Sospecha sobre Botero
Cuando hace ya dos años le visité en su estudio de la Rue du Dragon, en el corazón de Saint-Germain-des-Prés, Fernando Botero estaba recién llegado de Nueva York, donde su exposición de la Marlborough sobre la corrida de toros había sido un éxito fulminante.Me transmitía la imagen del triunfador, del artista que acaba de cortar las dos orejas y salir por la puerta grande. Algo ciertamente incómodo para mí, por lo que tal imagen podía tener de distorsión de su personalidad. Pronto me di cuenta de que Botero estaba muy lejos de cualquier estado de exaltación.
Su actitud serena y afable, sus maneras tan sencillas. como sus expresiones, me revelaban a un personaje sosegado y paciente en el que no acababa de encajar la media luna de una perilla algo mefistofélica. Botero es como sus cuadros. Se diría que no podía pintar de manera distinta a como lo hace. La placidez que parece presidir su biografía se extiende a su pintura en un idéntico impulso.
A partir de entonces he mirado y remirado su obra con obstinación, como si hubiera en ella una clave. que se me escapaba constantemente. Las apariencias engañan, dice un viejo refrán. Hay volcanes que anidan bajo los más dulces e insospechados paisajes.
Seguí escrutando aquellos cuadros beatíficos, obesos, iluminados por la transparencia y la ingenuidad, y se me acrecentaba la sensación de misterio hasta transformarse en oscura inquietud: esos ojos introspectivos de sus persona jes, unos ojillos fijos, casi iná nimes, parecían ensimismados en ideas alarmantes. No afloraba a ellos la subversión pero manifestaban una taimada proclividad al arrebato. Esos rostros carentes de psicología llegaron a convencerme de que encerraban peligro.
Ya no estoy tan seguro de lo que escribí hace dos años: "Sus cuadros producen la sensación de que el mundo está bien hecho". Hoy no me atrevería a afirmar que Botero no oculte un volcán tras su gesto de mansedumbre. Sus cejas chinescas y su perilla pueden ser una advertencia.
Pudiera ser que este sólido artista mágico escondiera un demonio entre los pliegues de su sonrisa benigna. Quizá Botero, haciendo honor a su apellido, nos ha estado engañando con su universo callado, sordo y suave.
Ese mundo redondo y obeso es demasiado redondo y obeso como para pensar que se termina ahí. ¿Cómo no recordar al Amadeo de Ionesco, inflándose, inflándose hasta romperse sobre nuestras conciencias? Los miles de personajes de Fernando Botero son, en efecto, una amenaza. Quizá no se rebelen, pero lo inquietante es que podrían rebelarse.
Babelia
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