Sufrimientos en el aeródromo
LOS CIUDADANOS españoles, en vísperas de la presentación de su declaración de la renta, se sentirán legítimamente indignados si pretenden utilizar el transporte aéreo público. Los pasajeros, antes de acudir al aeropuerto, deben hacer acopio de altas dosis de paciencia ante la huelga de celo de los empleados de Iberia y Aviaco, y, en el caso de Barajas, hacerse a la idea de tener que transitar por un vertedero. La llamada huelga de celo, consistente en extremar las formalidades previstas en los reglamentos hasta límites incompatibles con el desarrollo normal de las funciones previstas, carece de existencia legal en nuestro ordenamiento jurídico. Más concretamente, su práctica como forma de presión laboral está expresamente prohibida en España, como en la mayoría de los países. Pero que carezca de existencia legal no significa que sus efectos no sean visibles, por más que el ministro de Transportes, Abel Caballero, prefiera hacerse el distraído. Treinta mil usuarios se vieron afectados por retrasos superiores a 30 minutos el segundo día de huelga.En el aeropuerto de Barajas esos efectos, agravados por la paralela huelga de la contrata de limpieza, iniciada el martes, permiten que la primera estampa de la realidad española puesta ante los ojos de gran parte de nuestros visitantes extranjeros sea la de la cochambre nacional. El aeropuerto, incómodo de por sí, aparece decorado con elementos más propios del arte povera: restos de comida, papeles grasientos, cajetillas vacías de tabaco y retales de cualquier cosa. Y como los efectos son acumulativos, la imagen última que de España llevarán esos turistas a su regreso será, si la cosa no se remedia, la de un monumento a la desorganización. Los retrasos visibles de la huelga invisible se irán haciendo paulatinamente mayores y la suciedad más insoportable. Sufrirá con ello la credibilidad de esa decisiva partida de nuestra economía y sufrirán los usuarios nacionales, obligados una vez más a asumir el papel de involuntarios transmisores de la presión de los huelguistas.
De ahí que la actitud de los trabajadores de Iberia y Aviaco tenga más de abuso que de ejercicio de un derecho legítimo. Pero no puede decirse que la dirección de ambas compañías públicas esté exenta de responsabilidad. Tras las declaraciones contradictorias sobre la famosa barrera del 5%, ya no se sabe bien dónde acaba la virtud y comienza el pecado. Un punto de incremento separa ahora las posiciones de trabajadores y empresas. En pesetas: 900 millones. Bastante menos que las pérdidas contabilizadas por efecto de la huelga.
Pero la actualidad de esta huelga ha puesto también de relieve un problema más de fondo. En las sociedades modernas existe una serie de colectivos laborales que, por la especialización de su tarea o el papel estratégico de la función que desempeñan, acumulan un poder inmenso no sometido a control social alguno. En ocasiones, ese poder de algunos particulares puede ser contrarrestado a la larga por los mecanismos del mercado: el público, cansado del abuso, puede dejar de comprar un producto o utilizar un determinado servicio, acudiendo a la tienda de al lado. Pero esa posibilidad no existe en el caso de Iberia y Aviaco, compañías públicas que actúan en régimen de monopolio.
Por ello mismo, los sindicatos y los trabajadores de ambas sociedades -que ciertamente no figuran entre los colectivos laborales más desfavorecidos, pese a haber acumulado a sus espaldas miles de millones de pérdidas- están moralmente obligados a dosificar cuidadosamente el recurso a esa razón última de las relaciones industriales que es la huelga. Pues no se trata de huelgas destinadas a presionar directamente al empleador, en este caso el Gobierno, sino de ejercer un indigno chantaje contra los ciudadanos. La situación de los transportes públicos en España comienza a hacerse insoportable y el Gobierno está obligado a intervenir con mayor decisión. Contaría con el apoyo de la inmensa mayoría de la población, harta ya de tanta chapuza. Si su creciente desprestigio no preocupa a los promotores de estos abusos, allá ellos. Pero el Gobierno no puede limitarse a mirar para otro lado.
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