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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Los perdedores

Me lo dijo más de una vez, sí -se enderezó en su sillón don Marcos con cierto esfuerzo-. Él estaba seguro de que la pareja existía, es curioso.Casi palpable, como una miel tranquila que se filtrase por los visillos del balcón, la última luz de la Alameda sobre el mar favorecía el ambiente romántico y severo de la sala, la cuidada antigüedad de los cuadros y las marqueterías en caoba de los muebles, la biblioteca, el crucifijo de marfil colgado tras el diván.

- Quizá estaba seguro por alguna razón científica -aventuró el visitante.

Y el anciano se lo pensó un poco:

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-Tendría que ser por eso -repuso-. Pero me parece que no hay ninguna, ningún dato que le permitiera... No, no. Es que don Rafael Quintero se metía en todas estas cosas a su aire. Y cuando dio con...

-¿Cómo era él? -lo interrumpió el visitante-. La persona.

Don Marcos no lo pensó esta vez:

-Un hombre dispuesto, muy simpático -dijo-. Y valía mucho. Tuvo también sus equivocaciones, como las podemos tener todos... en el trabajo, me refiero ahora.

-Pero ahí acertó.

-Acertó tarde. Írsele más de 40 años buscándola, y aparecer cuando ya había muerto...

-Que murió en Tetuán, ¿no es así?

-Sí, en un viaje a Tetuán. Y bien mayor. Como yo ahora, o más. Lo que es que siempre aparentó menos edad de la que tenía, bastante menos. Un hombre muy especial en todo. Y muy alegre. Él, sus toros, el teatro, sus viajitos, sus fiestas... Siempre estaba organizando algo, o alguna reunión en el chalé. Pero sin dejar de mano el trabajo.

ESTRÉPITO

El visitante creyó oír un momento el estrépito de la maquinaria por el solar, despejando entre una polvareda restos de tabiques descoloridos, de capiteles de escayola, de una cocina de carbón de los años veinte, y, sobre el runruneo cercano del tráfico rodado en la avenida, el súbito chirrido de la pala de la excavadora al rozar el mármol y el policromado milenarios. Ahora sabía del todo por qué había ido a ver al viejo historiador, y que lo que en seguida iba a decirle debía decírselo fríamente, incluso medio en juego o como aguando las palabras, aunque para él fueran importantes. Prefirió dar un pequeño rodeo.

-Lo que resulta más raro es que el hombre estuviera seguro de que La Dama andaba por ahí y de que un día iba a hacerse ver. Quién sabe si... tan cerca como la tenía...

Don Marcos pareció no haber oído la oscura sugerencia última.

-Ya veo que también usted le dice eso de La Dama -apuntó con una sonrisa indulgente-. Pero que le parezca más raro lo de... bueno, raro lo es todo. 0 no lo es nada, a los ojos de Dios.¿Es que piensa escribir algo sobre eso?

-No sé si podré -dijo el visitante, y atisbó por el balcón el resol concentrado en dos velas pequeñas junto a la costa fronteriza de la bahía, sobre el metal opaco ya del agua.

- Si va a hacerlo, documéntese -le advirtió el anciano con amabilidad, y luego cambió un poco de tono-. Los novelistas y los poetas fantasean muchas veces más de la cuenta, equivocan a los lectores y a la gente, perdone que se lo diga. La Historia es otra cosa.

En sus palabras finales, notó el visitante, se habían acentuado la ligera indiferencia, quizá cansancio, de don Marcos, y la ambigua inexpresibidad de su mirada como desviada o perdida. Entendió que estaban, de golpe, en un punto clave de la conversación y decidió no entorpecerla replicando, soslayar el albur de ahondar desconfianzas mutuas y prevenciones.

-Creo -se redujo a decir- que cuando se hace literatura de creación con la Historia, basta con no fallar en lo básico y con darle su sitio a la imaginación, que no es la ignorancia.

-Sí... -murmuró el erudito, con una sombra de incredulidad cortés.

-Lo que sé -dijo el visitante- es que no inventaría ni una palabra sobre eso, caso de que me atreva a escribirlo. Podría ser un relato corto, pero, que lo haga o no, ahora es lo de menos. Usted conoció y trató a don Rafael Quintero, me contó su hija Julia, y he venido para que me hable algo de él. Un campeón de la mala suerte, ¿no?-Bueno, bueno, no tanto. Pero si usted lo siente así... Claro que a Quintero le hubiera gustado ver a... yo también lo diré: a La Dama.

-¿Gustado nada más, don Marcos? -casi le reprochó, algo exaltado, el visitante.

-Llámelo como quiera -contestó el anciano en un asomo de impaciencia y, retornando el tema del posible relato, agregó-: ¿Dice que no inventaría nada? Mejor, eso está muy bien.

No perdía un ápice de su corrección, pero parecía de pronto estar hablándole al mequetrefe ocurrente y bullicioso que había sido su interlocutor, tres décadas atrás.

-Ahí sí está bien no inventar -se defendió el visitante-, para qué echarle invenciones a lo que es ya una historia fantástica. No hay más que conocerla, ir al museo y enterarse de que lo es.

MALVA

Con una complacencia extraña cayó en la cuenta de que el museo, cerrado a esa hora, estaba casi a la espalda de la manzana, sólo a dos tramos cortos de calle, y pensó que, aunque menos viva allí, aquella luz malva de la sala también iluminaba en ese momento los ojos abiertos de La Dama y su cara redonda, con facciones como de nena gordita llegada de otros mundos o de enorme muñeca picassiana, las ondulaciones de su cabello marmóreo y el abultamiento tenue de los pechos, los anchos labios que él había besad, a escondidas, con unción y con algo de miedo, un mes después de que la desenterrasen. Recordó el puñal en su mano izquierda y la corona de laurel en la mano izquierda del Hombre de la barba acaracolada tendido junto a ella en el museo desierto, esa figura de la que, muchos años antes, había hablado algún arqueólogo como de una pieza única en Occidente y que, de haberlo sido, ya no lo era porque ahora estaba allí su contemporánea, su pareja, cerca de él para siempre sin que hubiesen podido posarse en ella, siquiera unos ansiosos segundos, los ojos de otro hombre muerto en 1946.

-Una historia fantástica completa -reiteró el visitante.

-"Fantástica" entre comillas -le corrigió con suavidad don Marcos-. Interesante, todo lo que se quiera. Pero, mirándolo bien, no son más que hechos. Hechos y circunstancias explicables.

-Sí que lo son. Salvo la seguridad de don Rafael Quintero en la existencia... o digamos en la presencia de la mujer. Usted tampoco se explica eso -dio el visitante un paso más.

Sin contestar, y apoyándose en los brazos del sillón, el anciano levantó sus llamativas estatura y delgadez, cruzó la sala desgarbadamente, las manos juntas a su espalda, y encendió al otro lado una pantalla de tulipa, inútil aún en la flama del crepúsculo.

-Bueno -admitió al volver-, de eso sí puede decirse que es curioso. Aunque nada más que eso: curioso. La Divina Providencia hace aquello que

Los perdedores

mejor le parece, no sabemos por qué ni cuándo va a hacerlo.Se sentó con disimulado trabajo; el visitante le intuía un empeño, deliberado o espontáneo, en alejar del asunto cualquier cabo mínimamente transgresor de los sucesos comprobados o de la ortodoxia religiosa, y se puso en guardia contra los probables coletazos de su antigua y ya casi superada indisposición hacia don Marcos.

Nunca había frecuentado su trato. Pero 30 años antes, cuando el visitante trabajaba de peón en el muelle pesquero y empezaba a escribir, dos o tres contactos de sus ardentías literarias y de su aturdida vehemencia joven con el racionalismo y la cortesía aséptica, un punto despectiva, que don Marcos y otros señores parecían esgrimir frente a su manera imaginativa y emocional de sentir el mundo, lo había llenado contra ellos de un despecho y un desprecio no silenciados y, en el caso de don Marcos, pese a su fama de buena gente, recrecidos por su talento demasiado circunspecto, su reserva, rayana en una antipática altivez a los ojos del chaval, así como por un educado pero evidente aire de despacharlo cuanto antes, y por sabérsele persona muy dada a misas, cofradías, novenas, la adoración nocturna y las procesiones más solemnes: devotísimo, en fin, de unos ritos y ambientes de los que el aprendiz de escritor no guardaba más que memorias penosas y resentidas, como las de un forzoso dispositivo o cepo de vaciedades, penitencias, tedios, que aburrieron y ensombrecieron muchos de sus primeros años.

Pero, ya de hacía tiempo, aquella animadversión había ido quedando paliada por la lectura de algunos trabajos del hombre alto, laciamente señorial y tal vez más introvertido o tímido que desdeñoso, como al entrar en madurez llegó a sospechar el visitante: una secreta, unilateral mejora de imagen, propiciada también por el decisivo y no esperado apoyo que don Marcos, tan reacio a intervenciones públicas, dispensó en seguida en el diario, como 10 años atrás, a un fogoso artículo del visitante, en defensa de un patio mudéjar amenazado de derribo.

Ahora, por primera vez en casa de él y apuntada ya la cuestión de La Dama y don Rafael Quintero, era el renuevo de otra idea sobre don Marcos, una sola, lo que lo incomodaba y lo extrañaba sin enfado: no podía alcanzársele que un confiado a efusiones y misterios como la Eucaristía o la Trinidad, un creyente acaso capaz de ver a Dios en el puñado de espigas ante el que, de cuando en cuando, pasaban la noche rezando el caballero y sus cofrades, no pareciera en cambio disponer de aperturas, así fuesen estrechas, a otros órdenes de efusiones y misterios menos esquemáticos y más frecuentes: todo aquel depósito lleno de fluidas aceptaciones para los enigmas de la Iglesia, y ni una gota (o así lo dedujo siempre el visitante de las palabras y la actitud de don Marcos) para tanto enigma general e insujetable a dogmas o a razones. Como en su juventud, aunque ahora sin irritarse, seguía el visitante pensando que esa contradicción era aún más fuerte en alguien internado, como don Marcos, en las agujereadas brumas fenicios, las luces del arte púnico y del mundo griego y latino, los informes de Plinio o de Platón, de Estrabón o Avieno y, en fin, las más peculiares y recónditas su estancias de la ciudad a través de la catarata del tiempo, desde aquellos trasfondos de la Edad Antigua hasta los indóciles Goyas de la Santa Cueva o los obedientes pintores locales de comienzos de siglo.Pero todas esas cavilaciones aún podían maldisponer un poco al visitante contra el anciano, así que las rechazó como pudo y regresó a su tema:-¿Estuvo alguna vez en ese chalé, don Marcos? En lo de don Rafael. La Quinta.

-No fui nunca, no. A él lo veía en Bellas Artes, en la Acádemia Hispanoarnericana, en el tenis..., ya sabrá que don Rafael Quintero fue quien se inventó aquí lo del club de tenis. Yo era mucho más joven. Y me trató siempre con deferencia, la verdad.

-Como usted a mí ahora.

-Mejor. Él no me andaba con consejillos.

-Que yo le agradezco. Así que nunca estuvo en La Quinta, ni para alguna de aquellas reuniones... Entonces debía caer lejos, claro, y ahora está en pleno Cádiz. Eso sí: acudiría usted allí en cuanto apareció La Dama.

-Desde luego. Me llamaron y tomé un taxi. Andaban sacándola cuando llegué.

VISILLOS

Fuera era ya casi de noche. Recorría los árboles de la Alameda un viento de levante en ciernes que no llegaba aún a aborregar el mar, y el visitante, sin desatender la conversación, estaba procurando suprimir todo cuanto entreveía de visillos afuera: la balaustrada blanca con sus faroles altos sobre el agua, el fuerte de La Candelaria, las espadañas coloniales del Carmen, todavía distinguibles y como plantadas en la masa oscura de un castaño de Indias; estaba procurando eliminar el presente, y el pasado inmediato, y otros mucho más lejanos, para situarse en el paraje elemental que, 25 siglos antes, habrían visto allí La Dama y el Hombre del museo: la bahía y el cielo violáceos, taludes terrizos, rocas, pocos y desmedrados árboles entre mucha zarza y matojo, el plañido de alguna alimañana menor y, como sola relación con el presente, un piar de pájaros tardíos o unas velas blancas si acaso, y también hacia la otra banda de la costa, semejantes a las que aún divisaba a duras penas.

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Los perdedores

Viene de la página anteriorSin sustraerlo a ese esfuerzo, sino como favoreciéndolo involuntariamente, unas palabras indecisas de don Marcos vinieron a aumentar también la buena predisposición hacia el anciano que ya le había causado la disculpa elegante de los consejillos, aparte de que le resultaban insólitas en él:

-Si se decide a escribir eso... bueno... tendría usted que ponerse un poco en los verdaderos protagonistas. No en Quintero ni en los arqueólogos, sino en ellos, los antiguos. Es decir, en cómo pensaba, cómo sentía la gente de aquel tiempo. Estudiándolo con rigor, por supuesto.

-Gracias, aunque es mucho lo que me está pidiendo. Es lo que habría que hacer, pero me viene muy grande. Ellos me son desconocidos, como marcianos o algo así... ¿Me dejaría pensarlo un momento?

SEMITAS

Volvió a sorprenderle que don Marcos lo hubiera instado a avanzar en el terreno de trabajo inventivo que le era más propio y que esta vez tenía desechado porque, a no ser que se lanzara a mover personajes de cartón piedra o al tipo de narración comercial que no quería ni sabría escribir, ni él ni quizá nadie alcanzaría en 1982, aun conociendo su historia y costumbres, a compenetrarse con las gentes de Tiro, de Sidón, de la Cartago que en dos siglos agobió a Roma. Él nunca había podido intuirlas: estaban, no más, en unos objetos refulgentes, en unos párrafos, en las ilustraciones de una página. Con los hombres de la Grecia mayor, y con los romanos de la República final y del Imperio, todavía sentía posible identificarse un poco sin hacer grandes trampas. Pero aquellos reinos y pueblos semitas, los fundadores de la ciudad, le eran demasiado ajenos y desconcertantes. Nunca encontraría para reflejar sus caracteres un lenguaje adecuado y sincero, ya que tampoco podía entenderlos medio fiablemente, y, al igual que le ocurría con otras comunidades primitivas, no acertaba a compaginar su barbarie con sus refinamientos. Así, y en cuanto a fenicios y cartagineses, le costaba avenir sus sacrificios de niños, los cráneos hundidos de un mazazo, con la delicadeza insigne de la abeja en oro y pedrería exhibida en el museo muy cerca de La Dama y del Hombre; relacionar las quemas hasta de los pájaros de las ciudades asaltadas, con el pueblo autor y usuario de aquellos brazaletes, collares, vasijas, sensibles ajuares para vivir-, y otros para morir; conciliar, entre datos ya más confusos, la atrocidad ritual de los animales interminablemente torturados con los melodiosos cantos corales de las tripulaciones de las naves o de los vendedores en las plazas fenicias y púnicas: cuanto para La Dama y para el Hombre fue vida cotidiana, espectáculo, práctica o noticia tan corrientes como los oscuros cultos a Ptah, a Melkart, a Astarté, en la inicial ciudad de islas divididas por un espacio navegable, entre la bahía y el Atlántico abierto.

Pero estas realidades calientes, y que se le negaban a redacción, no debían ser para el anciano más que una serie de hechos curiosos como él decía, de datos interesantes que sumar al conocimiento histórico, y nunca una materia de comunicación apasionada con el pasado, de virtual ruptura de los siglos, de relación con el tiempo vivo de otros seres y con invariables profundidades de la índole humana: un primer afán del trabajo del visitante, junto al cuido de la escritura, y al que ahora lo alentaba ligeramente el hombre de ciencia.

Sintió, con alivio y gratitud, disminuir su más picante divergencia con el anciano: la de haber llegado a entender sus rígidas motivaciones profesorales, la Historia concebida como una maquinaria, una pura lista de sucesos a conocer y concertar, mientras que sus propias pautas emotivas no parecían haber sido consideradas hasta ese momento por el caballero, quien, como casi todos los bienpensantes personajes de su medio, debía tener al visitante -que recordaba ahora ese otro factor- por un tipo liviano y divertido, con visos de alocamiento, descaro y sonadas flamenquerías, una especie de juerguista simpático a ratos, amante de la ciudad, sin duda, pero con el que andarse con prudencia, y dueño de una mano mafiosa para abrirse un hueco medio aparente en el saco revuelto de la literatura. Sin embargo, las últimas palabras de don Marcos y su buen efecto sobre él parecían ir recomponiéndolo todo ahora, y el visitante arriesgó llegar más lejos, aprovechando esa nueva situación.

-Desde que iba al colegio con su hijo Ignacio, sabía que usted conoce muchas cosas -comenzó halagando- y no voy a pretender yo hacerle ver ninguna de otro modo. Me quedaría conforme con que usted lo esté en que... en que pueden verse o sentirse de otro modo. En 1887, siendo él un chaval, don Rafael Quintero da en Punta de la Vaca con ese sarcófago del Hombre que conmueve al mundo de la arqueología, y goza la victoria de su descubrimiento: normal. Pero no se queda satisfecho, ¿es verdad? Sabe, como le dijo luego a usted, que La Dama también tenía que aparecer. Y sin dinero, arrancando dos pesetas de aquí y dos, de allá, se pasa excavando por media ciudad una parte del resto de su vida. Muere con 79 (he mirado todas las fechas), y 44 años después sale a luz La Dama, justamente en La Quinta, ese chalé más bien pequeño donde él había vivido, y además cerca de la superficie, usted me corrige si me equivoco o invento.

-No, no. Pero a ver dónde va a parar.

-Ya he llegado. Ésa es la historia, o la que yo podría escribir, y no la de los fenicios: la desgracia de alguien que creyó en algo increíble, así por las buenas, que se sacrificó y luchó medio siglo movido por esa fe que no entendía y murió sin verlo, cuando lo tenía debajo de su cama como quien dice. Por cierto, que en el Diccionario Enciclopédico de la provincia vienen 30 líneas sobre don Rafael, pero sin foto. Un hombre así, y que desempeñó tanto cargo, que hizo tantas cosas, y no queda una foto suya. Se fue hace menos de 40 años y queda ya tan lejos como su Dama de 2500, la que buscaba y estaba a su lado y no llegó a ver.

-Todo eso está bien expuesto, aunque ya lo sabíamos -dijo don Marcos.

Parecía volver a sus distanciadoras reservas, pero el visitante prosiguió:

-Usted, hombre religioso, sabe mejor que yo cuánta cosa hay que no pueden explicar la sabiduría ni la lógica, pero que tampoco pueden negarse, yo por lo menos no puedo. Usted encuentra raro y fuera de razón que don Rafael Quintero estuviera seguro de que La Dama existía y, como a todo el mundo, le debió impresionar más o menos que la tuviese tan cerca. Don Marcos: va a llevarse las manos a la cabeza en cuanto le diga que... yo qué sé... como que ella lo avisaba o lo llamaba.

-Hombre, eso ya...

-Un sarcófago grande de mármol, con la cubierta labrada y un esqueleto alhajado dentro, sí. Pero, ¿es todo? ¿Creemos o no en la duración del alma, en el espíritu? En lo sobrenatu... ¡vaya!, parezco el beato Diego o algo así, qué sermonazo.

-Creo que se ha desviado mucho del tema -adelantó una mano don Marcos llamándolo a contención.

TIEMPO

Y el visitante acusó recibo del gesto y de las palabras, aunque dijo:

-Disculpe que ahora me desvíe todavía más, es que me estoy acordando de algo que no tiene que ver con él espacio sino con el tiempo, pero... bueno, perdóneme todo este discurso o atropello. Es una cosa de Borges, el argentino.

-Sé que está en alza y no he leído casi nada suyo. Unos ensayos, me parece -declaró don Marcos- Siga, siga.-Él habla de un bergantín noruego que vio de chico en Buenos Aires, y se extraña o se asombra de que recordemos con pelos y señales algo que sucedió 70 años antes, mientras que no podemos ni entrever lo que va a suceder o lo que vamos a pensar dentro de un minuto, por calculable que sea.

El anciano semejaba otra vez distraído, o un poco fatigado ya, pero el visitante sabía que estaba oyéndolo con atención y concluyó:

-En La Dama enterrada bajo su casa y que tanto buscó don Rafael, hay aIgo... no sé cómo decirlo... hay también una inminencia insospechable como la de ese minuto que está al caer, algo secreto pero inmediato. En lo de don Rafael y La Dama, quizá demasiado inmediato como para que él se barruntara que existía y siguiera buscándola.

Pensó otra vez en el ensañamiento del Destino con el hombre del chalé y con su larga y burlada tenacidad. Se lo imaginó poniendo cien veces los pies o las manos a unos palmos del objeto de su fe y de su deseó; volviendo cansado, director ya de Bellas Artes y después del fracaso de otra nueva excavación, a descansar sobre el único sitio donde hubiera tenido que hacerla; recibiendo de algún modo en la cama, entre los calores de agosto o los chaparrones de noviembre y el constante hálito del mar, las quietas vibraciones del segundo sarcófago, la proximidad poderosa de la mujer descarnada con los rasgos de muñeca y los ojos de mármol muy abiertos, su callado llamamiento como el de un animal vagando por la tierra y la noche, desazonándolo, convenciéndolo, acostumbrándolo por fin a esa inquietud indescifrable (los nervios, pensaría él), pero nunca a la renuncia a encontrarla. Dio como posible que incluso la vislumbrara durante algún sueño, sin detalles, o con formas cambiantes, o con una cara fija pero distinta a la que esculpieron artesanos locales en la tapa de su sepulcro.

-¿Tomaría conmigo una copa de oloroso? -rompió don Marcos la larga callazón-. Es mi hora de hacerlo y éste es bueno. Me lo mandan de Jerez.

-Sí que se lo voy a agradecer.

Sin volverse apenas y como recobrando su aire de distraída indiferencia, el anciano alcanzó de una mesita auxiliar un frasco de cristal tallado y dos vasos pequeños que llenó despacio. Le alargó uno al visitante.

-El bergantín noruego y La Dama -musitó después de un breve sorbo-. Pobre don Rafael Quintero. No crea usted que echo en saco roto bastante de lo que me ha dicho -agregó bondadosamente-. Y, vaya, por lo que he leído de usted, creo que podrá escribir algo que esté bien, si Dios quiere. Ya no voy a recomendarle que tenga cuidado con la Historia, ya sé que no irá por ahí. Cuide, entonces, las conclusiones.

-¿Conclusiones? Si es que consigo escribir eso, no creo que vaya a sacar ninguna.

-Quería decir el sentido último de su escrito. Por ejemplo, yo... yo no me mostraría demasiado compasivo con Quintero. Eso podría quitarle fuerza al texto y, sobre todo, tampoco es para tanto..., él disfrutó mucho y, si nos fijamos en lo de La Dama, ¿quién no es por fin Rafael Quintero? Antes o después, todos perdemos o no vemos algo que teníamos al lado y que buscamos o quisimos toda la vida.

El visitante se esperó una disertación moralista corta o larga y, mientras saboreaba el jerez, resolvió entretenerla figurándose el majestuoso prestigio que la soledad y la noche prestarían en ese momento a los sarcófagos. Luego ojeó por el balcón el guiño de los faros y el parpadeo menudo de las luces en la bahía a oscuras; crecido ya, el levante revolvía las hojas de los árboles, rizaba la marea y comenzaba a cimbrear la araucaria grande al fondo de la Alameda.

La plática moralista no llegó, sin embargo.

-Hay que reconocer -dijo el anciano sin desclavar los ojos de la alfombra- que los poetas dan a veces con lados singulares de la realidad y que, a su manera, son ciertos. No esperaba que hablase usted como lo ha hecho, pero siento no estar de acuerdo en bastantes cosas. Cada cual tiene sus verdades, claro.

FAMILIA

El visitante apuró su vino antes de levantarse.

-Yo respeto las suyas -dijo.

-De eso no estoy ya tan seguro -sonrió don Marcos-. Usted... usted está muy de lleno en la vida, lo sé. Y no es solamente por la edad. Yo era un muchacho y él era ya mayor, pero Rafael Quintero también estuvo muy en la vida, también. Lo mío... bueno, lo mío ha sido la familia. Y los libros, la iglesia... Eso es mucho, pero... -lo dijo como si se le escapara, con un eco hondo y pesaroso, para volver en seguida a su tono de siempre-: ¿No lo vi a usted el domingo a la salida de misa de doce, en San Francisco?

-Sí -contestó el visitante-. Es que me había citado en la plaza a esa hora con una amiga.

-Ah, ya -dijo don Marcos entre defraudado e indiferente.

Y se levantó para despedirlo, rehusando su insistencia en que no se molestara.

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