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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Acosos

SEGÚN UN estudio del que se da noticia en EL PAÍS del día 27 de julio, el 84% de las mujeres trabajadoras sufre algún tipo de acoso sexual por parte de sus compañeros. Al parecer, el hostigamiento viene a producirse en diversos niveles que van desde el simple piropo al acorralamiento y la invitación explícita. La mayoría de las encuestadas afirma desconocer la existencia de una normativa legal que las proteja. Pero dicha normativa, por cierto, sólo podría referirse al apartado 52 del artículo 585, del título 32 del Código Penal, denominado De las faltas contra las personas, cuya infracción se castiga con pena de arresto menor, de 1 a 5 días, o multa.Los niveles que describe la encuesta, proporcionales a la intensidad de la agresión, no ocultan en ningún caso el hecho de que lo que se sufre es sencillamente una vejación, profesional y personal a la vez. Se las agrede como mujeres y mientras desempeñan sus funciones laborales. Si a ello se añade que la mayor parte de las trabajadoras consultadas se sienten discriminadas desde el punto de vista profesional, obtendremos un marco donde el rechazo y la agresión componen una situación difícilmente deseable.

Lo primero que cabe deducir de semejante panorama es que la inclusión de la mujer en el mundo del trabajo no se ha realizado todavía de forma satisfactoria. Ni han rebasado aún la consideración de operarios de segunda clase, ni sus compañeros parecen decididos a que las cosas sean de otra manera. Bajo la máscara tradicional del machismo hispano lo que se esconde en realidad es un instrumento segregador que permite hacer tabla rasa de ciertas condiciones, sean sexuales, raciales o simplemente de tribu. Las mujeres, en ese sentido, no son ni mejor ni peor tratadas que los turcos en Alemania o que los emigrantes africanos en los campos del Maresme. Hay, sin embargo, dos diferencias: una formal y la otra de fondo. La formal se refiere exclusivamente al aspecto exterior de la conducta discriminatoria. Al lenguaje, de índole sexual, adoptado para delimitar los respectivos papeles de poder y sometimiento. La de fondo es una diferencia más radical y afecta a una zona de la identidad especialmente resguardada por el individuo.

Los pellizcos, los rozamientos y los piropos -ese abuso muchas veces peor que cualquier intento explícito- atacan y niegan la intimidad que pertenece al propio cuerpo y en la que recae gran parte de la dignidad individual. Es realmente patético, además de una prueba de miseria colectiva, el que esas maneras de abordar al sexo opuesto estén respaldadas por una convención que las hace objeto de broma y hasta de saber galante. Sólo con dificultad y con mucho cinismo puede defenderse un tipo de conducta que, como puede comprobarse cada vez que llega el caso, esconde un deseo de violencia contrario a la poesía con que habitualmente se justifica.

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No basta con hacer un llamamiento a la solidaridad de los compañeros de trabajo de sexo diferente. Debería exigirse, puesto que la normativa legal es genérica y de acceso siempre dificultoso, la inclusión de este tipo de faltas en el Estatuto de los Trabajadores con el objeto de que las infracciones pudieran ser castigadas dentro del marco laboral en que se cometen. Dicha medida tendría la ventaja de exponer claramente que esta clase de agresiones se realizan contra trabajadores a los que se conculcan derechos elementales. No hay motivo para que las mujeres tengan que seguir pagando por el solo hecho de querer pertenecer al mundo en las mismas condiciones que los demás.

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