como ciudadanos, que queremos un Estado laico, y como católicos, que deseamos una Iglesia autónoma. Este escrito está redactado desde la perspectiva de creyentes teólogos que reflexionan sobre la fe y sus implicaciones.
Es hora de que la Iglesia, pueblo de Dios, sea sostenida a todos los efectos por los miembros que la constituyen como pueblo. Una Iglesia que no recibe adecuadas aportaciones económicas de sus fieles, o no tiene fieles o no es Iglesia. Todo lo demás, es decir, las aportaciones estatales, ciertos manejos eclesiásticos turbios de las finanzas y algunas donaciones a la Iglesia poco esclarecidas no se justifica evangélicamente. Hemos olvidado un criterio tradicional de la Iglesia de los primeros siglos, según el cual todos los bienes de la comunidad cristiana son de los pobres. Y si nos remontamos al Nuevo Testamento, que es nuestra fuente primordial, hay que recordar que compartir los bienes fue un rasgo esencial de la primitiva Iglesia. Cuando los primeros cristianos tenían todo en común, no era para ser pobres, sino para que no los hubiera.
También hemos olvidado que en la Biblia el adversario de Dios no es el sexo, sino el dinero inicuo (mammón), es decir, la riqueza en la que se confía y que es un ídolo. Nos gustaría que el dinero de la Iglesia, respecto a su procedencia, su administración y su uso, fuera públicamente conocido, democráticamente discutido entre los cristianos y distribuido entre los necesitados.
Origen
El sistema de los impuestos religiosos se originó en el Estado prusiano a finales del siglo XVIII, cuando la Iglesia protestante necesitó una ayuda suplementaria, al ser insuficientes las donaciones de los fieles y las rentas de su patrimonio eclesiástico. La Iglesia católica vio mal en un principio este sistema de recaudación a causa de la intervención de seglares en la administración de las finanzas eclesiásticas. Sabemos que hoy es norma habitual en la Iglesia de la República Federal de Alemania, aunque contestado por un sector de cristianos, ya que es una ayuda que depende de la política fiscal del Estado y reduce los ingresos estatales, porque se desvían hacia un fin particular con la sola decisión de una parte de los ciudadanos.
Reconocemos la justa necesidad de ayudar a los sacerdotes que se han comprometido con la Iglesia, y que determinadas obras, incluso las caritativas, necesitan ser sufragadas económicamente. También reconocemos que los tres años propuestos para saltar de la ayuda estatal a la modalidad de los impuestos es un paso. Nos gustaría que la Iglesia diera por su cuenta otro paso más. Es decir: que se marque un plazo breve de vigencia para el sistema de los impuestos, a fin de que se llegue lo antes posible a la sola donación voluntaria de los fieles.
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