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Tribuna:
Tribuna
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Las razones de mi cese como embajador en el Vaticano

Hablo como ciudadano de a pie y como miembro del PSOE, al margen de mi condición de embajador de España y de ex subsecretario de Asuntos Exteriores. Durante los 40 años de régimen franquista defendí con tesón el deber de lealtad al Estado, pero también mi derecho a criticar las decisiones políticas del Gobierno como ciudadano. Con la Constitución de 1978 me figuro que nadie puede objetar a esta elemental distinción. Y quiero añadir que el vínculo de lealtad es siempre recíproco, y cuando lo quebranta el que está arriba, el que queda debajo resulta automáticamente exonerado de esa lealtad. Desde hoy he cesado totalmente en mi misión diplomática ante la Santa Sede y recupero mi libertad de hablar. Mi cese como embajador ante la Santa Sede no es un caso personal, una anécdota que sólo afecta al interesado. Si fuese así, no haría estas manifestaciones, ni los periódicos tendrían el menor interés en ellas. Mi cese constituye un acontecimiento de la vida política española que se eleva a categoría por su hondo significado y consecuencias en las relaciones Iglesia-Estado en nuestro país. Este cese, por su alto valor simbólico, equivale a una capitulación del Gobierno socialista ante el episcopado español y, en definitiva, ante la Santa Sede. Mi designación como embajador en 1985 fue un acto político de afirmación de la independencia y soberanía del Estado frente a una tradición histórica y unos hábitos políticos que coartaban, en definitiva, la plena libertad de nuestro Estado en sus relaciones con la Iglesia católica. Pues bien, truncar ahora esta misión de modo prematuro y ante presiones subterráneas de toda clase considero que es un grave error político y una página triste para nuestro Estado en un ámbito tan sensible como el de sus relaciones con la Iglesia católica, porque compromete ante la opinión pública el alcance de los principios constitucionales vigentes. Sólo cabe explicar este hecho insólito por una carencia de información fidedigna del Gobierno y por su debilidad. A mí no se me ha pedido jamás la menor información sobre el desarrollo de mi misión diplomática. Ni por mi ministro ni por la Presidencia del Gobierno. El 17 de agosto me quedé atónito con la información suministrada por fuentes oficiales sobre mi presunto aislamiento diplomático en Roma desde hacía cuatro meses. Me vi penosamente obligado a desmentir en el mismo diario esa falsa información porque atentaba contra mi honor profesional, no sin antes rogar al ministro, a través del director general de la Oficina de Información Diplomática y del director general de su Gabinete, que no se intentase -lo que ya barruntaba por insinuaciones aparecidas en Diario 16 y Abe- configurar mi cese como el de un embajador aislado y privado del ejercicio de sus funciones. El señor Fernández Ordóñez prefirió no desmentir.

En el semanario L'Espresso del día 25 de este mes, un largo artículo de Sandro Magister, conocido vaticanólogo y experto también en temas españoles, rechazaba de plano la explicación de mi cese por mi situación conyugal, y señalaba que, de los 118 embajadores acreditados ante la Santa Sede, al menos una docena estaba en situación conyugal análoga a la mía, y a ninguno se le había retirado el plácet. Concluye que mi destitución se debe a la debilidad de mi Gobierno y a la "prepotencia desvergonzada de los lobbies papales". Hay que añadir que en la historia de la Iglesia romana jamás se declaró a un embajador persona non grata. La Iglesia prefiere la presión clandestina. La versión que ha querido acuñar el ministro de Asuntos Exteriores, y remacha el portavoz del Gobierno, además de falsa, revela la ligereza y una frivolidad impropias de políticos con oficio. Cualquier español con un mínimo de cordura podría preguntar: señor ministro, sí hubiera sido cierto que nuestro embajador ante la Santa Sede estaba sometido al aislamiento diplomático por parte de aquellas autoridades y privado de hecho de la capacidad de ejercer sus funciones, ¿cómo no se acudió inmediatamente a medidas de retorsión, también de hecho, contra el nuncio apostólico acreditado ante el Gobierno español ... ? La tergiversación, además de vil, suele resultar, a la postre, inútil, cuando no un arma peligrosa. Si a alguien hubiera habido que darle un toque de atención sería al nuncio apostólico, que llegó de Perú con una bien ganada fama de ultramontano, que campa por sus respetos con el beneplácito y hasta pública complacencia de altas autoridades del Estado. Es por lo menos afrentoso para los españoles -incluidos los católicos, si se consideran españoles- que el Gobierno haya tomado una decisión que humilla a España a través de mi modesta persona. Nuestro episcopado, azuzado por el. nuncio, reclama cada vez nuevos privilegios y ventajas, aunque presuma de que no los quiere porque desea ser una religión más entre otras.

Aficionados

Me causa tristeza, no por mí, que tengo ya mi carrera hecha creo que con dignidad y honradez, sino por nuestro país, que un Gobierno socialista capitule de modo tan torpe e injustificado, sirviéndoles en bandeja la cabeza del Bautista. Si no ha comprendido esto, hay que pensar que el Estado español está más bien en manos de aficionados. Se trata de un Gobierno que cuando el nuncio se permite afirmar públicamente que "la política del Gobierno no es acorde con el Evangelio" (como si tuviera forzosamente que serlo), se calla sin despegar los labios y es su embajador en el Vaticano el que, por su cuenta y sin instrucciones, pero por elemental decoro, tiene que acudir a una muy alta autoridad de la Secretaría de Estado para señalarle informalmente lo insólito e inadmisible de esta descarada interferencia en la política de nuestro Estado. En aquella ocasión se me dijo que tenía toda la razón y que el nuncio había actuado torpemente y contra el código de reglas escritas que la propia Santa Sede entrega a sus nunciaturas. Podría aducir otros más que manifiestan la falta de firmeza del Gobierno en sus relaciones con la Santa Sede... y con la Iglesia española. Por citar sólo otro, le diré que un gran vaticanólogo catalán y socialista acaba de referirse indignado, en el Diario de Barcelona, a la humillante recepción que tuvo Felipe González en la Santa Sede en 1983. Estuvo incluso por debajo de la dispensada al presidente de las Seychelles. Lo que realmente alcanza las dimensiones de lo absurdo es que la Iglesia pueda invocar, a estas alturas, mi separación conyugal como un atentado a la moral. La Santa Sede me otorgó el beneplácito diplomático sabiendo muy bien que era un agnóstico en cuya formación intelectual contó mucho la obra de Marx. ¿Cómo me puede ahora exigir que me ciña al derecho canónico en mi vida privada? La incoherencia y el arbitrismo de esta actitud no merecen comentarios. Lo que sucede es que la Iglesia sabe que tiene un intenso valor de símbolo -para la doctrina católica, el hombre es esencialmente un animale symbolicum- la presencia en Roma de un embajador agnóstico que representa a un Estado laico. Pero, pese a todo esto, yo puedo asegurarle que la Santa Sede -que ha demostrado una exquisita profesionalidad en contraste con la rudeza de nuestro Gobierno- jamás hubiese llevado las cosas demasiado lejos y nunca me hubiera declarado persona non grata, ¿Es que ha contado en mí cese, en última instancia, la falsa pudibundez de personas del partido y del Gobierno? La pacatería de cierta derecha española produce malestar y un cierto asco, pero la pacatería de cierta sedicente izquierda causa además desprecio.

Error grave

Volviendo al nuncio, diré que es un diplomático que se marca a sí mismo su propio nivel protocolario. No despacha sus asuntos ni con el director general de Asuntos Religiosos ni casi nunca con el subsecretario de Asuntos Exteriores... Va más arriba. Se le recibe en la cúpula del poder político. El primer error grave de este Gobierno es el de haber creado esa fantasmagórica gran comisión Iglesia-Estado. ¿Cómo es posible que en un Estado aconfesional se configure un órgano institucional de carácter permanente que sitúa al mismo nivel a los obispos y a los ministros del Gobierno? Esta decisión ha producido por sí sola la consagración de un alter ego de naturaleza eclesiástica como un igual del Estado soberano. Se sanciona así la existencia de dos potestades homólogas y equivalentes, y se introduce en la historia de España la aciaga dialéctica de una lglesia versus un Estado. En el orden estratégico resulta inconcebible este insigne error. Así se lo dije por escrito, cuando me enteré de esta decisión, al entonces director general de Asuntos Religiosos -a quien, por lo demás, admiro y estimo-, siendo yo subsecretario de Asuntes Exteriores. La cosa ha alcanzado el punto, que yo diría cómico si no fuese penoso, de que en la Utima y reciente reunión de esa gran comisión presidió, por parte del Estado, el vicepresidente del. Gobienio y, por parte de la Iglesia española, el vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Poder contra poder, vicepresidente contra vicepresidente. Increíble, pero real. Podría alargarme sin fin y citar otros muchos botones de muestra que: prueban que el Gobierno hace continuamente dejación de su deber de afirmar la condición soberana del Estado en terreno tan comprometido como el de estas relaciones. Italia, donde la Iglesia tiene de hecho un mayor peso, si cabe, que en España; a ningún profesional de la política se le habría ocurrido la donosa idea de crear e institucionalizar una gran comisión de ministros y obispos. No nos sorprenda, entonces, que Giulio Andreotti declare que la política española "manca di finezza"... ¡Si sólo fuera esto! Estamos alcanzando, en ciertos momentos, cotas de subordinación del Estado a la Iglesia que ni los Gobiernos más derechistas han consentido nunca, a pesar de no poseer una Constitución que les coartase en el orden de los principios. Termino con una última perla. Este embajador que habla jamás fue requerido por su Gobierno para realizar gestión alguna en el curso de los 21 meses de su misión diplomática. Todo se despacha en Madrid con el nuncio y los obispos. Las veces en que he planteado temas delicados en la Secretaría de Estado vaticana lo hice por mi cuenta, pensando que podía contribuir a mejorar nuestras relaciones. Y así ocurrió en más de una ocasión, aunque no tuve ni un mal acuse de recibo de mis superiores. En lugar de robustecer la figura de su embajador ante el Papa, mi Gobierno me ha ignorado y ha ignorado y ha hecho todo lo posible, con su conducta, para que el nuncio y el presidente de la Conferencia Episcopal se crean verdaderos paráclitos del Dios de los cielos ante nuestro dócil y asustadizo Gobierno. Yo, en cambio, he tenido que hacer mi trabajo por mi cuenta y riesgo. Pero estoy muy satisfecho del mismo. Los grandes Estados europeos son maestros en la modulación formal del poder. Algunos políticos españoles están demostrando a este respecto una ignorancia propia de neófitos.

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Como dice con acierto Josep Maria Pinol en el reciente artículo a que me he referido, nuestro Gobierno no tiene política religiosa alguna, ni siquiera mala... La buena voluntad y los reiterados esfuerzos de las autoridades del Ministerio de Justicia competentes en esta esfera han tropezado casi siempre con la incomprensión de la Moncloa y de otros departamentos ministeriales, incluido el mío. Y dentro de la máquina del Estado hay varias decenas de altos cargos obedientes a la jerarquía eclesiástica hasta el punto de sabotear, cuando pueden, las medidas que no convienen a la Iglesia. Ya es hora de que la opinión pública sepa todo esto. Y lo digo sin malquerencia alguna contra la comunidad de los fieles católicos. ¡Son tantos los cristianos ejemplares a quienes estimo y admiro! ¡Tantos los sacerdotes que me honran con su afecto sincero y su amistad!

Gozalo Puente Ojea fue hasta ayer embajador de España ante la Santa Sede y ocupó anteriormente la subsecretaría de Asuntos Exteriores.

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