Partida de caza
Ellos nunca podrían haber reconocido en aquel enemigo de extraña y mítica crueldad al más cotidiano y fiel testigo de sus enfrentamientos.. Él los contemplaba a sus anchas. Tranquilo, satisfecho, meloso, movía ligero el cuello y asomaba la punta retozona de su lengua para lamerse aquí y allá el lomo escueto y perezoso.
Su actitud, su complaciente reposo, nada decían de su difícil infancia; antes bien, su voluptuoso abandono, su molicie, lo delataban como un gran conservador.
Y, sin embargo, él era un rescatado de la muerte húmeda, un Moisés de cloaca, el único superviviente de su caterva de hermanos. Sin conocer las claridades del sol y de la vida, ya había sido entregado al fragor y a los hedores de la muerte. Sus hermanos habían desaparecido, uno a uno. El agua negra, que caía por la boca del colector, borbotaba en circunferencias de apestosa espuma y formaba un embudo hosco y voraz que succionaba los cuerpos con rapidez inaudita. Sus hermanos habían sido engullidos en medio de estruendosas ingurgitaciones, sin que sus débiles maullidos aterrados, sumidos por el sonido de las aguas, llegasen a traspasar el aire, quedándose en un gesto de boca abierta, el gesto de la impotencia de sus vidas.
Pero todo lo había olvidado, tal el señorón que al fin puede posar su muelle envergadura sobre las largamente anheladas dulzuras de la existencia. Todo lo había olvidado, aunque jamás aquellas imágenes y sonidos hubieran podido desprenderse de su mente.
REMOLINO
Su existencia se había aferrado al frágil recipiente que con giros vertiginosos e inciertos le alejaba del feroz remolino. A su alrededor, el líquido negro estallaba Y se levantaba por los aires, muy por encima de su cabeza, y cuando algún canto sesgado golpeaba el cuerpo de la lata, la hacía girar por encima de las olas, zozobrante y temblorosa.
Ella, que hacía cola con otras mujeres para recoger agua de la fuente, lo había salvado. Primero ahuyentó al niño que lo perseguía, luego lo tomó en su mano, lo metió en el bolsillo de la faltriquera y se lo llevó con ella. Se lo llevó a su casa: "Misimisibonito", le decía. Y cuando él lo oía: Misimisibonito, las imágenes aparecían. Ella era la salvación y el amor. Sus abrazos se lograron en el mar de orines de los suelos de ella, a lo largo de muchos escalones que ella humedecía y hacía brillar, mientras él lamía el olor querido y seguía dócil la caricia de sus faldas y de sus movimientos.
Todo eso estaba en su mente, y era él. Pero el paso del tiempo había añadido algo más: el brillo multicolor de los cristales de la albardilla de la tapia, la tibia corteza de los frutales que sombreaban los dos patios, el ancho horizonte que se abría tras las tapias donde se producía el más amplio movimiento del mundo.
Y es que quizá ya había llegado a su cenit. Sin ambiciones que le hostigasen, ninguna añoranza despojaba su satisfacción. El conocimiento de su espacio y la complacencia habían atemperado su celeridad y sobre la tapia se entretenía recibiendo la caricia del sol, mientras un día y otro los contemplaba ancharnente.
Fue tan de repente que cuando ocurrió ya era irremediable. Había brincado hasta el suelo, un salto blando y despacioso; allí incluso se había desperezado estirando los miembros y abriendo la boca, cuando, de sopetón, una fuerza tremenda cayó sobre su costado y ya no pudo levantarse.
-¡Le he dado! -gritó jubiloso Kadul dientazos- ¡Le he quitado una vida!
Torroto se acercó cauteloso, tomó entre sus manos un cascote y desde lejos lo tiró sobre el cuerpo del gato.
-¡Dos! ¡Dos! ¡Yo le he quitado la segunda vida! ¡Yo se la he quitado!
MORRILLO
Látigo Negro seleccionó de entre los cascotes un morrillo de buen tamaño y lo arrojó sobre el gato.
-¡Tres, ya van tres! -gritó con torva excitación-; ¡ahora sólo le quedan, cuatro!
El proyectil había roto en dos la cadera del pequeño animal, que abría la boca como para expulsar el dolor.
-No se muere el maldito- dijo Kadul.
-Jole, ¿es verdad que tienen siete vidas? -preguntó Cabe, compungido.
-Pues claro, no ves cómo no se muere. Anda, vete, tú, quítale una.
-¡No vayas, Cabe, no vayas! ¡No tiene siete vidas! -avisó Mantecas.
Cabe se acercó con aprensión y lanzó sobre el gato un pedrusco blanco y polvoriento.
-¡Ahora sólo le quedan tres! -exclamó sin aliento.
Nuevos proyectiles cayeron sobre el cuerpo del gato, pie' dras, morrillos, cascotes, ladrillos. Y Jole dijo:
-¡Ahora sólo le quedan dos!
Y el Gran Catón dijo:
-¡Ahora sólo le queda unal
Y Látigo dijo:
-¡Ahora, ninguna!
Se acercaron los niños con miedo hacia el montón de escombros. Y gritaron aterrorizados:
-¡No se ha muerto! ¡No se ha muerto!
La cabeza. del gato emergía de entre el polvo con la boca desmesuradamente abierta, ligados sus dientes por hilos de sangre. Miraba a los niños, incapaz de convertir en feroces sus desfallecidos maullidos.
Kadul, enorme, hinchado, puro nervio guerrero, perfecta acción agresiva, fábrica de moral para sus compañeros, levan
Partida de caza
tó con esfuerzo lo que debía ser un trozo de bordillo de acera y lo dejó caer sobre la diminuta cabeza.En la mente aplastada del gato se encendió por un instante la primera luz de su vida: vio la mano del niño que hundió a sus hermanos en el desagüe del colector, la que lo puso a él en la lata vacía. Y ya no vio más.
Otra lluvia de piedras y cascotes cayó sobre el gato hasta dejarlo enterrado. De entre el polvo y la tierra brotó, sin embargo, una pata negra que, poco a poco, como un vegetal, se levantó hacia el grupo... Todos retrocedieron.
A sus espaldas creció un clamor de escándalo y desgracia. Una enlutada mujer se esforzaba en desplazar su cuerpo hacia ellos con ademanes trágicos.
-¡Es Maruja, la portera! -gritó Jole-. ¡Era el gato de Maruja, la portera-!
La mujer-, con descomunal esfuerzo, desproporcionado a la pobre rapidez de su aproximación, movía penosamente sus gruesas piernas, inundada de sudores y suspiros.Dios mío, me lo han m atado! ¡Ay, Jesús!, ¡me han matado a mi Misimisibonito! -decía.
El tropel de niños huyó hacia las zonas más alejadas, donde se inicialba el asfalto. Cabe y Mantecas, los pequeños, sobrecogidos y vacilantes, no se inovieron.
-Era mentira -dijo. Cabe- Era mentira. Al principio sólo estaba herido. Ha muerto cuando Kadul le ha aplastado la cabeza.
-Te lo he dicho; no digas ahora que no lo sabías.
-No lo sabía, te lo juro. Yo quería quitarle seis vidas y dejarle sólo una.
Los pelos grises de la mujer formaban un desesperado nimbo sobre su nuca y sus sienes. La pobre mujer se tapaba la boca con sus manos trémulas y blancas y no se decidía a enfrentarse a la verdad de los sangrientos despojos. Como si se le hubiese extraviado el sentido, tiraba de la negra pata hacia arriba hasta que asomó la destrozada cabeza.
-¡Ah, qué voy a hacer, qué voy a hacer! -gritó, de hinojos sobre el suelo.
Cabe y Mantecas contemplaban la escena petrificados, arrepentidos de no haber huido con los demás, atrapados en una paralizadora congoja.
DESESPERACIÓN
La cara de la mujer, blanca y húmeda, se había hinchado, rebosante de desesperación. El ,colgar blando de su piel y la ausencia de color evidenciaban la larga compañía de la enferme,dad. Y la incontinencia fue su último homenaje: sus orines bajaron por las medidas negras, buscando una salida más a su llanto, abrazándose a la sangre de su gato.
Látigo se mofó, atrincherado en la lejana esquina.
-¡Meona, meona; Maruja, la meona!
Y Mantecas y Cabe también echaron a correr.
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