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La lección magistral de fin de curso del 'seny' catalán

El comité ejecutivo y la junta directiva de la CEOE han respaldado, según lo que en su día trajo la Prensa, "la actitud del empresariado catalán, que pide la adopción urgente de todas aquellas medidas que desde la legalidad democrática puedan adoptarse contra la barbarie terrorista". Así es como decía, al menos, la cita literal, que venía, tal como la transcribo, entre comillas. A lo cual hay que objetar, por una parte, que el impresentable manifiesto del empresariado catalán no hacía referencia alguna a la "legalidad democrática" y, por otra, que a estas alturas bien cabe preguntarse si los límites máximos de esa legalidad no han sido ya alcanzados, o acaso incluso rebasados, por las prácticas vigentes.Por poner el ejemplo más vidrioso, la idea de que en España se siga usando la tortura -palabra cuya obscena desnudez el manifiesto encubre pudorosamente con la eufemística túnica de la expresión determinados medios-, aunque no sea una verdad legal, y comporte, por tanto, jurídicamente una calumnia contra los cuerpos y fuerzas de orden público, sí que parece que esa pesar de ello, una convicción íntima de una gran par te del público civil, cualquiera que pueda ser la proporción entre quienes lo aprueban y quienes lo reprueban. Los datos indiciarios a partir de los cuales se incoa, se cimenta y se mantiene tan suspicaz convicción íntima del público son justamente los que, de manera torpe, tratan de evitarla, o sea, la obstrucción casi sistemática de los cuerpos y fuerzas de orden público frente a cualquier inquisición por parte de instancias "ajenas a la empresa", la ensoberbecida y cerrada autodefensa corporativa de tales institutos, junto con el refuerzo de la autoridad extraordinariamente privilegiada que se otorga, a los testimonios de esas mismas partes acusadas con respecto a actuaciones presuntamente delictivas de sus propios miembros, frente a la casi nula autoridad, cuando no la sospecha de malevolencia o hasta la acusación de calumnia, con que son recibidos los testimonios exteriores. (No hace mucho que, con otras palabras, he dicho esto último, pero como las actitudes no sólo persisten, sino que parecen tomar cada vez más atrevimiento y adquirir cada vez mayor popularidad, no hay más remedio que remachar sobre ellas).

Pero, sobre la base del principio democrático de la presunción de inocencia, los cuerpos y fuerzas de orden público pueden seguir siendo jurídicamente inocentes hasta la eternidad, en tanto se mantengan mejor o peor atrancados los conductos para la mera posibilidad de que en tales o cuales casos dados llegase a demostrarse lo contrario. Tal discordancia entre convicción íntima y verdad oficial es un rasgo característico del milenario sistema de los arcana imperii, que, escudándose aquí abusivamente tras el principio de la presunción de inocencia, sigue campando hoy por sus respetos en regímenes políticos que no dejan de cacarear constantemente sobre la "transparencia democrática".

El que la CEOE haya dicho "desde la legalidad democrática", en relación con las medidas exigidas en el panfleto del empresariado catalán, no me parece, por tanto, que pueda referirse más que al punto en que éste descarta la necesidad de restablecer la pena de muerte contra los terroristas. Pero basta leer tres líneas más abajo, donde literalmente dice: "Al terrorismo sólo se le combate con su misma dialéctica expeditiva", para conjeturar, sospechar o adivinar cómo, en efecto, la pena de muerte sería innecesaria si se emplease contra los terroristas su propia dialéctica expeditiva, pues no imagino que con ello se pueda, en última instancia, remitir, al menos inconscientemente, a otro expediente que no sea el de que las propias fuerzas de orden público se encarguen de ejecutar en el acto y sin más contemplaciones a cuantos terroristas consigan sorprender o capturar.

Esta tal vez injustamente supuesta arrière-pensée del manifiesto empresarial podría ser puesta en relación con el hecho de que en el mismo texto aparezca por dos veces la expresión "lucha sin cuartel", si ello no tropezase con la dificultad de suponerle a la flora -por no decir la fauna- del empresariado catalán el improbable grado de mediana instrucción que comporta saber que "sin cuartel" quiere decir sin guardar prisioneros, esto es, fusilando in situ a los enemigos prendidos en el campo de batalla, como en la guerra que Bolívar declaró a los españoles o en la que Zumalacárregui les hizo a los Cristinos. Pero sería, sin duda, por mi parte, obstinación en pecar de malpensado, empecinamiento en la mala voluntad, atribuirles a los autores del panfleto tan siquiera ese nivel mediocre de cultura general, con el solo propósito perverso de poder, a través de tal maña, interpretarles en el sentido específicamente más avieso el duplicado empleo, en el manifiesto, de la fórmula "lucha sin cuartel".

El manifiesto en cuestión tampoco se recata en incurrir, por enésima vez, en el empleo del estereotipo verbal de que la hora de las palabras se ha acabado y ha llegado la hora de los hechos. Los que echan mano de esta oposición parecen saborearla con la lengua, como si al decir "los hechos" sintiesen ya estar haciendo algo más que proferir, simplemente, otra palabra, y en detrimento, por cierto, de la aguda admonición de aquel hermoso refrán sefardí que reza de este modo: "Con dizir flama non se quema la boca".

Por mi parte, cada vez que oigo una vez más este manido comodín de las palabras y los hechos me represento al inolvidable Oliver Hardy en aquella su inimitable frase mímica de llevarse una y otra mano a las respectivas bocamangas contrarías de la chaqueta, en puro apunte del gesto de quien se remanga, como invocando la más genérica e indeterminada imagen de la acción, cual si ese solo simulacro de inminencia tuviese por sí mismo la mágica virtud de concitarla y plasmarla en la precisa concreción particular idónea al caso dado. Pero, volviendo al nuestro, basta considerar en qué extrema medida nos vemos zarandeados por el infatigable alternarse de los hechos (hasta el punto de que uno tiende a pensar que si la situación peca de algo, será más bien de falta de palabras), para que se abra paso la sospecha de que lo que estos cacareos sobre hechos y palabras expresan en verdad es el deseo -sin duda más o menos inconsciente-, no ya de que empiece la hora de los hechos, sino de que se acabe

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La lección magistral de fin de curso del 'seny' catalán

Viene de la página anteriorla de las palabras. Al menos yo no puedo sustraerme a la impresión de que el hecho principal que implícitamente viene a propugnarse, y aun tal vez el mandato que subliminarmente se intenta transmitir, no parece ser otro que el silencio. Fingen que piden hechos, cuando, en verdad, tan sólo quieren llenarse la boca con el sabor de la palabra "hechos", siendo el silencio el único hecho que realmente exigen.

Contra solas palabras, en efecto, dan muestra de resolverse los tres siguientes pasajes del panfleto empresarial:

1. "La redefinición de una conciencia cívica que impida manipulaciones ante la aplicación de determinados medios, o un uso abusivo y pretextual de los derechos humanos".

2. "Se falsea el discurso en los políticos a la hora de defender los intereses del pueblo con una fraseología barata y estereotipada".

3. "Se intimida a las fuerzas del orden con una apelación sistemática y esterilizante a los derechos humanos, en tanto se debilita la respuesta frente a quienes rompen la convivencia democrática y pacífica. Tal hipocresía, tal doblez, tal lenguaje, deben desaparecer...".

La propia desmesura totalmente irreal o inverosímil que, a tenor de estas citas, se atribuye al poder de las palabras en sus "manipulaciones ante la aplicación de determinados medios", en su "uso abusivo y pretextual de los derechos humanos", en su capacidad para "intimidar a las fuerzas del orden" (¡Intimidar, Dios santo! ¡Intimidar las palabras a las fuerzas!), para "esterilizar" sus actuaciones o, finalmente, para "debilitar la respuesta (respuesta de obra, por lo que del contexto se puede colegir) frente a quienes rompen la convivencia democrática y pacífica", tal desmesura, digo, recuerda los característicos efectos de distorsión mental que, en las conciencias paranoides, alteran, agigantándola, la magnitud proporcional de los objetos y los contenidos que guardan relación con el motivo delirante. El paranoide agiganta el poder de las palabras por las que, apenas con que sean mínimamente idóneas para cualquier reajuste de intenciones capaz de hacerlas concertar con su delirio, cree poder darse por interpelado y atacado, logrando recibirlas en la cara, como un golpe, como una acusación. La plena aprobación que íntimamente puedan merecerle determinados medios le hace sentirse automáticamente subrogado en quienes los aplican y, por ende, directa y personalmente alcanzado por cuanto a ellos alcance.

Así como a quienes caen en el insomnio de sentirse malquistos por el prójimo todos los ruidos de la noche acaban por sonarles sospechosos, así también quien adolece de otras afines ansiedades paranoides puede llegar a representarse la palabra en cuanto tal como una cosa por sí misma innoble, oblicua, tendenciosa, artera, dotada de poderes sinuosos, por su mera capacidad de ser equívoca y falaz, en agudo contraste con los siempre nobles, contundentes hechos, por esencia incapaces de mentir. A tenor de lo cual, los hechos, por la propia nobleza de su univocidad, se verían, de manera inevitable, inermes e indefensos frente a cuantas insidias urden constantemente contra ellos las palabras. Pero la circunstancia de tener permanentemente abiertas sus puertas al equívoco, a la ambigüedad, a la tergiversación o a la mentira no puede concebirse como una innecesaria servidumbre que sería deseable, ni aun siquiera posible, eliminar de la circulación social de la palabra -siempre que tal circulación se entienda, sin restricción alguna, en su sentido correcto y exigente de comercio público total-, por cuanto tal pretendida servidumbrer es un factor inherente a la propia condición de posibilidad de la verdad. Quiero decir que quien -valga la hipótesis- hallase el modo de hacer imposible la falacia, haría a la vez, y con el mismo golpe, inaccesible la veracidad, puesto que una palabra sólo se da a valer por verdadera y a conocer por tal en el virtual contraste especular de copresencia con su correlativa falsedad. Con esto último parece concordar el que los temperamentales y pugnaces adalides de los hechos no se limiten nunca a decir, por lo menos, "¡Basta de mentiras!", sino que siempre se extiendan a gritar ¡"Basta de palabras"! Sólo el silencio, en efecto, parece la receta adecuada y suficiente para la profilaxis preventiva que requiere el imperativo absolutista de los hechos, ya que la vulnerable credibilidad de las palabras surgidas de una consciente intencionalidad falaz nunca dará ocasión para tan fuerte turbación del ánimo como la buena fe de las que nacen bajo el propósito de la veracidad, a cuya recta intención la hipersensibilizada paranoia de los mencionados adalides se empeñará en atribuir, cuando no algo más turbio, sí, por lo menos, una eficaz complicidad objetiva -como diría un marxista- con la acción del enemigo, esto es, en nuestro caso, con la sanguinaria actuación del terrorismo. (Por ejemplo, en el Abc del 3 de julio de 1987 -editorial titulado Problema nacional- puede leerse: "Sin embargo, hemos leído comentarios de los que únicamente cabe deducir una irritación contra los empresarios que conduce sin remedio a una solapada devaluación de la sangrienta criminalidad terrorista". ¿De modo que quien se irrita con quienes proponen el empleo de la "misma dialéctica expeditiva" por la que, precisamente, la palabra terrorista se ha hecho acreedora de la connotación de nombre infame estaría infravalorado solapadamente el carácter criminal de esa dialéctica?). El mandato tendrá que ser, por consiguiente, el de que se quiten de enmedio todas las palabras, para dejar silencioso y expedito el camino de los hechos, a fin de poder seguir aplicando determinados medios, sin el incordio de una sola voz, sin tan siquiera el susurro de un mal pero, a fin de poder llevar hasta el extremo de la contundencia esa dialéctica expeditiva que, copiada de los propios terroristas, ha logrado ganarse, ante el acreditado seny catalán, la reputación de un único medio idóneo para combatirlo. En una palabra, el único hecho que, a juzgar por su propio manifiesto, el empresariado de Fomento parece verdaderamente demandar y hasta exigir no es sino que se nos ponga de una vez una mordaza a los perros que ladramos, para poder quitarles, sin un ruido, el último bozal a los que muerden.

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