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El bienestar del Estado

Félix de Azúa

¿Es verdaderamente un aumento salarial lo que se juega en alguna de las huelgas más espectaculares de los últimos meses?. La que ahora mismo tengo en memoria es la de controladores aéreos catalanes, este pasado verano. Los controladores son un puñado de hombres y mujeres que tiene asignada la siguiente tarea: hacer bajar y subir aviones ordenadamente. Son algo así como el desaparecido lisiado de aparcamiento aunque exentos del amable gesto de abrir la portezuela con el único brazo útil.Poner un avión en tierra y ponerlo en el aire es más impresionante y complejo que situar un coche junto a otro, pero la complejidad no reside en la acción misma de aparcar, sino en el manejo de la adecuada tecnología. Y la tecnología es, justamente, un reductor de la complejidad, de manera que controladres y lisiados se enfrentan a una misma distancia entre complejidad y tecnología; los uno, con su electrónica; los otros, con su único brazo sano.

Así pues, el aumento salarial no está justificado por un mayor esfuerzo físico o psíquico en la maniobra. ¿Será que los controladores necesitan más dinero para cubrir necesidades de su vida cotidiana sin las cuales rendirían menos y peor? Es dudoso. Los profesores de universidad suben y bajan, aparcan y dan salida a miles de ciudadanos cada año. Su tecnología son los libros, y no se los regala el Estado; los compran. Tienen similares necesidades a las de un controlador, y seguramente las mismas pretensiones o más. Sin embargo, carecen de los medios necesarios para escalar a la altura social de un controlador, por mucho que lo deseen.

¿Cuáles son los medios necesarios para situarse cómodamente en la escala social? La doctrina clásica presentaba la huelga como una negativa de proletario a vender su fuerza de trabajo, que es suya y de nadie más. Pero esto ya no es así. De hecho la huelga, en la actualidad, no depende tanto de la fuerza de trabajo secuestrada al capitalista cuanto de la posibilidad de producir daño sobre terceros. De ese modo, aquellos cuerpos capaces de causar mayor daño sobre un mayor número de personas son los mas capacitados para ascender por la escala social. Ellos son árbitros de su propia medida. Pero, ya se sabe, cuanto mayor es el número de perjudicados, más cerca estamos de lo que suele denominarse masa trabajadora. En consecuencia, aquellos trabajadores mejor situados para dañar a un mayor número de trabajadores son los más adecuados para conducir con éxito una huelga.

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Lo perverso del sistema de secuestro y chantaje ejercido por colectivos azarosamente situados en posición estratégica (medicina, transportes, grandes compañías de servicios, etcétera) no es tanto la clarificación del contrato social (es decir, la demostración de que el ejercicio del poder social es una mera cuestión de fuerza fruta, y no de justicia) cuanto la asunción de que el Estado es el único protector del ciudadano. El capitalista puede enfrentarse a sus huelguistas (¡y cómo!), pero los trabajadores no pueden defenderse de sus controladores, de sus médicos o de sus carteros. A cada ascenso social de estos cuerpos, mayor es la tentación ciudadana de exigir un Estado fuerte y paternal. Cuanto más evidente es la dialéctica de mutuos chantajes y secuestros entre trabajadores, mayor es también el terror mutuo, y tanto mayor la necesidad de una estructura aparentemente neutral, el Ejecutivo.

Cuando controladores, médicos o carteros deciden ascender en la escala social no se niegan simplemente a vender su fuerza de trabajo; también clausuran y se apropian de la materia prima: viajeros, enfermos e información quedan a su merced. Algo así como si los huelguistas del textil se llevaran a casa la maquinaria. El resultado es siempre el mismo: todos salen perjudicados, menos el Estado, convertido en último refugio de la materia prima, de los trabajadores y de los empresarios.

Pero el reforzamiento del Estado conduce, inexorablemente, a un mayor desamparo de los cuerpos estratégicos: médicos, controladores o carteros se empequeñecen tras cada ascenso social y se enquistan más en la maquinaria estatal, último refugio de todo Cristo, ya que es el Estado el único capaz de arbitrar una solución. Ni los viajeros, ni los enfermos, ni los informadores, ni los controladores, ni los médicos, ni los carteros salen del conflicto reforzados frente al Estado. Quizá tan sólo reforzados respecto del cuñado que no puede comprarse un Volvo.

En la beata religión de la lucha de clases, los trabajadores se explotan los unos a los otros en beneficio del Estado. Los médicos explotan a sus enfermos, que son controladores que explotan a sus viajeros, que son carteros y médicos que explotan a sus vecinos, que son controladores y médicos que explotan a sus carteros enfermos y así sucesivamente. Y el Ejecutivo vigila amorosamente a sus crías para que no dejen de devorarse, azuzándolas cuando decrece el entusiasmo o la codicia y puede correr peligro su labor de arbitraje, es decir, de supremacía. ¿Alguien, en verdad, cree todavía que de ese modo el interés general se sitúa por encima del interés particular?

Cuando Salomón decidió entregar al célebre y lacrimoso niño a una de las dos pretendientes, con notable perjuicio para la otra, que se quedó sin hijo por una genialidad del un tanto estúpido rey, no pensó en el bien general de su pueblo; tampoco pensó en su posible reelección, pues no había de eso; sólo pensó en cuál sería la decisión más adecuada para mantener viva la querella entre sus súbditos. Porque la relevancia de ambas madres particulares, para el Estado, era nula; lo imprescindible era que se dieran madres como aquellas todos los días. A la salida del juicio, entre las ovaciones, a Salomón se le oyó murmurar en la oreja de su edecán: "Otra concertación como ésta y dejamos a Yahvé en el paro!. Y así fue.

Nota bene. Ruego a los controladores (no tomo nunca el avión, me da miedo), médicos (gozo de una salud envidiable) y carteros (últimamente no tengo quien me escriba) que no se lo tomen como una cuestión personal; habría sido lo mismo con maquinistas de Renfe, ingenieros de Fecsa o propietarios de verdulería. Ruego a los maquinistas de Renfe, etcétera.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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