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Hablando del tiempo

Bien conocido es el contraste entre el tiempo que reloj y calendario miden; esto es, el tiempo de la cronometría y el internamente vivido, que acaso se alarga y dilata, según las circunstancias, en interminables minutos u horas de angustiada expectativa o, al contrario, vuela y se escapa sin sentir en lapsos de intensa felicidad, como el caso legendario de aquel monje que seducido por el canto de un ave misteriosa encuentra cuando regresa del jardín que en su convento han transcurrido siglos durante su ausencia, o como en la aventura onírica del deán de Santiago en el Exemplo XI de El conde Lucanor. Por otra parte, también sabemos todos cómo en el curso de la existencia humana el tiempo de la infancia discurre con descuidada lentitud y cómo su corriente empieza a acelerarse y se acelera cada vez más a partir de la adolescencia hasta hacerse vertiginosa, para remansarse de nuevo y tal vez estancarse a la espera de la muerte cuando en la senilidad han sido abandonados los quehaceres y cultas de la actividad social.Esas son experiencias individuales harto comunes. Pero en lo colectivo, en cuanto afecta al tiempo histórico, los ritmos vitales pueden divergir y separarse más o menos de las medidas marcadas por la cronología. Contamos por años, por decenios o por centurias, pero no hay duda de que para el sujeto sometido al cambio histórico la velocidad del tiempo varía de unos períodos a otros. Interesante sería sin duda averiguar, si ello nos fuera dado, la manera como se conjuga en concreto el tiempo vital de cada uno con el tiempo histórico en que le ha tocado vivir.

De mí sé decir que, volviendo la vista al inmediato pretérito, esta última década, durante la cual ha pasado España desde la dictadura a la democracia y desde un secular aislamiento pasivo a formar parte como miembro activo de las comunidades europeas, siento que los años han corrido ligeros y que el tiempo se me ha ido en un soplo. Me pregunto en qué proporción se debe esta impresión subjetiva a los efectos de mi avanzada edad y en cuánto responde a una aceleración objetiva del decurso histórico.

Poco importa a nadie lo primero. Dejándolo aparte, procuraremos especular acerca de si bajo la superficie del acontecer cotidiano los cambios ocurridos en España durante el lapso histórico en cuestión se han sucedido con el ritmo vertiginoso que a mí se me representa; lo que en otros términos quizá equivalga a tratar de averiguar cuál haya sido su calado efectivo.

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Por lo pronto, y desde la perspectiva actual, a la vuelta de estos 10 años, y ante fenómenos como el de la reciente revuelta estudiantil, cuyo espectáculo suscita en mucha gente la penosa sensación del dejà vu, tienden algunos a pensar que se ha cerrado un ciclo y que la historia se repite; que en cierto modo se anula el tiempo transcurrido para restituirnos al pasado. A la vista de que otra vez corren los estudiantes perseguidos por la fuerza pública (o más bien, para decir verdad, toman frente a ella la iniciativa de atacarla y acorralarla), acude a muchos labios la tópica frase: "Parece que fue ayer". Y sin embargo, por más que se reproduzca una fraseología manida y vuelvan a cantarse cansadamente los ridículos pareados insultantes de antaño, lo cierto es, al contrario, que podría invertirse el conocido dicho francés según el cual cuanto más cambia algo más sigue siendo lo mismo, para afirmar que cuánto más parece algo ser lo mismo es en el fondo más distinto. Desde luego, y como en estas mismas páginas ha señalado alguien que bien lo sabe -me refiero al profesor Raúl Morodo-, los recientes disturbios estudiantiles no reproducen de ningún modo el significado de los que en su momento instrumentaron con eficacia la lucha contra la dictadura franquista.

Se combatía entonces contra la arcaica situación política en que esa dictadura mantenía al país, e inevitablemente la movilización escolar, tanto como muchas de las demás actuaciones de la oposición al régimen, estuvo teñida del mismo arcaísmo que estaban impugnando. Era aquélla una lucha generosa llevada a cabo con plena conciencia de que se arriesgaba en ella -y con frecuencia se perdía- la libertad y la integridad personal, incluso la vida; una lucha inspirada en móviles altruistas pero intelectualmente nutrida de orientaciones ideológicas que habían perdido vigencia en el mundo exterior del que España se mantenía segregada y que tampoco podían tenerla ya en una sociedad española modernizada bajo la caparazón del Estado franquista, como pudo comprobarse tan pronto como éste fue desmantelado y se establecieron unas instituciones democráticas en lugar suyo. En contraste, los disturbios estudiantiles recientes no se declaran movidos por ideales altruistas ni responden a ideología alguna. Son un fenómeno perfectamente congruente con tantos otros como fuera de aquí y aquí mismo caracterizan al mundo contemporáneo. En este sentido viene a confirmar la definitiva homologación de nuestro país con el resto del Occidente y su completa reincorporación al ritmo del tiempo histórico, por más que esto no constituya Igual motivo de regocijo en todos los aspectos.

Para el caso concreto de la insurgencia estudiantil que hemos presenciado aquí en este año de 1987 resulta erróneo, en efecto, referirla al antecedente de las pretéritas algaradas antifranquistas. Su antecedente efectivo es el memorable mayo francés de 1968. En aquella fecha, cuando los estudiantes españoles eran maltratados, detenidos y procesados por el Tribunal de Orden Público, estallaba en París la rebelión muchachil que había de sorprender y dejar estupefactos no sólo al Gobierno democrático de la nación sino también a las organizaciones politicas y, sindicales, que eran allí tradicionales portadores de los programas y de la acción revolucionarios, y que en su desconcierto vacilaban entre apresuradamente sumarse a quienes de improviso les habían arrebatado la antorcha de la revolución o condenar un movimiento que surgía sin metas razonables ni perspectivas prácticas. ¿Acaso no hemos visto algo de lo mismo ahora aquí en España?

Tanto en aquel caso como en el actual nuestro, la sorpresa y el desconcierto de los revolucionarios oficiales y del Gobierno mismo frente a un movimiento que irrumpía con energía tremenda y que sin embargo venía desprovisto de una finalidad o propósito racional, estaban más que justificados. "Seamos realistas; pidamos lo imposible", fue uno de los más afortunados lemas del Mayo francés. Aunque menos ingeniosamente, también los estudiantes españoles piden ahora la Luna. Y claro está que la Luna puede alcanzarse. Ya en el año siguiente, 1969, se cumpliría la gran hazaña de enviar a ella unos astronautas para comprobar que en efecto está muerta, que la Luna estaba vacía, y regresar de allí trayéndose para acá unos pedruscos... Si los jóvenes de la Sorbona desdeñosamente pu- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior sieron en un brete al todavía por aquel entonces poderoso Partido Comunista Francés proclamando en cambio su entusiasmo por el pensamiento de un Mao remoto y florido, con igual espíritu recomendaban los estudiantes norteamericanos "hacer el amor, no la guerra". En la universidad de California tuve ocasión de presenciar las repercusiones de la revuelta francesa sobre el campus de Santa Bárbara, donde los lemas parisienses eran reproducidos, añadiéndoles, como aportación autóctona, el clamor por "Tierra y libertad" que postulaba para Estados Unidos la primaria e inverosímil revolución de Emiliano Zapata. Bien se advierte que en todos los casos el desafio juvenil contemporáneo asume -y esto le da una dimensión absolutamente radical- el tono del sarcasmo, de la blague; del cachondeo, diríamos nosotros con un vocablo que por esos mismos días adquiría aquí un notable curso público; pues nadie pretenderá que las reivindicaciones presentadas son en concreto demandas serias, propuestas constructivas. Por supuesto que la Luna puede alcanzarse. También he presenciado en Estados Unidos el efecto de la llamada open admission, que allí llevó a la Universidad a estudiantes analfabetos y por último, puesto que de los estudiantes se hacen los profesores, algunos profesores analfabetos también. Esto es lo que se pide; pero esto no puede ser un desiderátum. Lo que en el fondo expresan las disparatadas demandas es en verdad una cosa distinta, y no sólo tremendamente seria, sino patética. Lo que expresan en el fondo es la desesperación frente a una sociedad provista de recursos tecnológicos fenomenales -una sociedad que es capaz de enviar astronautas a la Luna y de almacenar armas suficientes para destruir en un momento el planeta entero- pero que se debate en caótica desorganización. Éste es el mensaje no formulado que el clamor escolar permite descifrar. Por eso decía yo antes que los disturbios estudiantiles actuales, producidos en España al mismo tiempo que en muy diversos y distantes parajes del mundo, son un fenómeno congruente con tantos otros fenómenos violentos de los que diariamente se ocupan los medios de información. Fútil me parece, pues, querer disociar, como se ha procurado, el movimiento estudiantil reciente de los actos de vandalismo o de los supuestos provocadores que en él han actuado. Todo ello responde a la misma realidad básica de una humanidad cuyas perspectivas históricas parecen obturadas y que por eso ha caído en estado de completa anomia (o, para evitar el sociológico palabro, que a falta de un orden universal viable y de unas pautas válidas de conducta adecuadas a ese orden despliega sus energías en direcciones destructivas).

"¡La imaginación al poder!", clamaban los jóvenes del Mayo francés; sí, pero ¿dónde se encuentra la imaginación?, ¿quién la tiene? Esperemos -quiero decir: deseemos- que las nuevas generaciones vean la luz y que el enorme potencial tecnológico que el ser humano ha sido capaz de adquirir se aplique por fin a organizar una existencia civilizada sobre este maltrecho planeta.

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