Sanidad pública: ¿cuál es el objetivo?
Demasiados intereses creados, vicios y negligencias auguraban, en noviembre de 1982, que no sería fácil realizar la reforma sanitaria. La profesión médica tiene una parte de responsabilidad en ello, pero, según el autor de este artículo, esa profesión ha cargado con más cruces de las que razonablemente le correspondían.
No podía ser fácil, en el otoño de 1982, iniciar la reforma de la sanidad en nuestro país. Demasiados intereses creados, negligencias y vicios, muchos de ellos estructurales, se habían incorporado a ella como para desprenderlos de la noche a la mañana. Y debemos aceptar que la heterogénea profesión médica poseía una parte de responsabilidad nada desdeñable en esos aspectos negativos. En general mal dirigida y mucho peor representada por unos sólo ornamentales colegios, poseía todas las cualidades, defectos y carencias que derivan de un largo período de silencio desprovisto de autocrítica. Sin embargo, pensamos que dicha profesión hubo de cargar con más cruces de las que razonablemente le correspondían. Conociendo la existencia de intereses sólo mercantiles en un significativo número de profesionales, pensamos que es un error extender a todo el colectivo las cualidades de codicia, abyecto corporativismo o afán de búsqueda de innobles privilegios. Por el contrario, es muy probable que una gran mayoría de los médicos que realiza su labor en los hospitales de la sanidad pública se incorporara a éstos deseando hacer una medicina no empírica ni sacerdotal, sino lo más científica y eficaz posible; no buscando un soñoliento cobijo bajo adocenados mandarines, sino reconociendo con gusto la jerarquía de la inteligencia y de la labor rectamente realizada; no pretendiendo impunidades, glorias ni idolatrías, pero sí necesitando algo tan básico como el respeto; no ambicionando ¡limitadas prebendas, sino simplemente una remuneración acorde con la actividad desarrollada y la responsabilidad inherente a ella. Y esos objetivos eran y son compartidos por un buen número de profesionales de la asistencia primaria.Por otra parte, pocos factores son socialmente tan esterilizadores como la confusión crónica, el innecesario y torpe alargamiento de las transiciones, la ramplonería en los comportamientos públicos y la desconfianza en las instituciones. Y es muy probable que todos esos elementos estén coincidiendo ahora en la sanidad pública. -Es evidente, no -obstante, que la modernización o racionalización del país sólo podía ser llevada a cabo por la izquierda posible, toda vez que la derecha, con el reloj parado hace 50 años y sin siquiera atisbar su necesidad, difícilmente podía afrontarla.
Cambio necesario
Pero si en el otoño de 1982 no podía ser fácil iniciar el necesario cambio en la sanidad, muy probablemente también sea difícil hacerlo peor. En primer lugar, la reforma de la asistencia primaria se fundamenta sobre bases nada sólidas. Así, cuando parecería que ya está todo inventado en modelos sanitarios, aquí se alumbra un híbrido anglo-caribeño que pretendería conjugar algo parecido al Servicio Nacional de Salud británico con el modelo cubano, tan elogiado por la OMS.
Se olvidan demasiadas cosas, y la hermosa idea de "potenciar la medicina preventiva y la salud pública" pasa a ser un obsesivo y casi único objetivo que se enfoca pretendiendo ignorar la patología y lo complejo del diagnóstico y la terapéutica.
Nadie ignora la influencia del entorno en la incidencia de las patologías y que dentro de un mal ambiente no sólo se enferma más, sino que se enferma peor. Pero pensar que desde el ámbito sanitario se puede cambiar significativarnente ese ambiente es una ingenuidad. De ahí que la hipertrofía de conceptos sociológicos, filosóficos y etéreos, sin haber resuelto antes las grandes deficiencias organizativas, técnicas y materiales, sólo puede conducir a una confusión aún mayor que la actual. Si a eso se añade una chapucera improvisación a la hora de organizar los centros de salud, que lleva a inaugurarlos mucho antes de que se los dote, y una actitud ramplona y doctrinaría en los organizadores del programa, no queda mucho lugar para el optimismo.
Es imprescindible un cambio en tal actitud. No puede pensarse que la reforma puede surgir de un decreto ley. Ninguna reforma será merecedora de tal nombre si no aborda la mejora de la cualificación técnica de todas las profesiones que intervienen en la sanidad, si no incorpora sistemas de promoción o estancamiento en base a criterios profesionales, y si no consigue devolver la motivación perdida a los que se dedican a la sanidad pública.
Pero, aunque tales objetivos se cumplieran, de poco serviría si no toca el factor "persona que necesita de la sanidad pública". Y aquí también se han dado pasos tan paternalistas como errados. Olvidar que grandes partes de la población, por una mala educación sanitaria, llevan años haciendo un mal uso de la Seguridad Social, que el abuso en la demanda desequilibra todo sistema -por lo que antes o después habrá que intentar controlarlo-, que azuzar a la población en contra del médico sólo puede deparar confusión, crispación y gasto, o que sobre la sanidad repercuten factores como la incultura, el paro, la frustración social y la vivienda insuficiente (pero sin que pueda resolverlos), será, simplemente, insensato.
Años difíciles
Finalmente ha de consíderarse a los hospitales públicos. Aunque escasos y mal repartidos, sobresaturados, descapitalizados y, en demasiados casos, injustamente denigrados, han logrado mantener el tipo en los difíciles cinco u ocho años últimos. A pesar de sus innegables defectos y su corta historia, no sería justo negarles la positiva labor que han realizado y el gran motor que han sido para la sanidad del país. Y no es el pesimismo, ni un execrable interés, lo que lleva a pensar que esa labor y ese motor pueden venirse abajo en muy poco tiempo.
Así, teniendo en cuenta normas desdichadas como la que distribuye a los residentes por comunidades autónomas; proyectos como el del estatuto marco del personal, que de ferma, encubierta prolonga la jornada laboral, muestra una única obsiesión por aspectos cuantitativos o deja deliberadamente confusos los capítulos de provisión de plazas y de movilidad; decisiones como la de centilfugar la Fundación Jíménez Díaz, cuando en Madrid es palmaria la falta de camas hospitalarias para adultos; decretos como el de organización de los hospitales, que anula la participación del médico en ella y confiere todo tipo de prerrogativas a directores gerentes hasta ahora de nombramiento digital y cualificación más que dudosa; y, en general, normas que por su olvido de los aspectos profesionales y su sectarismo apenas disimulado no merecen la más mínima confianza, se entenderá fácilmente aquel temor. Sí se añade a todo ello una mayor descapitalización, la hipertrofia de las burocracias y una insólita frivolidad en la toma de las dec¡siones técnicas, cabe pensar en el gran riesgo de que los hospitales públicos se conviertan en los antiguos centros de beneficencia de tan triste recuerdo.
Pero si no se actúa con inteligencia en la utilización de los recursos humanos y materiales, si no se profiesionalízan las actividades, si no se educa al usuario, si no se afronta la asistencia a ancianos y personas que precisan sólo unos inínirnos cuidados sanitarios, si no se fomenta la investigación entre los residentes y si no se respalda a los profesionales, los hospitales pueden llegar a ser inmensos y patéticos mausoleos. Y cabe preguntarse: ¿es ése el objetivo?.
es doctor en medicina y médico de la ciudad sanitaria Primero de Octubre, de Madrid.
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