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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El caso de la muerta viva

NINGÚN FOLLETINISTA se atrevería a escribir una narración como aquella a la que daría pie el extraordinario caso de las dos Marías -de las Nieves una, del Amor la otra-, muerta la primera y reemplazada por la segunda contra la voluntad de ésta. Esa historia, desde el punto de vista del realismo cotidiano, no tendría verosimilitud ninguna. Y el hecho de que haya sucedido en la vida real, en la localidad andaluza de Camas, no le añade esa verosimilitud que ha adquirido gracias a la contundencia absurda de los hechos.Para hacer una novela así es preciso un escritor malo. Para que esa aventura suceda en la vida real es preciso que un cierto número de personas hagan mal su oficio: se les pueden exigir responsabilidades. Puede ocurrir que una alucinación suscitada por el dolor llegue a confundir a unos padres y a unos hermanos capaces de aferrarse, contra toda evidencia, a que la superviviente es su hija y su hermana. Puede extenderse esta fantasía al novio, pero que llegue a convencer a los amigos de la casa y al vecindario es un asunto tan misterioso que no se acaba de explicar por los vendajes y las cicatrices que, de todas formas, ya hacía algun tiempo que habían dejado de ocultar la figura de la supuesta María de las Nieves.

Pero este cúmulo de desatinos ocurridos en torno a esta misteriosa historia se hace especialmente grave y preocupante cuando se tropieza con los profesionales a los que se estima, en buena lógica, como responsables de la confusión. Hay un juez que no verifica la identidad de un cadáver que presentaba, por lo menos, las huellas dactilares intactas, además de otros rasgos, y que no cumple el requisito obligatorio del reconocimiento de la víctima por sus familiares directos y se limita a dar por buena la documentación del bolsillo de la víctima, que ya había sido confundida por la policía que interviene en el primer momento. Hay, además, un forense que aparentemente tampoco contribuyó a que se esclareciera la identidad de las víctimas. Y, finalmente, hay un psiquiatra que parece alucinarse a su vez y cree encontrarse ante un bello caso crítico de doble personalidad, y asume en este final de historia el papel del novelista: fantasea. No cree a la paciente que le asegura que ella no es quien los demás dicen que es, estudia cuidadosamente el mecanismo mental de la desventurada, que, de tal forma, ha asumido el papel de la muerta, que describe cosas que no debería conocer.

Todo esto desborda la mala pero real novela, la desnuda de su anécdota inverosímil y deja patente que, si esto ha ocurrido, es porque puede ocurrir: es decir, que hay policías, jueces, forenses, médicos, psiquiatras que no cumplen con su obligación, sea por descuido o -como el caso del psiquiatra- por un exceso de celo. Lo cual quiere decir que si éste es un asunto llamativo y espectacular, puede haber otros muchos parecidos que no se sepan nunca porque no tienen ese carácter. Errores de interpretación, errores de datos, errores de diagnóstico, errores de identificación.

La doble denuncia de las dos familias está justificada. Los que se han encontrado con que su hija estaba muerta, a la Seguridad Social, por sus médicos; los que la han hallado, contra quienes no permitieron que ella misma pudiese adoptar su verdadera personalidad. Esperemos que en el desarrollo de la investigación correspondiente no se siga cultivando como hasta ahora el descuido y el error.

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