Pasión y razón
Todo tiene su pro y su contra. El pro del investigador -el hombre que persigue la conquista de alguna verdad, sea el laboratorio, la biblioteca o el escritorio privado el marco de la pesquisa- consiste en el logro, cuando éste llega, de la pequeña o gran verdad a que la investigación conduzca. El contra, si su mente no es estrecha y rutinaria, está en la limitación del campo de su atención y, por consiguiente, en la necesidad de prescindir de lecturas que le atraen y para las que no tiene tiempo. "Ya sólo leo", decía Papini en su senectud, "lo que necesito para escribir; soy como aquel que sólo comiese para defecar". Por muy lejos que esté el investigador de esa estimación excrementicia de sus producciones, tal es el esquema a que necesariamente se halla sometido el régimen de sus lecturas.Al galope
Viene esto a cuento porque recientemente he podido yo adentrarme en las páginas de un libro de muy sugestivo título: el Tratado de las pasiones, de Carlos Gurméndez. No resisto la tentación de exponer y glosar al galope algunos de los pensamientos que, además del gustoso ejercicio de leerlas, en esas páginas he descubierto.
Ante todo, la consideración de la pasión como fuente de actividad. Herederos de los griegos y del sentido que el término pathos -en su acepción originaria, afección pasiva- tuvo entre ellos, todos los pueblos de Occidente, desde el romano, han nombrado a la pasión con palabras que expresan directamente esa presunta pasividad del sujeto que la experimenta: passio en latín y en todos sus derivados neolatinos, leidenschaf -leiden es padecer- en alemán. Así, se entiende que los médicos medievales llamaran passiones a las enfermedades, y que los españoles tantas veces las llamemos afecciones. Pero si de la pasión en abstracto pasamos a su realización concreta, ¿no es cierto que el apasionado es un hombre a quien una pasión, la codicia, el amor erótico, el ansia de gloria u otra cualquiera, le está moviendo con violencia a la actividad que a ella corresponda?
No es extraño, pues, que, más, o menos conscientes de ello, los pensadores modernos, desde Descartes y Spinoza hasta Hegel, Marx y Freud, hayan visto en primer término lo que en la pasión es principio de actividad, y que los médicos modernos, desde Sydenham a Von Weizsácker, vean en la enfermedad, más que afección o pathos, un intento, conamen, o una producción, poíesis. La pasión, en suma, es la expresión psicológica y social de la tendencia a la actividad ínsita en lo más profundo de nuestro ser; y las pasiones, las formas que psicológica,y socialmente adoptan las diversas pulsiones en que esa radical tendencia se realiza. Muy original y finamente, y mediante textos no sólo filosóficos, también literarios, así nos lo hace ver Carlos Gurméndez.
La pasión, sigue diciéndonos Gurméndez, no es en nosotros el polo opuesto de la razón, algo radicalmente irracional, como no se tenga de la razón La idea que de ella tuvo el racionalismo moderno. La pasión no es un movimiento anímico sólo cognoscible por la vía de una intuición oscura; no es seele (alma) a la que como adversario se contrapone el geist (espíritu), según la otrora resonante antropología de Klages.
Como toda actividad humana, la pasión es a la vez explicable y comprensible, y en la conjunción de una y otra vía debe consistir el método para entenderla. Es explicable, aunque la explicación científica no pueda darnos su íntegra realidad, porque por esencia tiene un sustrato corporal, -neurofisiológico y endocrinológico, que sólo por vía explicativa -la indagación de su por qué- puede ser conocido. Es comprensible, en la acepción técnica de esta palabra, porque sólo mediante la comprensión -la detección de su para qué- nos es posible entender su vario sentido humano.
La codicia
La entrega a la pasión de la codicia, por ejemplo, lleva en su seno la puesta en marcha de un mecanismo corporal específico (su por qué) y posee un determinado sentido en la vida del codicioso y en la sociedad a que éste pertenece (su para qué). Mil veces se ha di,cho, con Pascal, que el corazón tiene razones que la razón no conoce, sentencia a la cual replicaba Ors diciendo que la razón tiene sentires que el corazón no siente. Muy certeramente, sobre uno y otro aserto sabe situarse el autor de este Tratado de las pasiones. En el prólogo a otro libro de Carlos Gurméndez, Teoría de los sentimientos, García Bacca cifra el empeño de su prologado en la tarea de racionalizar los sentimientos y sentimentalizar las razones, tarea en la cual da un nuevo e importante paso el volumen que ahorai, comento.
De ahí el resuelto antiestoicismo de nuestro autor. La ética estoica tuvo su nervio en el dominio de las pasiones, y si fuera posible, en su aniquilación.
Nec spe, nec metu, sin esperanza, sin temor y sin las pasiones que estos dos contrapuestos estados del ánimo llevan consigo, el varón estoico llegaría a ser dueño de sí mismo. Pero el camino hacia la perfección de la vida humana no es la apatía, la carencia de pasiones, sino el apasionamiento, la lúcida entrega a lo que toda pasión tiene de positivo y prometedor; porque muchas son condición necesaria para el progreso individual y social, y -en su viviente concreción real- ninguna de ellas es un mal absoluto.
Sin que su alta y manifiesta estima de Marx haga de Carlos Gurméndez un limitado doctrinario del marxismo, así lo hace ver el noble y animoso progresismo que su libro rezuma. Muy estimulante será su lectura para los cristianos deseosos de abandonar el estoicismo que tantas veces ha informado la ascética tradicional, y de romper, en consecuencia, con la nefasta oposición entre lo temporal y lo eterno que ella postuló.
Propone Gurméndez una clasificación de las pasiones basada en la dicotomía codicia-humildad: "De la voluntad activa del querer nace la codicia, pasión fundamental... Por el contrario, de la inactividad del querer nace la humildad, que, como dijo Spinoza, no es una virtud y sí una pasión".
Esta pauta interpretativa preside el análisis filosófico, psicológico y literario de las pasiones particulares que en su libro contempla; no sólo la codicia y la humildad, también la envidia, los celos, el orgullo, la ambición, la venganza, la avaricia, el trabajo, el deseo, la pereza, el amor pasional, el amor paternal, el amor filial, el odio. Toda una rica y sugestiva respuesta al verso en que Quevedo declara su árida soledad interior: "¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?". Porque vida, auténtica y bullente vida real, es lo que este Tratado de las pasiones nos ofrece.
Humildad
Déjeseme romper una lancilla en defensa de la verdadera humildad. Virtud o pasión, no es la humildad un hábito anímico que entusiasme a Carlos Gurméndez. "Nada hay más soberbio que esta humildad sencilla", escribe. "Todo ser humilde es un sincero hipócrita, pues la humildad total no existe. En el fondo (el humilde) esconde y conserva la potencia de su voluntad, pero no quiere ejercerla". Un precioso neologismo de César Vallejo -"humildóse, hasta hacerse muy pequeñito"- le sirve para ilustrar esa actitud ante la humildad. Pero ¿no sucederá que Carlos Gurméndez, seducido por Nietzsche, lanza su diatriba contra una humildad que no es virtud, sino soterrada pasión, esa que Descartes llamó "humildad viciosa" y todos, cartesianos o no, llamamos falsa humildad?
¿Acaso la verdadera humildad, la constante disposición a atenerse sin resentimiento a la propia limitación -en la lucha contra el límite propio y en la limpia aceptación de lo que de esa lucha resulte tiene una de sus reglas de oro el recto vivir- es incompatible con la magnanimidad, y por tanto con la esperanza y el progreso? Dígase si en este sentido no han sido humildes los grandes creadores de la historia. Newton y Einstein, sin ir más lejos.
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