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Craxi, la nueva indumentaria

El peculiar estilo político de Bettino Craxi resulta atractivo para la mayoría de los italianos, según el autor de este artículo. Sin embargo, no llega a transmitir ese éxito personal a su partido, lo que dificulta la posibilidad de que refuerce su cota de participación en el Gobierno, tras la crisis que abrió hace un par de semanas.

Cuando Bettino Craxi, en 1983, logró formar el primer Gobierno de Italia bajo la presidencia de un socialista, no contaba evidentemente con gran crédito como hombre de Estado entre la opinión pública. Político hábil, ya había demostrado serlo enseñoreándose de su partido, del cual había sido elegido secretario general en el congreso de Turín de 1978. Derrotada la oposición interna, renovado el grupo dirigente, despachado Marx a la buhardilla y elegida Proudhon como teórico del nuevo rumbo, Craxi inició una larga marcha que, de acuerdo a un proyecto preciso, ha llevado al Partido Socialista Italiano (PSI) a superar todo complejo de inferioridad en sus confrontaciones con los comunistas. Por lo demás, Craxi nada hacía para ocultar su intolerancia hacia el líder del Partido Comunista Italiano (PCI), Enrico Berlinguer. Y, para poner aún más en aprietos al PCI y a las filas de la izquierda que reconocían a este partido un papel central en la sociedad italiana, Craxi proyectaba un gran partido reformista capaz de realizar reformas institucionales y sociales jamás intentadas anteriormente.Líder de un partido que hoy representa en el Parlamento a sólo el 11,4% de los votos, Craxi trabajó para que el PSI llegara a ser, como ha sucedido, el fiel de la balanza de toda coalición gubernamental: la Democracia Cristiana (DC) y los partidos laicos minoritarios no pueden gobernar sin el PSI, ni pueden, obviamente, aliarse con el PCI, al menos por el momento. De tal modo, Craxi ejerce un poder político infinitamente superior a su peso electoral.

Más grande que el PSI

Un fervoroso admirador del secretario socialista dijo una vez que "Craxi es más grande que el PSI". Esta afirmación tan neciamente hagiográfica es, no obstante, cierta. De hecho, Craxi, en el lapso de tres años y medio, ha impuesto su política y su imagen al país, aunque con resultados contrastados y controvertidos. Según una de sus antiguas convicciones, es en el plano internacional donde se robustecen la importancia y el carisma de un estadista, dialogando cara a cara con las potencias mundiales. Por eso, en su calidad de presidente del Consejo de Ministros, se ha mostrado capaz de plantar cara, determinación, autonomía en varias ocasiones; por ejemplo, ha hecho frente de igual a igual a las pretensiones de Ronald Reagan, reivindicando la soberanía de los confines nacionales, tras el caso de la motonave Achille Lauro, en el otoño de 1985, y ha retirado la delegación italiana de la cumbre de los países más industrializados, en febrero pasado en París, como consecuencia de un encuentro preliminar entre Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania Occidental y Japón, del que Italia y Canadá habían sido dejados fuera.

Si la estrategia de la "política de movimiento" ha permanecido inmutable incluso en su estilo de jefe del Gobierno, la indumentaria de Craxi se ha vuelto más sobria. Abandonados los jeans, las botas, la cazadora de piel, demasiado juveniles y vistosos para un hombre calificado y de una altura cercana al 1,90, ahora Craxi viste trajes de color marengo o azul, camisa blanca, corbata roja, pero de un tono moderado, no demasiado estridente. La forma de vestir más informal Craxi la reserva para las vacaciones en su villa de Hammamet, en Túnez, rodeado de familiares y amigos. En resumen, un patriarca mediterráneo, la otra cara, más distendida y menos conocida, del político agresivo que por su eficiencia nórdica era llamado, años atrás, "el alemán del PSI".

Se trata de una eficiencia templada en el clima pragmático de Milán, la ciudad donde nació en 1934 de padre siciliano y madre milanesa, donde estudió (sin llegar a graduarse), donde inició a los 17 años su ascendente carrera. Y en Milán viven los amigos más queridos de Craxi, desde Silvio Berlusconi, el patrón de las televisiones privadas, a Nicola Trussardi, uno de los más destacados estilistas del made in Italy. El actual alcalde de Milán, el socialista Paolo Pilliteri, elegido recientemente (tras una lucha fratricida no muy honorable) para el puesto del socialista Carlo Tognoli, se ha casado con la hermana de Craxi. Y Craxi mantiene todavía su casa en la capital lombarda (como para subrayar los vínculos afectivos con la ciudad), donde viven su mujer, Anna, y sus hijos: Vittorio, apodado Bobo, que se está formando en el movimiento de los jóvenes socialistas, y Stefama, que trabaja en el Canal 5, uno de los eslabones del network de Berlusconi. En Roma, en vez de la Vía del Corso, sede del PSI, el cuartel general de Craxi es el hotel Raphael, ubicado en una pequeña calle detrás de Piazza Navona, no alejado de los palacios de la política.

Como hemos visto, un pequeño grupo del clan acompaña a Craxi en su trayecto, una costumbre grata a su carácter desconfiado y receloso. Una necesidad de protección de su intimidad, una busca de afectos seguros. Craxi sabe que la política es incierta y que, de cuando en cuando, puede ser víctima o verdugo. Por esta razón quiere personas fiables y amigas. Pero es un sistema que puede originar cierta degradación. Y, en realidad, hoy en el PSI todo viene decidido desde arriba, impera el cesarismo, se multiplican los yes men y los elogios hiperbólicos a la figura del líder. Están siendo preferidos, para el desempeño de importantes funciones públicas, hombres de probada fe craxiana antes que hombres de profesionalidad indiscutible. Frecuentemente, por tanto, cuadros del partido con responsabilidad política y administrativa se ven implicados en episodios de corrupción, procesados y condenados.

Hombre duro y decidido

Esta pérdida de credibilidad del PSI no está compensada por el papel que Craxi ha asumido como protagonista espectacular de la política socialista y de gobierno. La imagen de hombre duro y decidido, incluso arrogante, que habla claro, que no soporta el lenguaje abstracto ni la jerga de sus colegas, que decide en primera persona, puede agradar a la gente común, a los limousine liberals (los progresistas emergentes) y a los que sienten en su propio pellejo el deterioro de la partitocracia, un malestar difuso del cual el PSI, con su abordaje del poder, es el responsable principal junto con la DC, que durante 40 años ha ejercido una férrea ocupación del Estado.

La imagen de hombre fuerte, dictatorial, perpetuamente in the spot, que Craxi encarna a la perfección según sus inclinaciones y las reglas de la política-espectáculo, ha encontrado un intérprete polémico en Giorgio Forattini, caricaturista satírico del periódico La Repubblica, que representa a Craxi en camisa negra y botas, con la quijada cuadrada y prepotente, el ceño fiero, como una réplica de Benito Mussolini.

A pesar de los claroscuros de su personalidad y las gaffes que comete, Craxi ha conquistado una indudable popularidad, aunque de signo ambivalente. Su oratoria elemental, sintética, desprovista de vuelos líricos, que mide obsesivamente pausas y palabras, impacta favorablemente al telespectador medio. Craxi ha lanzado la voz de orden del nacional-optimismo y de la modernización, ostenta pasiones propias del risorgimento italiano, coleccionando antigüedades garibaldinas y exaltando a Gitiseppe Garibaldi como uno de sus mitos personales. Exhibe la prolongada duración de los dos Gobiernos presididos por él, uno tras otro hasta completar el récord de tres años y medio. Insiste sobre los resultados obtenidos, especialmente la inflación reducida del 16% al 4,2%, gracias al menor coste de las materias primas y del petróleo, pero también a la paz sindical y la iniciativa de los sectores productivos italianos. Desdichadamente, aunque Craxi no lo admite, los servicios públicos no mejoran a la par del crecimiento del país.

¿Pero cuál es el motivo que impide a Craxi transferir al partido y transformar en consenso electoral para los socialistas ese leadership (liderazgo) que le atribuyen los sondeos de un modo constante? Aunque ha empeñado toda su fuerza en la tentativa de construir una imagen convincente, Craxi no resulta por entero digno de confianza, existe una tenaz resistencia a aceptarlo totalmente, con sus virtudes y sus defectos. A excepción de unos pocos, los periodistas no le quieren, y él les replica con epítetos tales como "cuadrilla de papel impreso". Los intelectuales (los más prestigiosos, como el filósofo Norberto Bobbio, o por añadidura afiliados al PSI) que disienten cívicamente de su política son tratados con cortesía o, en los momentos de ira, con desprecio.

Como una especie de Doctor Jeky11 y Mr. Hyde de la política italiana, Craxi juega hábilmente a dos bazas: por una parte, la de secretario del PSI; por la otra, la de jefe de Gobierno, desconcertando así al interlocutor que debe saber distinguir siempre y no siempre le es consentido. Esto ha ocurrido también en las fases que precedieron a la presente crisis. Craxi, debido a un pacto con Ciriaco de Mita, secretario de la DC, hubiera debido ceder a un democristiano, presumiblemente Giulio Andreotti, la conducción del Gobierno. Pero este pacto -la ya famosa staffetta- fue hecho entre los dos secretarios de partido. En su calidad de presidente del Consejo, que con Gobierno pentapartido podría completar la legislatura, Craxi decide, en cambio, no aceptarlo. En el plazo previsto, después de señales de tempestad, anuncia su dimisión y la presenta ante el Parlamento. Sin pelos en la lengua, afirma que ha debido dimitir por culpa de De Mita y que los ultimatos del grupo dirigente democristiano han envenenado el clima político.

Discípulo de Maquiavelo

La ambigüedad y el exceso de despreocupación -es una de las posibles interpretaciones- no permitieron a Craxi trasladar al partido (vulnerado por los escándalos y deficientemente preparado como máquina electoral) el crédito que todos los sondeos le atribuyeron, la voluntad del 65% de los italianos de verle en la jefatura del Gobierno hasta el término de la legislatura (a pesar de que el 45% opinara que había faltado a su palabra). Un crédito superior al de los restantes hombres del Gobierno, incluso Andreotti. No es casual que Andreotti, muy distinto de Craxi por sus raíces políticas y culturales, por su carácter difuminado y prudente, sea el hombre político con el cual Craxi tiene en común el frío y calculado cinismo en el ejercicio del poder: ambos son discípulos del discreto florentino Nicolás Maquiavelo y del cardenal Giulio Mazarino. Sus relaciones, una desconcertante alteración de síntomas y laceraciones, son uno de los misterios de la política italiana.

En este punto conviene anotar una hipótesis más psicológica que política. Es cierto que Craxi agrada a muchos italianos, pero como jefe de un Gobierno constituido por la Democracia Cristiana, el PSI y los tres partidos laicos minoritarios, y como líder de un PSI numéricamente débil. Al frente de un Gobierno y a la cabeza de un partido con un caudal electoral muy amplio, Craxi inquietaría aún más que ahora, cuando ya suscita temores, en un momento en que Italia parece dispuesta a discutir la eventualidad de una república presidencialista. El propio Craxi fue quien planteó el problema con la esperanza de inaugurar él mismo una nueva era constitucional. Si hubiera elecciones anticipadas, las primeras afrontadas por Craxi como jefe de un Gobierno saliente, la magnitud del consenso que obtenga el PSI será determinante para comprender el futuro desarrollo de la política italiana y comprobar si un paquete de votos comunistas ha desembarcado en las riberas craxianas.

Enzo Golfino es subdirector del semanario italiano L'Espresso, periodista y ensayista. Traducción: Jorge Onetti.

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