Por el color de una bandera
EN UN San Sebastián que vivía sus fiestas patronales entre el fragor de una decimonónica disputa por el color de unas banderas, la muerte se cruzó ayer en el camino de dos jóvenes que se disponían a matar. De esta manera, en unas pocas horas se han dado cita en la capital guipuzcoana todos los elementos que definen la dramática situación vasca, sin excluir a ese argumento definitivo que es la muerte de seres humanos. Como antes lo hicieron en las fiestas de Vitoria, los terroristas se aprestaban a contribuir a las de San Sebastián con una nueva cosecha de víctimas. Habiéndoles estallado el mortífero artefacto en sus propias manos, los que se disponían a matar serán ahora convertidos en mártires. En realidad, para el terrorismo la creación de víctimas y la producción de mártires son dos objetivos complementarios, igualmente válidos para sus fines.A condición, claro está, de que previamente se haya creado un estado de opinión que haga verosímil su argumento principal. A saber, el de que existe una guerra que hace inevitable la muerte de miembros de los ejércitos contendientes e incluso de elementos de la población civil -por ejemplo, niños de 12 meses- presentes en el teatro de operaciones. La escenificación de una nueva edición de la guerra de las banderas tenía el objetivo preciso de crear ese estado de opinión. No debe caber duda, entonces, de que es a los profetas del terror y a los bachilleres encargados de difundir su mensaje a quienes corresponde la responsabilidad principal en el encadenamiento de provocaciones que ha conducido al lamentable espectáculo vivido aver en San Sebastián.
Pero toda provocación requiere, para tener éxito, la complicidad de alguien dispuesto a morder el anzuelo. Herri Batasuna jugaba con ventaja porque sabía que no faltarían candidatos a desempeñar esa función. Así ha sido. Como cada año, y como en casi todas las localidades vascas, el partido abertzale propuso en el Ayuntamiento donostiarra que durante las fiestas de la ciudad únicamente ondease la ikurriña. El gobernador advirtió que estaba dispuesto a hacer cumplir la ley -que prescribe la presencia de la enseña española cuando ondee cualquier otra bandera-, por las buenas o por las malas. El alcalde, miembro del partido de Garaikoetxea, pretendió, por su parte, colocarse en una posición intermedia, anunciando que no colocaría ninguna bandera. Ni la ikurriña en solitario, como quería HB, ni todas las banderas a la vez, como quería el gobernador.
Durante semanas, y ante la mirada complacida de los autores de la provocación inicial, las dos autoridades impficadas en la disputa se han dedicado, antes que a ponerse de acuerdo sobre la forma de hacer frente a aquélla, a intercambiar invectivas y amenazas. Herri Batasuna, por su parte, se lavaba las manos respecto a los "eventuales incidentes" que pudieran producirse, y que efectivamente produjeron sus simpatizantes durante la tradicional Salve del viernes. Creado el ambiente, sólo faltaba que al gobernador se le ocurriera ordenar la colocación, a la fuerza, de las banderas ante el Ayuntamiento, y que al alcalde le diera por ordenar a la Policía Municipal impedir la entrada en el recinto consistorial de los agentes enviados por el gobernador. Puntualmente cumplidas ambas previsiones, ETA consideró llegado el momento de irrumpir en escena con una carga de amonal y de muerte.
La redundancia es ya la figura más característica de la vida política vasca. Todo ha sido ensayado una y otra vez, y una y otra vez los protagonistas se comportan como cabía esperar de ellos. Si el alcalde afirma que el gobernador actúa movido por su "odio a los donostiarras" y sus "sentimientos antivascos", y el gobernador -cuya falta de sagacidad política no tenía necesidad de ser reafirmada tan espectacularmente- replica acusando al alcalde de "debilidad de carácter" y de actuar a impulsos de su "miedo a HB", se están regalando a ETA las banderas que anhela para su cruzada contra las instituciones democráticas. Unas banderas cuyo único color es el de la muerte.
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