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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La última esclavitud

UN GRUPO de seres humanos a los que la sociedad utiliza para su recreo y deposita luego en un rincón como un recuerdo inservible, las prostitutas, han vuelto a reivindicar esta semana en Madrid la consideración social de su dignidad y de su trabajo. Solicitan se les reconozca la condición de ciudadanos como los demás, y a los que debe adjudicarse los derechos que como tales les corresponden.Las prostitutas viven, en España y prácticamente en todo el mundo, en una situación de ambigüedad legal que las convierte en sujetos despojados de defensa y expuestas a las más diversas manipulaciones. Su profesión, en el caso español, no está penalizada, pero tampoco está dentro de la ley, y es, además, perseguida cuando la policía decide que su trabajo incurre en los movedizos territorios del escándalo público. Esta misma policía utiliza esta inestabilidad como un arma para recabarles informaciones que las convierten, con artes absolutamente condenables, en confidentes de supuestos delitos ajenos. Esta indefensión ha situado a las prostitutas en medio de un torbellino de amenazas y violencias, unas veces denunciadas y otras, las más, encubiertas por el temor y la falta de confianza en su valor como ciudadanos.

El 80% de los hombres de todo el mundo ha estado alguna vez en su vida con prostitutas, se ha dicho en el reciente congreso sobre la prostitución en Madrid. Es, pues, la de la prostitución, al margen cualquier otra consideración, una actividad social integrada en la vida civil. Lo que no obsta para que esta misma sociedad se obstine, por razones puritanas, en marginar ese mundo y a sus protagonistas hasta extremos que permiten incluirlas entre las modernas encarnaciones de la esclavitud, según hacen algunas organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos. Es evidente que la mitificación del comercio sexual degenera en consideraciones sin sentido. Y aunque la prostitución es un hecho social al que se le ha adjudicado el récord de ser el oficio más antiguo del mundo, la sociedad moderna se sigue resistiendo a darle carácter de normalidad. De ese modo, ha convertido su práctica en un espectáculo pintoresco de las ciudades, arrojando a un gueto a quienes se someten a sus reglas.

Las prostitutas exigen -y han obtenido en algunos países, como Holanda- que la Seguridad Social las considere beneficiarias de sus servicios, que acabe el hostigamiento policial y que el ejercicio de su profesión se deje de considerar como una actividad a la que se le advierten siempre indicios de criminalidad. Tampoco quieren que se las tenga como víctimas, sino como personas normales, y a ese objetivo han dedicado en todo el mundo una frenética actividad asociativa que en España, de momento, no ha fructificado.

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A los dramas históricos, las prostitutas suman hoy una nueva plaga que les afecta de manera grave: la aparición del SIDA, que ha obligado a amplios colectivos a tomar precauciones muy serias en el intercambio libre de la sexualidad. La ausencia de una buena información sexual -el 66% de las prostitutas madrileñas, según datos aportados en el reciente congreso celebrado en la capital de España, declara que no dispone de ella- y la falta de un esquema sanitario que asesore y proteja a la prostituta y a su cliente convierten hoy el ejercicio de la prostitución en una actividad doblemente acosada.

Cualquier paso que se dé para la eliminación de la figura del chulo, tantas veces confundida con la del policía, y la protección social y civil de las prostitutas españolas será sin duda un escalón más en el reconocimiento de su condición de ciudadanas. Cualquier mejora legal en este aspecto tenderá también a fortalecer la tan cacareada seguridad en las calles. La dignidad y la justicia exigen ese tipo de acciones.

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