Infierno azul
Después de una larga y azarosa carrera en el limbo de los festivales, carrera salpicada de premios y escándalos, Tras el cristal se enfrenta finalmente con el público. El retraso con que le llega ese momento, que sin duda perjudica al filme, puesto que le impide beneficiarse de la resonancia publicitaria obtenida con sus pases en Berlín o Barcelona, se debe a una serie de circunstancias económico-administrativas que gravitaron sobre la película mucho antes de que se iniciara un rodaje que tuvo algo de aventura.En el origen de Tras el cristal está la figura de Gilles de Rais filtrada por Bataille, un personaje aquél en trance de perder su potencia real, pero que conserva una autoridad que escapa a todo control. El porqué del interés de Villaronga por De Rais y las razones que le impulsaron a sacarle del siglo XV y a encontrarle un alter ego en el nazismo -y, más concretamente, entre los médicos que se dedicaron en los campos de concentración a realizar toda clase de experimentos con seres humanos- es un porqué que se me escapa.
Tras el cristal
Director y guionista: Agustí Villaronga. Intérpretes: Günter Meisner, David Sust, Marisa Paredes, Gisela Echevarría. Fotografía: Jaume Peracaula. Música: Javier Navarrete. Española, 1985. Estreno en Madrid en cine Madrid 4.
Quiero decir que la película mantiene respecto a su barba azul una extraña distancia, sin negarle al criminal una puesta en escena que ritualiza y sublima sus horrores, pero mostrando todo con la máxima frialdad y asepsia. La mirada se me antoja maligna, demasiado sabia y prudente, negándose a tomar otro partido, que no sea el de mantenerse en un difícil equilibrio entre la fascinación y el espanto, equilibrio que sólo pierde en las secuencias bufas. Pero ese es un reproche que tiene más que ver con la moral que con la estética, al menos tal como lo formulo, y, por tanto, aunque me resulte imposible, debiera quedar al margen del comentario del filme.
Agustí Villaronga escribió esta historia hace ya bastantes años y comenzó el largo peregrinaje en busca de un productor. Entonces, el ministerio aún no anticipaba dinero a quienes lo invertían en películas, y Villaronga se encontró con una retahíla de negativas. Todos venían a decirle lo mismo: sí, pero..., y lo pintoresco es que el pero no remitía dudas sobre la historia, sino sobre la capacidad del cineasta, hasta entonces distinguido cortometrajista.
Ese es uno de los grandes problemas del cine español, que no aprovecha talentos como el de Víllaronga, cineasta que sabe crear un clima y sostener un ritmo; que no convierte su trabajo en un disperso cajón de sastre, sino en un riguroso investigar las propias posibilidades.
De entre quienes han debutado en la década de los ochenta, Villaronga y Guerin quizá sean los más prometedores, casi los únicos que piensan en imágenes, que no se limitan a ilustrar un texto, sino a fabricar mundos con la cámara.
Y en este sentido es justo destacar la aportación de Jaume Peracaula, con una fotografía excelente, que inventa el infierno pulcro y azul en que transcurre la mayor parte de la acción, y la aparición inquietante de David Sust, un actor con un físico adecuadísimo a las necesidades del relato, algo que también puede decirse, aunque con menos énfasis, del resto del reducido reparto.
Completan el buen trabajo artístico -casi de diseño, pero hecho con muy poco dinero-, la música obsesiva de Navarrete y los decorados de Cesc Candini, una coincidencia de méritos que sólo se produce cuando hay alguien que desde un principio sabe lo que quiere.
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