Por una política mediterránea de España
Muy recientemente, durante el debate en el Congreso de los Diputados sobre el estado de la nación, han vuelto a utilizar la cantinela tercermundista como arma arrojadiza. Esgrimen sectores de la derecha como argumento acusatorio las entrevistas y gestos del presidente con dirigentes como Fidel Castro o Yasir Arafat (olvidando los múltiples contactos con casi todos los líderes occidentales, incluido el de la superpotencia norteamericana), mientras que los críticos de la izquierda pretenden colgar el sambenito de dependencia de la percha de Washington.Intencionadamente, unos y otros ignoran algunos factores elementales. Por ejemplo, que todo Estado bien organizado lleva a cabo una política exterior que, como es natural, se sirve para lograr sus propósitos de contactos e intercambio de opiniones con la mayor cantidad posible de Estados que integran la sociedad internacional. O que mantener relaciones diplomáticas con un Estado (sea Israel, Suráfrica, Cuba o Chile) no implica necesariamente compartir ni la política exterior ni la interior de sus respectivos Gobiernos, o que son justamente los países occidentales más avanzados y modernos (Holanda, Suecia, República Federal de Alemania, Austria, etcétera) los que realizan una política seria y coherente, sumamente activa y llena de contenido hacia el Tercer Mundo, lo que obviamente no quiere decir que se trate de una política tercermundista en el sentido trivialmente peyorativo que la derecha quiere atribuirle.
En este contexto es interesante recordar el último viaje oficial del presidente del Gobierno a Túnez y Egipto, cuyo programa incluyó, además, una reunión con el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Arafat, en la residencia del secretario general de la Liga Árabe, Klibi, en Túnez. ¿Veleidad tercermundista del presidente de un Gobierno que ha mantenido -vía referéndum- a España en la OTAN, con matices cualificados, y que nos ha integrado plenamente en la CE? ¿O más bien sentido del Estado? ¿Quién puede reprochar a un Gobierno como el español actual, que parte de una posición de prestigio democrático, de coherencia institucional, de solidez funcional y de participación responsable -aunque no exenta de crítica- en el común quehacer euroccidental, tomar decisiones en defensa de importantes intereses de España que deben ser impulsados mediante una adecuada política mediterránea?
En función de nuestros atributos geográficos y culturales, el marco prioritario de nuestra acción exterior debe ser lógicamente Europa y el Mediterráno, que incluye pueblos europeos y no europeos. Lo demás vendrá por añadidura. Y desde que somos miembros de la CE nuestra capacidad teórica de actuación ha aumentado grandemente.
Cierto es que nos faltan medios económicos para una articulación ideal de nuestra política exterior, pero también se ha avanzado en este campo, y aunque queda trecho por recorrer, las perspectivas no son tan desalentadoras como hace unos años.
Objetivos concretos
Es asimismo conveniente señalar que ni las relaciones internacionales en general ni la política exterior en particular son entelequia para teóricos o para políticos que ejercen una función un tanto lejana de la realidad cotidiana. Antes al contrario, la política exterior no es sino la manera de alcanzar objetivos concretos que, bien concebidos y adecuadamente perseguidos, tienden a satisfacer los intereses y propósitos de la sociedad nacional.
Si además el Gobierno que dirige la política exterior posee una determinada sensibilidad que lo lleva a preocuparse de las desigualdades existentes en la sociedad internacional, procurando colaborar a transformar sus injustas estructuras actuales, ello hará que en el despliegue de la política externa tenga en cuenta no únicamente la defensa del interés nacional sino también la del internacional. Fines no solamente compatibles sino mutuamente convenientes para el bienestar de unos y de otros.
¿De qué sirven unas cuantas sociedades occidentales prósperas, modernas y socialmente equilibradas en el plano interno si se hallan aisladas por un océano de pueblos económicamente atrasados, política y socialmente inestables y algunos de ellos explosivos?
Pueblos que -como el palestino- no disponen ni siquiera de suelo donde organizar una sociedad estable y en paz con los vecinos de su entorno. O pueblos como el egipcio que, aun cuando disponiendo de Estado, se encuentran en precaria, tensa, situación social y económica, cercana a la revuelta.
¿Puede extrañar que el presidente del Gobierno -una vez establecidas relaciones diplomáticas con Israel- continúe preocupándose de los palestinos y que, tras entrevistarse con Arafat, por segunda vez en tres años, afirme que "creer en la autodeterminación significa, como la propia palabra indica, no pronunciarse sobre cuál será la decisión final y respaldar como válida cualquier solución que tome el pueblo palestino en función de sus intereses?
La sociedad española integrada ya formalmente en la CE -si bien, como sucedió al resto de los socios comunitarios, el disfrute global de tal situación y la conciencia y sentimiento de europeidad plena tardará años en desarrollarse- irá crecientemente sensibilizándose por el hecho de que el mundo de hoy es cada día más interdependiente, y asumiendo que, viviendo y perteneciendo a la orilla norte del Mediterráneo es imposible -aun cuando se deseara- desligarse ("seguridad y cooperación compartidas") de los problemas graves de la orilla sur. Y hay problemas que deben ser resueltos entre todos si no se quiere que acaben afectando sustancialmente a sociedades próximas supuestamente desproblematizadas. De ahí que, refiriéndose a los que eran objeto de su viaje, el presidente del Gobierno dijera en Túnez a los palestinos que "no es posible mantener generaciones que nacen y crecen en una situación de esa misma naturaleza (la violencia) y pretender que de esa situación no surjan brotes de reacción crudos y violentos", y en El Cairo, al discutir las relaciones bilaterales, manifestara su plena comprensión y la buena disposición de España hacia el drama socioeconómico que atraviesa el país del Nilo, comprometiéndose a, al menos en parte, renegociar la deuda que su Gobierno tiene con nosotros. No otra cosa podíamos ni debíamos hacer si deseamos tener, como los otros, una presencia y algo concreto que decir en el futuro en esa zona del mundo.
Estrategia activa
En suma, el viaje presidencial a Túnez y a El Cairo (y en años inmediatamente anteriores a Arabia Saudí, Jordania y Marruecos), junto con los del vicepresidente a Argelia y los del ministro de Asuntos Exteriores a Siria, Jordania e Israel, así como la cumbre hispanoitaliana celebrada hace semanas en Mallorca, forma parte de una estrategia que se pretende cada vez más activa y mejor elaborada y que contribuya a nuestra participación en un sistema euromediterráneo de cooperación y entendimiento entre los pueblos de ambas riberas, en beneficio de todos ellos.
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