Mujer con muñeco
La niña/mujer de ojos expectantes, curiosos, llegó con el crepúsculo y consiguió, a fuerza de sonreír, que el mundo empezara a iluminarse, a limpiarse, hasta convertir la opacidad en luz y que la noche se rompiera en un amanecer. Traía tras de sí una sombra inescrutable, un misterio sin descubir que la transmutaba a ella misma en un ser indescifrable, lleno de enigmas, pero lleno también de irradiaciones. Apenas si se la podía describir más allá de su mera apariencia física, de su aspecto casi traslúcido y casi infantil, pero lo que presagiaba (lo que cualquier observador podía comprender) era que tras el misterio, la opacidad y el enigma no se ocultaba nada comparable a la maldad. Ésa era precisamente su paradoja; la niña de sombra pétrea era como una antorcha inagotable; la niña de enigmas complejos era como un torrente de cordialidad, afecto y calor. Una sombra que ilumina; un misterio que se hace querer: ¿quién es aquella niña/mujer que llegó con el crepúsculo y, sin forzar nada ni abrir heridas, hizo con su sola presencia que la noche reventara en un amanecer?Tenía en el alma una pena que conseguía ocultar ignorándola, escondiéndola tras los labios más excitantes del mundo y tras la sonrisa más comprometedora que inventarse puede. Luego, de noche, a solas, sacaba su pena a pasear por los bordes de su cama y la dejaba dormir a sus pies, recordándola con una lágrima que su reino era la noche y su palacio sólo la cama, pidiéndola perdón por ocultarla durante el resto del día y soñando en su desvelo que se exiliaba a un reino vecino. Pero su pena no se conformaba y de cuando en cuando, vestida de diablillo juguetón, se saltaba el pacto y se presentaba sin avisar a mediodía, o a media tarde, sólo para hacerla rabiar.
Cuando el diablillo juguetón transgredía el pacto ella se defendía acelerando su vida, haciendo como que no le veía, o adelantando el hombro para protegerse el corazón. La pena a veces se iba; otras se le clavaba un poco más.
Un día se sintió demasiado sola. Ni siquiera la pena salió de su escondrijo para hacerla compañía.
No tenía a nadie enfrente para mostrarle lo digna que sabía ponerse, el genio que su carácter era capaz de aflorar; no tenía a nadie, ni tan siquiera para que le halagara los oídos hablándola de su luz, de la luminosidad de su opacidad, de la curiosidad de sus ojos, de la provocación de sus labios. No tenía a nadie y buscó a su pena para disfrazarla de nostalgia, de viejos recuerdos tan malos como entrañables, de morbos inexistentes y celos inevitables. No tenía a nadie y no tuvo más remedio que disfrazarse ella para no sucumbir ante sí misma: la niña/mujer se disfrazó entonces de inseguridad y empezó a notar que el mundo se le venía encima.
Quiso correr y ni siquiera encontró fuerzas para hacerlo. Quiso llorar y sus lágrimas le supieron a mar mediterráneo, a ella misma sin disfraz, otra vez a soledad. Quiso olvidarse de quién era y sólo consiguió detestarse un poco más. La niña/mujer comenzó su metamorfosis hacia la nada.
Su luz empezó a iluminar -más, y tanto lució que terminó por deslumbrar su entorno, ocultándola a ella misma. Su sonrisa se abrió tanto que su rostro adquirió un aspecto terrible, deforme, grotesco. Sus ojos se entornaron, sus labios palidecieron, y el enigma de su sombra pétrea se disolvió en el calor de su luz. Con su disfraz de inseguridad pudo aparentar fortaleza, pero la niña/mujer le vio de cerca la cara a la soledad y perdió -como se pierde la vida- el sentido.
Nunca sabrá si lo soñó o lo vivió, pero ahora, cuando la noche ha huido despavorida, aterrada, temerosa de su sonrisa vencedora, la niña/mujer cree haber vivido una historia de amor. No sabe con quién, pero tampoco le importa. Le basta con haber comprobado que la inseguridad abandonó el barco de su existencia, que la nostalgia se disolvió con las brumas que la acechaban, que su pena ha dejado de jugar a horas intempestivas. Le basta con haber descubierto que la soledad no la acompaña, que si quiere correr puede hacerlo, que sus lágrimas siguen sabiendo a mar mediterráneo, y que así le gustan, y que su luz ya no deslumbra ocultándola, sino mostrando sus ojos, sus labios y su enigma. La niña/ mujer traslúcida, infantil, sólo espera otro crepúsculo para marcharse, para volver. Aquella historia de amor ha quedado demasiado lejos.
¿Quién es la niña/mujer de la sombra pétrea y el enigma indescifrable? Unas gotas de perfume en el desierto; una conjura sutil en el aquelarre; una fotografía perdida en el fondo del cajón; una nota musical acompasando la tormenta; una gaviota posada en los restos de un naufragio; unpoco de calor bajo la nieve; un beso.
Ahora que el crepúsculo esperado acaba de llegar y la niña/ mujer prepara su equipaje, encierra sus recuerdos, acopla sus maletas e inicia el viaje, me doy cuenta de que los sueños son más reales que la misma realidad. Ahora comprendo que su sombra no era pétrea, ni su enigma indescifrable, ni su pena otra pena que la pena del amor. Me doy cuenta de que el invierno es más invierno si el frío va por dentro, que los otros son mucho más como nosotros les imaginamos que como en realidad son. Ahora ya es tarde para todo... menos para recomenzar.
Recomenzar por el único enigma que perdura tercamente por las sombras que han vencido con la marcha de su luz: si la niña/mujer es sólo una niña o tanto como una mujer.
NIEVE
Una tarde salió de casa dispuesta a jugar. Nevaba sobre la ciudad y los chavales, a la salida del colegio, habían hecho un hermoso muñeco de nieve enmedio de la plaza, un muñeco tan perfecto que parecía sonreír bajo el bigote de madera que los chicos le habían puesto a falta de otros aparejos más tradicionales. Ella pasó cerca de él sin inmutarse, apenas sin fijarse, acaso con una sensación de desagrado porque hacía frío y el muñeco de nieve le recordaba su intensidad. A decir verdad, le desagradaba aquel muñeco, el bigote de madera sobre todo. Pero pasó junto a él para no dar un rodeo y, al rebasarle, sintió algo que la desconcertó: el muñeco se había movido un poco, inclinándose, para estar más cerca de ella.
Había salido dispuesta a jugar al juego de la seducción, un juego en el que las reglas siempre las imponía ella. O casi siempre.
No le vio pero lo sintió.
Tuvo que volver la cabeza, mirarle, remirarle y detenerse. Sabía que había sido solamente una sensación, que no era posible, pero aun así se detuvo, se giró y se acercó un poco más. Una ráfaga de hielo, cortante como un cuchillo, le recorrió toda la columna vertebral cuando el muñeco volvió a inclinarse hacia ella y le clavó sus ojos de escarcha en sus labios, los más excitantes del mundo. Se acercó un poco más al muñeco y se dio cuenta de que empezaba a derretirse por el lado en que se acercaba. Saltó hacia atrás para no herirle más y el muñeco detuvo su licuación. Se marchó sin comprender lo que estaba pasando, desconcertada, segura de que había sufrido una alucinación.
Dos horas más tarde no había podido dejar de pasear hacia ninguna parte ni se había liberado del recuerdo del muñeco de nieve provocándola y deshaciéndose. Como una obsesión, aquel bloque de hielo de forma humanoide no se le iba de la cabeza y en aquellos momentos, sintió una nueva sensación que la desconcertó un poco más: pensaba en él, pero su pensamiento era afectivo, compuesto de agradecimiento, ternura y otro componente indefinible parecido a una
Mujer con muñeco
intriga, a una atracción, más allá del mero interés físico. Algo muy parecido a la seducción.Tanto revoloteaba por su cerebro aquel pedazo de frío sólido que sintió una necesidad irresistible de volver junto a él, de acercarse a su piel aterida, de comprobar su existencia. Sintió una necesidad absurda, irracional, de la que quiso desentenderse pero no pudo. Luchó consigo misma durante otra hora más, venciéndola una y otra vez la imagen seductora de lo que ahora imaginaba como un pretendiente demasiado atractivo aunque ella supiese que su realidad era una construcción ficticia del cerebro. Pero no pudo vencer la tentación: volvió a la plaza y allí, en el centro, impúdicamente, el muñeco de nieve permanecía inmóvil, sólido, exhibicionista, soportando sin una mueca el viento glacial y los copos de nieve respetuosos, que se posaban con esmero sobre su enorme cabezota.
Se detuvo a dos metros del muñeco observándole fijamente. La noche había caído y las farolas de la plaza insinuaban sus contornos. Pero él también la vio porque lentamente pero sin disimulo volvió a inclinarse hacia ella. De su interior, como una voz suplicante pero sin ningún énfasis, salió una palabra que ella pudo escuchar con nitidez. Él dijo: Ven, y durante mucho tiempo ella se quedó tan petrificada, tan gélida, como su muñeco.
Y sin embargo sabía que tenía que obedecer y lo hizo como un autómata, como una princesa hechizada, como un perro fiel. Se acercó hasta que volvió a comprobar, aterrada, que por la parte en que ella se acercaba el muñeco de nieve se derretía.
-Ven -repitió la voz.
-No puedo -susurró ella- Si me acerco te voy a matar.
-Pero si no te acercas, me voy a morir.
Su mano le acarició con inmensa ternura el brazo frío y gordo que, al instante, empezó a derretirse. Balbuciente, turbada y confusa le pidió perdón mientras rebuscaba nieve por el suelo para recubrir la herida. Cuando la cogía del suelo y la comprimía, la nieve permanecía sólida, dura, inalterable, pero en cuanto la sobreponía en el muñeco se derretía, y en su licuación arrastraba otro poco de hielo derretido, con lo que la herida se hacía más y más grande, hasta que dejó de tocar su cuerpo. El muñeco, insensible al dolor, insistió:
-Ven.
Y ella, apenas sin habla, sintiéndose seducida por un amor incomprensible, repetía con un nudo en la garganta:
-No puedo, no puedo.
Entonces unas lágrimas se desbordaron por las cuencas vacías de los ojos del muñeco, profundizando un surco en su cara que no se detenía hasta incrustarse en el bigote de madera. Ella sintió que también iba a echarse a llorar y se cubrió la cara con la bufanda, adelantando su hombro más exageradamente que nunca. Pero el muñeco repitió:
-Ven.
Y ella, con los ojos inundados por las lágrimas, incapaz de hacerle daño pero incapaz de no complacerle, se acercó y le besó en su cara gélida, inexpresiva, marmórea. Antes de que pudiese darse cuenta, antes siquiera de abrir los ojos, el muñeco comenzó a desintegrarse en un gran charco de agua cálida que se bebió la nieve del suelo. Una especie de vaho, de efluvio fugaz, de hálito incontenible, de vaharada ascendente, corro un espíritu volatilizado, subió por los aires hasta que desapareció.
Ella salió corriendo y lloró toda. la noche. A la mañana siguiente se puso el disfraz de insegura y empezó a notar que el mundo se le venía encima.
¿Qué fue de aquella niña/mujer que miraba. y enamoraba, que acariciaba y derretía, que besaba y desintegraba, que se acercaba y desmoronaba los muros más robustos de la apariencia masculina? Unas gotas de perfume en el mar; una voz en el desierto; un recuerdo innecesario; un chirrido malsonante; un buitre en la carroña; un insulto.
TRANSLÚCIDA
Aquella noche descubrió que pese a su apariencia casi traslúcida, casi infantil, no era una niña. Es posible que descubriese también la ternura, la pasión, y la muerte. Descubrió la desesperación, la soledad, la ausencia de la existencia cuando no queda ni la pena ni la nostalgia. Y también descubrió la terquedad del hombre, la insensatez, el riesgo y el valor aunque el premio sea la muerte. Su muñeco de nieve había muerto de amor y ella, que podía haberse negado, conservando la lucidez, respetando las leyes de la vida y de la muerte, le había matado por haberse sometido, por haber sucumbido al placer, o a la conmiseración, o al capricho.
Por haber sucumbido al juego de la seducción en el que, otra vez, había vuelto a perder. Aunque: quizá, pensándolo bien, todo había sido un espejismo, una alucinación sin sentido, un sueno del que se sentía incapaz de determinar si lo había soñado o lo había vivido.
A la mañana siguiente, disfrazada de inseguridad, volvió a la plaza. Había dejado de nevar, el cielo estaba azul y el frío intenso de la noche anterior había desaparecido.
Pero allí, en medio de los árboles y los bancos, rodeado de gentes apresuradas que iban y venían sin saber muy bien por qué, entre voces de mercaderes, cláxones histéricos, ruidos urbanos y viejos sin futuro, allí en la plaza, bajo los rayos tibios del sol, el muñeco de nieve permanecía intacto, rehecho, como si nadie le hubiese tocado e incluso agradeciese el sol.
Tan sólo le faltaba el bigote de madera que, en su lugar, alguien había sustituido por unos trapos de colores que le daban un aspecto de diablillo juguetón.
Ella se acercó despacio, por la espalda, para sorprenderle y jugar. Se acercó más y más hasta casi rozarle la nuca, pero el muñeco ni se inmutó. Por la espalda. escondiéndose para que no la viera, se puso de puntillas y le susurró al oído:
-Tramposo.
Pero el muñeco siguió inerte, insensible, petrificado. Ella se puso junto a él, a su lado, muy cerca, e hizo ademán de posar su mano en su hombro, como amenazándolo. Pero el juego le la seducción se había terminado. Se plantó frente a él, desafiante y malhumorada, pero el bloque helado permaneció inalterable. Su gesto se volvió adusto, le clavó su mirada en sus cuencas vacías y le insultó.
-Eres un cerdo.
Alguien la miró al pasar y ella se ruborizó. Escondió su cara tras la bufanda, adelantó su hombro para protegerse el alma y, desconsolada, contempló con tristeza su enorme cara de hielo.
Se acercó un poco más, mucho más cerca, casi tropezándolo, y le miró fijamente. Allí, en el trozo de hielo que se suponía que era su moflete izquierdo, las huellas de unos labios permanecían sonrientes, como por milagro.
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