Berlín
Antes de que acabase la Il Guerra Mundial había al norte de Europa una gran ciudad de nombre sonoro, metálico y seductor. Era como un enorme atolón de casas, y en el centro de ese atolón había un lago vegetal de pinos negros, en los que se refugiaron miles de parados durante los años de la República de Weimar. Antes, Alemania era un universo de gentes muy pobres y de gentes muy ricas, y la ciudad de la que hablamos, el gran Berlín, también lo era. ¿Sigue siendo Alemania eso? Decididamente, sí, dirán algunos, pues sigue habiendo una Alemania pobre y un Berlín pobre, melancólico y raquítico, en el que, salvo Alexander Platz, todo está igual que cuando acabó la guerra, y una Alemania rica con su Berlín reluciente.A menudo, la gente cree que Alemania ha sido y es un país rico, y al pensar así olvidan su pasado y olvidan su presente. Antes del verdadero milagro alemán, el de los años cincuenta, Alemania no había sido nunca un país propiamente rico, y a la miseria permanente de buena parte del cuerpo social, en la que sin duda se apoyó el nazismo, había que unir el desquiciamiento, la desmembración y lectura en la que durante siglos y siglos habían vivido las diferentes comunidades germanas. Más tarde, tras la derrota en la primera contienda, Alemania se demenció aún más, convirtiéndose en un país muy extraño con dos únicas clases sociales: una burguesía reducida y delirantemente opulenta, y el resto, proletariado viviendo en unas condiciones en verdad infrahumanas. En esa época, Alemania se proletarizó abusivamente, hasta el punto en que casi se puede decir que desaparecieron por completo las pequeñas burguesías y las clases medias. Fue el momento más amargo de Berlín, cuando la ciudad se humilló hasta límites novelescos y que no pocos escritores se han encargado de novelar. Después de eso vinieron las esvásticas y la nueva proletarización supuestamente nacional y supuestamente socialista; después de eso, el suicidio. Berlín se aniquiló durante la guerra y ahora sólo queda un cadáver de ciudad bastante diseccionado. Por eso, cuando uno llega a Berlín, siente un cierto estremecimiento y comprende por qué lo que se dio en llamar posmodernidad (y que no es más que un neoclasicismo que, como los anteriores, venera las ruinas) ha hecho de ella el símbolo de la melancolía de ahora.
Y qué extraño resulta Regar a Berlín Este (después de haber recorrido el otro Berlín) y bajarse en la estación de la calle de Friedrich. De pronto, uno se topa con el Admiralspalast, palacio de las revistas de entreguerras, cerrado y con las ventanas tapiadas. Hace 50 años, el Admirals solía estar abarrotado de público, empobrecido, pero con ganas de divertirse, y llenaban la calle los taxis, los vendedores ambulantes, las putas, los golfos, los turistas... Trenes y más trenes llegaban de París a la estación colindante, y hervía la noche y hervía la vida. Pero ahora, si bajas en esa misma estación, verás dos centinelas, y nadie en la calle, y nadie en el Admiralspalast.
Si un día desapareciera el muro que impide ver la ciudad en su fisonomía antigua, en su redondez de atolón magnífico, Berlín volvería a ser consciente de sí mismo. Pero ¿cómo derribar el muro? Desde hace mucho se sabe que los suicidas reinciden, y esa horrible certeza va a ser durante mucho tiempo una espada cayendo sobre el cuerpo de la gran ramera. ¡Y cómo se nota esa espada en el Berlín de ahora ... ! Pero al mismo tiempo que se percibe esa amenaza, como si flotase en el aire impregnado con su gas letal toda la atmósfera de la ciudad, se nota igualmente el orgullo soterrado, y no por eso menos evidente, de los berlineses y las berlinesas. ¿La conciencia de que viven en una ciudad pulverizada les hace diferentes? Probablemente, sí, y por eso, en Berlín, la noche tiene calidad de vida y calidad de muerte: noche caliente, estridente y emputecida, noche de la seducción incesante, de la incesante tentación y, ¿por qué no decirlo también?, de la incesante estupidez. Se sale para seducir, para proclamar una belleza en general ya ajada; se vive para seducir, como si allí todos pensasen que, de perdidos, al río, al río de la noche, al río de Berlín.
Ahora, Berlín se ha convertido en la ciudad ideal para pasar la Nochevieja. Jóvenes de toda Escandinavia bajan a Berlín, que para ellos es el Sur, y se emborrachan y enloquecen la noche de San Silvestre, cuando la ciudad del Havel y el Spree se convierte en la más transparente y la más opaca, llena de claroscuros que el sucedáneo de champaña, que tanto les complace y que tan ingrato resulta para los paladares meridionales, hace más intensos. Ya decía Isherwood que Berlín era la ciudad de los sucedáneos. Sucedáneos de champaña, sucedáneos de mujer, sucedáneos de hombre, sucedáneos del amor, sucedáneos del deseo, sucedáneos de la alegría, sucedáneos del dolor... Ciudad de los sucedáneos ya lo había sido, y con creces, en la República de Weimar, cuando todo eran simulacros de simulacros; todo, salvo la miseria, que era real y evidente y permanente: lo aseguraban todos los que visitaban Berlín. Y después, el nazismo ¿no fue también un simulacro de socialismo y de nacionalismo y de poder? Hasta el horror, que era real y bien real, se ocultó, y sólo más tarde se supo que el horror estaba allí y que allí había estado desde el instante mismo en que cayó la República. ¡Qué curioso, Alemania siempre oculta el horror! Hace bien poco, un periodista, convertido en cabeza de turco, nos lo demostró una vez más. Si esto es así, cabe pensar que esa frivolidad de Berlín sea la máscara de una descomunal pesadilla. Y es que hoy día el hombre, más que un microcosmos, es una microciudad que alberga en él todos los horrores y horrores del espacio en el que habita, y si Berlín es una ciudad desgarrada, es más que probable que los berlineses lo sean también, y eso es lo que parecen cuando uno los observa de cerca y un poco oblicuamente, sin permitirles que ejerzan sobre nosotros su diabólico poder de seducción frontal y evidente (ellos siempre miran de frente, como gente que perdió hace tiempo el don supremo de la ironía), sin permitirles, en fin, que nos engañen más de lo conveniente.
Y quizá debido a ello, a que todo en Berlín parece la máscara de un antiguo pudridero, cuando uno coge el tren y ve desaparecer la ciudad en la helada lejanía tiene la impresión de haberse librado de una de esas rameras de las novelas de Dostoievski, de una de esas seudocortesanas que pululaban por los viejos casinos de Renania y que, de no abandonarlas a tiempo, podían perfectamente, en muy pocos días, dejar a su eventual amigo en cualquier rincón siniestro, solo y contrito, con la mente desgarrada y las ideas pulverizadas y los bolsillos vacíos, ya sin un último y miserable cigarrillo que llevarse a la boca. Porque Berlín sofoca, y aturde, y aburre, y despista, y aloca; porque Berlín sigue siendo una ciudad incivil y traidora, y porque tras su piel, resquebrajada en el Este y barnizada en el Oeste, sigue hirviendo el asco vesánico e inmotivado a los otros, a todo, al destino, como bien dijera DÓblin en Berlin Alexanderplatz y como proclamara su héroe, Franz Biberkopf, con odio y con amor, con desdén y con deseo.
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