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Reportaje:LECTURAS DE VERANO

La Gran Vía

(Famosa zarzuela en un acto y cinco cuadros)

"¡Viva-Rudolf Hess!", ha gritado en la calle una voz masculina, una sola voz. Ni se ha movido a ver quién es. Un escalofrío. Una de las noches de agosto 87 que, supone, pasarán a la historia de la meteorología. Jugarretas del azar: en ese momento está leyendo a Pasolini. Mejor dicho, husmeando en Pasolini, el asesinado. Se ha propuesto escribir algo sobre la Gran Vía y aún no sabe cómo desenredar la maraña que ocupa su cabeza. De algún modo, ha creído que la turbulencia del poeta podría servirle para arrancar. "Pienso en Buchenwald y en Dachau, en Auschwitz y en Mathausen", acaba de decir el guía que acompaña al poeta en su bajada a los infiernos.ALCALÁ-RED DE SAN LUIS

Ayer salió de casa cuando faltaban 15 minutos para que fuera medianoche. Hacía tanto calor que decidió ir dando un paseo hasta el cine donde había quedado con unos amigos. EnAas cercanías de Loewe volvió a ver a los chavules de color -escrupulosamente vestidos, reloj de oro en la muñeca- que suelen rondar por allí a la espera de clientes. El amarillo y el azul se llevarán la próxima temporada. Así lo anuncian los escaparates iluminados de esa tienda donde, a otra hora, generalmente con el sol de la tarde, entran grupos nutridos y disciplinados de japoneses. Comparado con Loewe-Tokio, Loewe-Madrid debe ser una bicoca. ("En este lugar", añadió lacónicamente el guía, '"la única pena es estar ahí")

En el trozo hasta la calle del Clavel se cruzó con una muchacha que llevaba un abanico en la mano y una enigmática sonrisa en la cara. Le llamó la atención; su mirada traviesa tenía algo de premonitorio. Los camareros de Vitamina limpiaban la barra de un local desoladoramente vacío, ahora un cementerio de zumos "naturales". Esperó junto al semáforo, frente al chaflán del Banco Central. Mañana, rebuscando entre los libros, leerá en la Guía de Arquitectos que hubo una leona capitolina en lo alto del templete que corona ese edificio.

"Excusez moi, c'est que vous' savez où est le quartier latin?", le pregunta de sopetón un tipo alto que le sale al paso. En su francés de manual -y siguiendo la consigna "déles simpatía"-, le contesta que latino, así dicho, no hay barrio, pero que si le dice lo que le interesa tal vez pueda indicarle. Sorprendentemente, el tipo le pregunta si "vous étes latine aussi?", y, aun cuando ella intenta despegarse, el tipo anda en su misma línea, calle arriba, insistiendo en lo que le apetecería que se tomara una copa con él, si no puede hoy, mañana, "vous êtes engagée?", dale y dale. Hasta que a la altura de la Red de San Luis tiene que decirle, varias veces y a voz en cuello: "Laissez moi toute seule!". "Okey, ciao", responde el turista, un poco acojonado. Y se da la vuelta Gran Vía hacia Alcalá, en busca, supone, de otra "latine" a quien colocarle el rollo.

Horas más tarde -en esa misma esquina donde una tienda de tejidos para hombre anuncia que lo de 3.000, 6.000 o 4.000 son "precios por metro" (sin duda hartos de que la gente quiera llevarse la pieza entera por 3.000, 6.000 o 4.000)- anunciarán sus atributos los travestis más baratos. Intentando no ofender, ella procurará apartar sus ojos de las tetas gordas, tiesas y sintéticas que apuntan hacia el tráfico que cruza en dirección a Hortaleza.

RED DE SAN LUIS-CALLAO

A la vista de lo que parece esperarle, aprieta un poco el paso y avanza sin mirar demasiado a su alrededor. Los zócalos de la Telefónica albergan a un buen número de hombres que se sientan con los brazos pegados al tronco y dejando bambolear las piernas. En las terrazas de la Gran Vía -sí, también hay terrazas aquí- se sientan suramericanos que hablan de sí mismos y algunos extranjeros de sandalia y calcetín. No faltan los solitarios de ojos vidriosos, rebuscando bajo la vestimenta de cualquier cuerpo femenino que pase por delante.

Duda un momento entre esperar al autobús o coger un taxi. Decide que es una persona que ha escogido ir andando hasta el cine donde ahora sus amigos estarán viendo una historia que nada tendrá que ver con ésta. Sigue avanzando.

Cuando regrese, ya decididamente instalada la madrugada, esta parte de la Gran Vía -desaguadero de las callejas laterales- le parecerá un extraño asilo. El manguero de amarillo fosforescente le salpicará los talones con cara de pillo, pero ella irá como flotando, rebotando contra su cabeza golpes de conversación, gritos y murmullos en árabe, tagalo, francés, inglés africano, español chulo y un idioma asiático que su ignorancia le impide situar.

Lo que llamábamos -con esa manía ordenadora y clasificatoria de Occidente, sitio donde, según, parece estamos- Tercer Mundo nos devuelve sus jirones. Dos vietnamitas ofrecen su mercancía a quienes deambulan traficando con algo, esperando algo, vomitando algo. "Bocadillos, cerveza", repiten sin parar, como musitando, como si sólo conocieran esas palabras y el valor de cada moneda. Paralíticos blancos y negros se agrupan cerca de la boca del metro, haciendo chuflas entre sí. La policía investiga minuciosamente los papeles de unos chavales de pelo lacio, largo y oscuro. Es cierto, vigilan, saben a quién.

Enormes gordas de piernas abiertas reposan sobre los bancos. Vagabundos con perros yacen sobre cartones a la entrada de la lustrosa puerta de acero del Banco Español de Crédito. Muchachas yonquis se apoyan como pueden sobre esos macetones rectangulares, depositarios de plantas urbanas cuyo nombre se ignora. Muchachas esqueléticas a punto de derrumbarse. ("Toda esta gente", dijo el maestro, "ha pecado contra la grandeza del mundo casi por instinto. La reducción de todo ha venido a ellos como una especie de defensa... ¡Ah!'.)

Frente al cine Avenida -ahora ya va alerta- siente unos pasos detrás. Por el rabillo del ojo derecho distingue una calva grasienta. La calva se acerca lo suficiente para que su oído pueda captar un par de groserías en perfecto castellano. No va a callarse, no va a seguir su marcha humildemente, con la cabeza agachada y apretando su bolso contra el pecho. Antes de que el de la calva pueda imaginárselo, se vuelve hacia él y le dice: "¿Por qué no se va a tomar por el culo?", frase tal vez algo excesiva, y desde luego muy poco delicada para ponerla en labios de una chica, pero -qué quieren- si no actúa con decisión jamás llegará a su cita. Por la sorpresa, el sentimiento de ridículo o lo que sea, consigue un efecto fulminante: el calvo se cruza de acera y le ve caminar en dirección contraria cuando sus ojos se encuentran con la plaza de Callao. Ni rastro de la multitud de mujeres con bolsas que abarrotan las paradas de los autobuses a Peñagrande o la Colonia del Manzanares. Eso sucede a última hora de la mañana o de la tarde, tras haber contribuido a que los grandes comercios de la zona hagan su agosto: "En agosto, más ventajas".

Dentro de unas horas no quedará un banco libre en esa plaza. La habitarán hombres tendidos, rostro arrugado, barba de una semana, entre desperdicios de papeles, botes vacíos y cristales rotos que la brigada de limpiezas intentará recoger cuando el sol ya haya despuntado. Ahora todavía se ve gente que charla y parejas que se achuchan. Como telón de fondo, el gran cartel de la vedette mollar de turno que sonríe a todo color.

CALLAO-PLAZA DE ESPAÑA

Al iniciar su tramo descendente, la Gran Vía promete que dará facilidades y todo será más liviano. El guardia de seguridad de una de tantas hamburgueserías chista disimuladamente, a ella o a otra cualquiera. Al lado, un comercio anuncia la lista de sus helados "artesanos"; dentro se ponen las botas dos americanas fornidas a las que, por un momento, envidia. "Si yo tuviera esa corpulencia, sería otra cosa". ('Las demonias, como todos los novatos, se tomaban su encargo muy a pecho. Sus ojos estaban cargados de una luz negra y enemiga, todavía peor que la de los demonios machos".)

Al vislumbrar la plaza de España su paso se vuelve más reposado. En una gran caja de cristal con burbujas, langostas y bogavantes se mueven pesadamente, unos meros dan vueltas en torno al prisma: en su carne quedan terribles rastros de arponazos y heridas abiertas en el lomo. A pesar de lo cual siguen nadando. Alguien toca su codo izquierdo. "Un conocido", piensa. Pero el rostro que tiene delante no corresponde a nadie familiar.

-Perdona que te interrumpa de esta manera. Supongo que no estarás acotumbrada.

Ahora, ni insulta, ni acelera, ni, siquiera suelta una mirada de asco al fulano. Sólo se queda parada y le da la risa, una risa entre histérica y deplorable.

-Por tu forma de andar me he dicho: es artista, seguro que es artista. ¿Bailas, cantas, escribes o pintas?

-Hago croché -responde al tipo, que ya le tiende un libro di, poemas.

-Me llamo Víctor Hugo Hernández y soy poeta. Pero no, no) te quiero vender nada, sólo que veas mi libro a ver qué te parece. La portada también la he hecho yo. Pinto, sí, además pinte. ¿Eres española?

-No, mira, soy dinamarquesa y me llamo Ingrid, tío. La poesía me importa un pito, ¿comprendes?

-Bueno, no quería molestarte. Es que he salido a dar un paseo, como hace tanto calor... Y de pronto me ha apetecido hablar contigo, pero comprendo que no estés habituada a estas cosas, a que un desconocido, allí, sin más ni más...

-Vale, tío, me encanta, eres superamable, pero yo es que he quedado ahí hace 10 minutos con unos amigos, ¿sabes? ¿Quiere s que te los presente?

-No, gracias, otro día. ¿Por qué zona vives? Yo soy peruano. ¿Cuál es tu bebida favorita?

- Alan García con pisco sour.

-¡Ah! Entonces, ¿conoces Perú?

-No, tío, de verdad que no conozco Perú, sólo quiero llegar a un cine que está allí, sólo quiero andar un rato sin que me den la paliza, ¿entiendes?

Todo ofuscado, Víctor Hugo Hernández alarga su mano derecha y le dice: "Encantado de haberte conocido". "Vale, igualmente".

Al cruzar la plaza de España, el conductor de un taxi detenido en la parada le dice: "¡Adiós, bonita.'". Le dan ganas de volverse y responder "¡gracias!", porque súbitamente un curioso alivio le ha invadido. Se acuerda de lo que le molestaban esas cosas cuando era joven y de lo bien que le acaba de sonar ahora esa frasecilla tintineante, tan poco agresiva, como un saludo.

Piensa, apesadumbrada, que quizá tenga que esperar a hacerse vieja para poder caminar tranquilamente, cuando ya no pueda. Piensa en cómo se sentirán los hombres cuando van por la calle, a su aire. Piensa también si, entre el anonimato de la gran urbe -ese anonimato gélido en el que mirar y ser mirado no tiene otro sentido que ése, precisamente- y este anterior asalto no habrá nada. Un espacio intermedio, otra cosa, algo confortable, entre la complicidad y el deseo.

Al regresar a casa, atravesado ese enjambre de miseria y desolación que pulula por la Gran Vía, piensa si no será mejor no mirar ni ser mirado. Ignorar todo cuando sucede, limitarse a dar una zancada más larga al toparse con un cuerpo tendido en la acera o dar una patada a las docenas de jeringas estrechas y vacías que salpican la Gran Vía de madrugada.

Esas fachadas monumentales y caprichosas, bellas con la aparición del sol, dentro de nada acogerán a un ejército de oficinistas. Hombres y mujeres apresurados por fichar a tiempo. Se pregunta si toda esa gente que, al rato, tomarán su café con churros o su zumo de naranja, sabrán lo que es su calle, lo que se agolpa delante de sus edificios. Cuando teléfonos, teletipos y calculadoras permanecen callados, quizá absortos en ese progresivo avance de la periferia hacia el corazón de la ciudad. Porque no era éste el acuerdo, sino vivir en sectores separados, ignorarse mutuamente. ('Después de este motel comienza una parte propia de la zona de los reducidos, un sector separado, como verás".)

Se pregunta qué pensarán esos hombres con corbata y esas mujeres con zapato de tacón cuando vean los flancos de sus oficinas cubiertos de pintadas árabes. Signos ajenos donde, alternativamente, se ensalza o se vilipendia a la revolución islámica de Jomeini. Qué pensarán frente a los insultos con espray que salpican los muros de los bancos. Cuando vean esos carteles donde el rostro de Ben Bella emerge del pasado para reclamar "libertad" en Argelia. Cuando vean esa gran águila negra con una cruz gamada en su centro y un texto inocente debajo: "Rudolf Hess. Ahora ya es libe". Esa nostalgia por la muerte, espantosamente poética, que todo nazi lleva dentro de sí.

Mientras, ella husmea entre las páginas de Pasolini, intentando agarrarse a algo que le dé pie para escribir un artículo, o algo así, sobre la Gran Vía. Esa cinta de asfalto, dividida en tres tramos, construida para unir en línea recta dos zonas importantes de la ciudad: Argüelles y Salamanca. ('Los que están condenados, bajo estos carteles", explicó todavía, "no fueron pequeño-burgueses sino por nacimiento, por definición social, etc. En realidad, ellos tenían, como se dice, los instrumentos necesarios para conocer su pecado, o sea, sabían cómo no ser conformistas. Y en cambio lo fueron".)

POBRE CHICA (HABANERA)

Esa cinta de asfalto que tanto gusta a Antonio López porque, dice, el arranque de las construcciones desde el suelo es perfectarnente nítido, ningún árbol ofusca su visión. En varias ocasiones ha salido a buscarle, de mañana, muy temprano. La Prensa ha informado de que el maestro manchego vuelve a pintar la. Gran Vía in situ. Pero no ha dado con él. Quizá el pintor haya terminado por huir, aterrado ante lo que se le viene encima, perturbado porque el entorno le haya impedido dar con la luz adecuada.

Habrá recogido sus cosas y se habrá ido, sin más. En cambio, ella, al regresar a casa ayer, de madrugada, tuvo la mala suerte de volverse a encontrar con la calva grasienta, sumamente airada. Así que tampoco el pintor se habrá visto obligado, come, ella, a correr calle Infantas abajo pidiendo con todas sus fuerzas que apareciera un coche, sólo un coche. Que, como por ensalmo, apareció. ('En ellas la reducción, como se suele decir, es antigua como la especie: defienden la ¡raza además de así, pobrecillas. Y es por eso por lo qué, en ellas el conformismo tiene siempre cierta grandeza. Es, en el fondo, su religión. ¡Pero los machos!'.)

Así pudo, por fin, llegar hasta su hogar sin sobresaltos. Gracias a lo cual puede volver a preguntarse ahora qué está pasando, de verdad, qué está pasando, para que todo el mundo desee tener los ojos cerrados. Para que nadie quiera darse cuenta de que mi ciudad es ya una gran huronera que la reverberación del sol y la oscuridad de la noche sólo camuflan. Perono, ocultan. No hay brigadas de barrenderos, de policías o de intelectuales posmodernos capaces de ocultarlo.

La sonrisa enigmática de la muchacha con abanico cobra ahora todo su sentido.

Los textos en cursiva pertenecen a la obra póstuma de Pasolini, Canto VII. Reproducido en el libro de Antonio Manclús, Pasolini. Obra y muerte. Madrid. Editorial Fundamentos, 1976.

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