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La segunda muerte de mi padre

(Cuento inédito y apócrifo de Jorge Luis Borges)

Mi primer recuerdo del escritor africano Fernando Arrabal es muy perspicuo. Lo encuentro en un atardecer del año 63 en un hotel de la calle Sébastien-Bottin de París. Me parece entrever tras él el fondo ilusorio de los espejos de un salón. Recuerdo (pero yo no tengo el derecho a pronunciar este verbo sagrado; sólo Ireneo Funes lo tuvo, pero ha muerto) claramente su voz infantil, pausada, sin los silbidos italianos de ahora ni las brusquedades castellanas. Hablamos de Funes el memorioso y me dijo lentamente en mi idioma:-Y a propósito de memoria en su cuento Pierre Menard, autor de El Quijote usted cita como pieza de la obra visible de este escritor "un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación". Imaginemos la partida sin el peón A (o H) de cada uno de los contendientes. La primera jugada sería: 1. TX Tá8. Y la segunda: las negras abandonan. ¿Qué ha querido decir? ¿Es un enigma o un error provocado por su memoria? Recordé en el acto que con Bioy Casares, en 1935 habíamos pensado escribir una novela en primera persona cuyo narrador incurriera en contradicciones que permitirían a un reducidísimo número de lectores la adivinación de una realidad atroz o banal.

Iba a responderle cuando apareció el poeta francés Luc Hourcade, que estaba sometido a la menos perspicaz de las pasiones con el patriotismo: el fervor por los clásicos. Nos fue imposible hablar de Menard mientras escuchábamos perversamente repetidas sus diferentes versiones en alejandrino del soneto Varia memoria que en mil olvidos.

Años después, en abril de 1985, Fernando Arrabal y yo nos encontramos de nuevo, esta vez en Tokio. En cuanto supe que estaba frente a mí quise responder a la pregunta que me había formulado 22 años antes.

Le dije que Pierre Menard fue el primer cuento que escribí. El hecho sucedió poco después de que mi padre muriera. A su muerte comprendí que, como Jorge Luis Borges, era dios, era alquimista, era filósofo, era conquistador, era calendario, era mundo... lo cual era una fatigosa manera de decir que no era. Como no conocía un placer más complejo que el pensamiento ni una aventura más apasionante que la de recorrer los meandros de la memoria, a ellos me entregué.

-Pero. ¿por qué escribió precisamente Pierre Menard?

-Pensé que si imaginamos un plazo infinito, con infinitas variaciones, circunstancias y modificaciones, lo imposible es que no se hubiera escrito por lo menos una vez Las memorias de ultratumba. ¿Por qué no Pierre Menard?

-¿Su padre era escritor?

-Era sobre todo un excelente ajedrecista que me enseñó a jugar al ajedrez.

Los ciegos, aunque no podemos ver los rostros, escrutamos con tino la respiración y las pausas y hasta sorprendemos el inefable interés que puede despertar una palabra o un soplo. Fernando Arrabal quizás imaginaba que una vez muerto mi maestro de ajedrez (que era accesoriamente mi padre) yo ya podía profanar los tableros, entrar a caballo en las bibliotecas ajedrecísticas y quemar los libros magistrales, temeroso de que las letras encubrieran alabanzas al dios del ajedrez, que es un castillo de ébano.

Le dije que mi padre me había detallado ciertos misterios de la memoria y se había servido de un tablero de ajedrez para explicarme el enigma de Zenón, también llamado la paradoja de Aquiles y la tortuga que permite negar la realidad de la velocidad a causa del punto intermedio.

Mi interlocutor, pensando quizás que la historia es un círculo con bordes de piel de tigre y que nada es que no haya sido ni será, dio por buena mi explicación. A partir de ese instante, nuestra conversación, como un laberinto que se enredaba y desataba infinitamente, bifurcó en varias direcciones, a pesar de que ambos queríamos terminar nuestra conversación sobre la partida heterodoxa de Menard.

He sabido que dos días después, mientras Fernando Arrabal atravesaba el Polo Norte de regreso a París, había sentido esa recelosa claridad de la lucidez que irracionalmente también experimenté cuando sobrevolé aquel lugar artificial como un punto cero de la memoria. Pensó en nuestra conversación. Sólo entonces advirtió que no comprendía cuál pudo haber sido el razonamiento, de mi padre para explicar el enigma.

Mi testimonio de la explicación de mi padre, como se lo conté a Fernando Arrabal, fue acaso breve y sin duda pobre, pero no imparcial. Pero... ya no lo puedo contar con sus pormenores esenciales, pues ha desaparecido de mi memoria tras aquella última narración.

Miguel Najdorf` jugó 40 partidas de ajedrez sin ver en una simultánea celebrada en 1942 en Sao Paulo. Ciro, rey de los persas, sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos. Nitrídates Eupator administraba la justicia en 22 idiomas. Pero sólo Ireneo Funes tuvo una memoria infalible que le dejaba vislumbrar un mundo vertiginoso y banal.

A menudo pensé que la memoria ejerce una tarea interminable e inútil. Al comprobar que había olvidado 50 años después el razonamiento de mi padre, sentí, como me dijo Funes, que el recuerdo es una sensación minuciosa y viva como el goce físico o el tormento. Si pensar es olvidar diferencias y abstraer o generalizar, este insignificante olvido se reveló como la segunda muerte de mi padre.

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