La guerra de 'Ermione'
Partes de guerra. No de otra forma cabe calificar los comentarios aparecidos en la Prensa italiana tras el estreno de la ópera Ermione en el Festival Rossini de Pesaro. Y no la guerra de Troya, cuyas consecuencias sirven de fondo al drama de Andrea Leone Tottola, inspirado en la Andromaque de Racine: ése es un conflicto definitivamente periclitado, del que, en verso o en prosa -pero fundamentalmente en lo primero-, se ha dicho prácticamente todo. No. Aquí la guerra es la propia ópera, con sus aguerridos ejércitos de tifosi, sus consignas y mensajes cifrados, sus planes ofensivos y defensivos, sus corresponsales destacados para ensalzar la victoria o certificar una derrota anunciada. Y, cómo no, sus batallas. Un crítico ha dicho, a propósito de la obra, que se trata de un asalto perdido de antemano: Oublier Ermione, así lo hizo la Historia tras su desgraciado estreno en 1819, así estamos llamados a hacerlo también nosotros siglo y medio después. No escatima en su comentario dicho crítico la artillería pesada para mantener su juicio: segun él, la ópera es aburrida, obsoleta, demasiado abigarrada, rotundamente fea.
Más cautos se han mostrado, a este respecto, la mayoría de sus colegas: en el punto de mira sus plumas han preferido colocar la querelle Caballé, la sonora contestación que commandi di loggionisti -es decir, comandos de miembros del gallinero, la cursiva es cita textual- dedicaron a la insigne soprano durante el segundo acto.
La Ermione de Pesaro ha constituido un triunfo importante, en primer lugar, de la obra, que lo merece sin duda, y en segundo lugar, del brillantísimo reparto, muy difícil de igualar en la actualidad. Reserva, en cambio, a propósito de la puesta en escena de Roberto de Simone.
Beethoven fue muy poco simpático y compasivo cuando aconsejó a Rossini que se dedicara exclusivamente a las buffonerie, dejando de lado todo intento de ópera seria. Pero no deja de tener su punto de razón para proferir el exabrupto: el compositor italiano se movía con dificultad entre los cánones dieciochescos de la tragédie-lyrique -Ermione entra de lleno en tal categoría- y su propia intuición musical, bastante más profunda de lo que ha solido pensarse. En cambio, en el terreno de la ópera bufa trabajaba con una solvencia reconocida y aclamada por todos los públicos. Acaso ese extremo fuera el motivo último del perentorio juicio del maestro de Bonn.
Hoy, sin embargo, tenemos la obligación histórica de superar tópicos: si el género no es capaz de dar frutos actuales, que al menos bucee en su propio pasado con una nueva mentalidad crítica. Pues bien, Ermione vale el baño de polvo que supone su recuperación: recitativos de inusitada fuerza dramática, pasajes concertados que preanuncian a Verdi, tratamiento de las líneas vocales, en extremo fieles a la psicología de los personajes. Que éstos luego resulten estáticos sobre la escena es un problema de la época, más que de Rossini. Ermione o el amor desenfrenado, Andrómaca o la fidelidad heroica, Pirro o el poder despótico, Orestes o la locura vengadora: son categorías inamovibles, marmóreas, dadas de antemano. El famoso silencio creativo del compositor desde Guglielmo Tell hay que atribuirlo, en buena medida, a esta circunstancia, junto con la aguda observación de la nueva realidad musical que le rodea tras su establecimiento en París.
La Caballé
Montserrat Caballé, proteste quien proteste, pasará a la historia por numerosos motivos, pero entre ellos figurará en un lugar de oro la interpretación que ha hecho del Rossini serio. Ha estudiado la partitura de Ermione con devoción y ha descubierto en ella lo que realmente exige, que no es poco si se tiene en cuenta que el papel fue escrito para Isabella Colbran, primera intérprete del papel y posteriormente mujer del compositor. Nada más con escuchar el primer dúo junto a Orestes, incorporado por el, excelente tenor Rockwell Blake, basta para quitarse el sombrero. Si luego la gran escena del segundo acto -auténtico descalabro vocal, sólo al alcance de una intérprete como ella- no fue tan perfecta como las primeras intervenciones, eso cabe agradecérselo a los intransigentes guardianes de la revolución de los pisos altos.
Completó el reparto un full de grandes vuelos. Chris Merrit (Pirro), Marylin Horne (Andrómaca), Daniela Lojarro (Cleone), Giuseppe Morino (Pilade), auténtica revelación local, y Giorgio Surjan (Fenicio). La Orquesta Juvenil de Italia se mostró solvente a las órdenes del austriaco Gustav Kuhn. De la puesta en escena, decir que fue aburridamente convencional: ya vamos siendo mayorcitos para que se nos repita una vez más que esa Grecia no es la auténtica, sino la vista por el filtro del siglo XVIII. A esta obviedad hay que añadirle un poco genio, y eso, la verdad, no se vio por ningún lado.
Babelia
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