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El 'yuppie' y el teólogo

Nada más aséptico aparentementeque calificar a alguien de "joven profesional" sobre todo si se emplea para ello el apócope inglés yuppie. Y nada tan ambíguo como emplear el adjetivo teólogo, porque la palabra determina, al menos, dos posibles dinámicas para una misma sustancia: teología de la resignación o teología de la liberación. En la medida en que en las democracias occidentales el yuppie se convierte en un modelo de comportamiento desideologizado, sin otro método que la pragmática ni otra jerarquía de valores que los resultados, crece el papel del teólogo de la liberación como antípoda moral.El carácter peyorativo del_yuppie lo adquiere cuando se aplica a alguien que en el pasado, evidentemente reciente, defendió posiciones radicales en favor del cambio social, en las que los principios primaban sobre las posibilidades; ¿acaso las ideas no pueden crear su circunstancia? Jóvenes agitadores sociales o culturales de Estados Unidos, el Reino UnIdo o Europa experimentaron una metamortosis inversa al personaje de Kafka: de ser insectos monstruosos perseguidos por los reflectores del sistema han pasado a ser la vanguardia gestionadora de ese sistema y avaladores de una estéticadel narcisismo y del triunfo. Han renegado de cualquier proyecto colectivo que exceda su esperanza de vida individual y manejan una filosofía que en el pasado se se llamó materialismo vulgar,para distinguirla del materialismo dialéctico. Las cosas vienen como vienen, y lo racional es encauzarlas en el sentido más favorable posible. Cuanta más resistencia opones, más agresión procas, y luchar por verdades absolutas obstaculiza el disfrute de verdades relativas. En la medida en que el yuppie colabora con la gestión de lo ya dado acaba adquiriendo una repugnancia total por lo problemático e identifica lo problemático en política con el inútil capricho del idealista o utópico, que en su apuesta por el todo se arriesga a conseguir nada. El yuppie que viene de posiciones políticas radicales cree disponer; además del aval de su pasado: él ha sido uno de esos insensatos que claman por irrealizables utopías, y él está en condiciones de decir que son irrealizables, porque nadie tiene que enseñarle nada sobre grundises, marcuses, francforts y demás chucherías del espíritu crítico. Simplemente él ha tenido la oportunidad de distanciarse de su propia conciencia de antaño, de desalienarse, por tanto y estar en condiciones de contem plar el devenir histórico sin falsas pasiones. En otro tiempo cambios de actitudes de este tipo se justificaban gracias a la teoría del gradualismo, íntimamente ligada a la del posibilismo, y aún hay yuppies, los más vergonzantes, que van por la vida de gradualistas y bajan la voz para proclamar que son los de siempre y que van donde siempre quisieron ir . Pero esta raza de yuppies afectados por la mala conciencia está en decadencia y se impone el yuppie a la vez apóstata y renegado de sus viejas creencias, que las declara obsoletas y convierte su recién adquiricia luciclez en la prueba misma de esa obsolescencia. Normalmente el Yuppie es celécti*co y mezcla marxismo, popperismo y escuela de Chicago como quien prepara un cóctel largo sin angostura; las dosis de uno u otro elixir se las impone la provocación espontánea de lo real y, a veces hay que ser marxista con los comités de empresa, popperíano con los técnicos y neoliberal con los empresarios.En el fondo de su alma yuppie, nuestro héroe cree que la suerte está echada, que el individuo no necesita más arbitraje que el que le permita seguir siéndolo en un mundo competitivo y densamente poblado en el que el infierno son los otros, guinda sartriana. al cóctel largo, a la que sólo recurre en los momentos de atribulado Getsemaní. La dosis de romanticismo, o mejor fuera llamarle idealismo, la aporta un conpromiso estético por la libertad, ampliamente abastecido por la rabia y la idea que sugieren los abundantes quistes dictatoriales de la periferia del sisterna; Chile, por ejerniplo, aunque eso no excluya vender armas a la dictadura de Pinochet, porque producir armas y venderlas ayuda a estabilizar el mercado de trabajo propio y se convierte en un bien común y nacional que ayuda a la consolidación de la democracia aquí y ahora. Este aquí y ahora no nay que interpretarlo reductivamente: aquí no sólo es España, y ahora puede ser mañana.

Frente a este, héroe fín de siglo y de milenio, los partidarios de proyectos sociales y, por tanto, políticos y económicos que vavan más allá de la gestión de lo dado, viven en la tentación de esperar que pasen estos tiempos de oportunismo y que el dramatismo de la realidad acabe por imponerse sobre la conjura de la frivolidad, o bien forcejean por ajustar su conciencia crítica y así hacerla necesaria y posible en una circunstancia ferozmente antagónica.El reducido, cercado, acorralado sector crítico de la sociedad aparece más como una consciencia sublimada de amplias minorías marginadas que como una propuesta histórica de cambio beneficioso para la mayoría. Convengamos en que se han simpliflicado los referentes hasta su inutilizacion, y así cuando el yuppie exige al crítico que le señale en el mapa del mundo dónde se han realizado sus proyectos socíales, cuando la exigencia se vuelve como un bumerán, el yuppie no tiene otro modelo que ofrecer que Suecia, donde hay muy pocos suecos y muchos impuestos, o la punta de Manhattan, donde coexisten el saxófono de Woody Allen y, el big stick del poder financiero del imperio. No ha recibido el sector crítico demasiadas avudas de la historía real y sería prematuro echar al vuelo las campanas gorbachovianas, aunque bien están si suenan bien y todo lo necesario. Por eso, el sector critico proclama con piudencia y tiende a hacer una crítica del desorden concreto en vez de insistir demasiado en un nuevo orden emancipador. Pues bien, en tiempos de relativizaciones adquiere el relieve lógico de actitud ante la vida y la historia del teólogo de la liberación, dotado de una fe en el cambio que, basándose en el análisis de los desórdenes concretos e inmediatos, no renuncia a verdades absolutas que generan esperanzas y mandatos igualmente absolutos. No me refiero sólo al teóÍogo que debe la mitad de su denominación de origen a su creencia en un Dios evangelista emancipador de las víctimaas de la historia, sino también a ese teólogo de la naturaleza que subyace en el movimiento ecologista y que desde la consciencia de la contingencia del mundo en que vivimos proclama su fe en un sistema de organización de la producción y la sociedad que permita la supervivencia de la Tierra.

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que no están al alcance de ninguna relativización, Jesucristo o la naturaleza, el teólogo de la liberación se enfrenta al yuppie con la tenacidad del mártir y la parsimonia del que se pretende inmortal. El yuppie conserva la sonrisa de conmiseración ante el crítico recalcitrante al que conoce como si de sí mismo se tratara; no en balde fueron compañeros de seminario, es un decir, e incluso comieron el mismo pan y bebieron el mismo vino en sus años de barricadas. Pero en cuanto topa con un teólogo de la liberación, sea de la rama evangélica o de la naturalista, el yuppie se irrita e incluso se desconcierta, es decir, pierde el sentido del concierto, esa capacidad de empuñar la batuta para que muy distintos instrumentos consigan cumplir una sinfonía, de Mahler por ejemplo. No es que el yuppie niegue función histórica al teólogo de la liberación, pero lo prefiere en Nicaragua si es teólogo evangelista, o en cinturones industriales que no sean los propios si es teólogo naturalista. Incluso siente el yuppie una emoción solidaria por los curas guerrilleros de Latinoamérica o por esos luchadores contra las multinacionales contarninadoras, siempre y cuando ejerzan su incordio lejos de las fronteras de la patria emergente, donde el yuppie se enerva ante la menor protesta callejera o teme por el absentismo inversor en empresas malolientes o por las campañas de concienciación contra las bombas nucleares de mano.

Y es que el yuppie piensa y actúa como si la historia o bien se hubiera terminado o bien sólo tuviera sentido armonizada con la lógica de su propia vida. Hay que reprimir la tentación de asociar al yuppie converso con aquella raza de renegados vulgares y biológicos que a los 20 años eran revolucionarios porque tenían corazón y a los 30 o 40 han dejado de serlo porque tienen cerebro. Aquel viejo especimen era un esquizofrénico situacional, y el actual es un cinico en casi todos los sentidos de la palabra que quiere convertir el cinismo en la única posibilidad de merodeo por las verdades posibles.

Así está el mercado de las actitudes en el Occidente consumista, y hoy por hoy estos productos ideológicos no parecen tener fecha de caducidad.

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