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Donde habita el olvido

¿Acaso no sería el pequeño hotelito de Velintonia, con un busto de Vicente Aleixandre en su entrada, el mejor monumento a su memoria? Diré por qué. Podría empezar apelando a la condición de toda casa como primera visión del orbe y como reducto de libertad de un solitario, algo que todo poeta es esencialmente. Y empiezo por ello porque además, en el caso de Aleixandre, la enfermedad se ocuparía de vincularlo a aquellas entrañables paredes, lo quisiera o no. Allí conoció del amor y del desamor, por allí discurrieron sus afectos familiares y ejerció la amistad con miitancia activa. Allí recibió a la poesía que se encarnó en su vida y recibió toda su dedicación, todo su empeño. Bastaría con esto para entender la significación de esta casa cuyo patrimonio público reivindicamos hoy.Pero se sabe además que Velintonia era el nombre de la hospitalidad en el ámbito de la literatura española y era el nombre de la generosidad -muchos fueron los jóvenes poetas españoles que a la sombra de aquella casa conocieron la atención y el consejo de Aleixandre-, y era el nombre de la solidaridad. Se vincula a Velintonia, y con justicia, el sentido del exilio interior, la expresión de una resistencia intelectual al franquismo, desde dentro, con la perspectiva de la independencia y de la honestidad de nuestro poeta. Ese doloroso exilio, nunca inferior en sufrimiento al otro, lo vivió Aleixandre desde el olvido que la tiranía impuso. A lo menos que se puede aspirar por parte de quien vea en Vicente Aleixandre un español ejemplar es a que si ayer fue un nombre prohibido, que lo llegó a ser, hoy no sea un nombre oculto por la desidia de los demócratas. Que donde su nombre está no habite el olvido.

Sin embargo, apenas han pasado dos años de aquella mañana de diciembre en que enterramos a Vicente Aleixandre y no se puede decir que desde entonces a ahora hayan abundado los actos de recordación y homenaje ni los gestos oficiales que tendieran a favorecer la memoria de nuestro premio Nobel. Más bien se diría que se ha precipitado el olvido. Es ésta una propensión muy común entre nosotros cuando se trata de un protagonista de nuestra historia que trabaja al margen de lo divertido y se forja en el rigor de la soledad. Eso sí: se recuerda con entusiasmo lo aureolado por el populismo, se exalta la memoria del histrión, se rememoran las anécdotas de los personajes anecdóticos y se prefiere la crónica de sucesos al excepcional acontecimiento de la creación individual. Está claro: se tiende a destacar a la gente por sus ties singulares, y a veces actúan éstos en una tarea de merma de la verdadera personalidad intelectual, si la hubiera, del personaje homenajeado. Somos propensos a los reconocimientos bulliciosos y no nos importa que tales celebraciones bordeen con frecuencia el ridículo.

Por otra parte, cuando uno se lamenta de la falta de memoria en relación con una actitud civil ejemplar o respecto al escaso recuerdo de una tarea intelectual sin fisuras, es corriente advertir cómo se usa el desprestigio de la memoria o cómo se corre el peligro de ser tildado de obsesiones funerarias o sacralizaciones más o menos caducas. Parece a veces que no fuera necesario revivir aquello que la actualidad no impone. Hemos de reconocer en seguida la habilidad con que se sitúa en el estadio de la noticia al hecho, al personaje o a la obra que los beatos o los incondicionales de nuestra vida social están interesados, por razones políticas, gremiales o simplemente personales, en recordar y revivir a bombo y platillo.

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No es entre estos ruidos donde suele desenvolverse la poesía. Tal vez por esto la memoria de los poetas que no fueron útiles al panfleto aunque algunos de los que sí sirvieron a tales beneficios alcanzaran verdadera grandeza en su obra- está condenada al olvido. No es de extrañar que así ocurriera con Aleixandre -siempre a salvo en el reducido ámbito de los amantes de la literatura- si se tiene en cuenta la sorpresa con que fue acogida la noticia de su premio Nobel en el amplio y prestigioso círculo de la ignorancia. Y ya empieza a haber muestras: la casa del poeta, que, como hemos visto, fue algo más que la casa de un poeta, es hoy un lugar -pido prestadas las palabras a Luis Cernuda- donde habita el olvido. Puede convertirse de un momento a otro, si el Ministerio de Cultura no lo remedia, como parece proponerse, en el hotelito de una familia adinerada o, lo que es peor, ser objeto de destrucción por la piqueta legítima de una inmobiliaria.

Los que sentimos devoción por la persona y la obra de Vicente Aleixandre nos hallamos sentimentalmente expoliados. Hay otras razones importantísimas, como queda escrito, para defender la salvación de la casa número 3 de Velintonia, pero acaso no sea la menor la que ampara el derecho de los aleixandrinos fervorosos a defender su patrimonio sentimental. No serán los beatos de nueva estirpe -tan prodigados en las áreas de pragmática actuacion- quienes vengan a prohibir las devociones laicas y el derecho a la sentimentalidad como bien cultural. No se concibe una sociedad del bienestar que no cuide con esmero la sentimentalidad de sus ciudadanos. Pero por si no resulta suficiente el argumento, ni la reivindicación del santuario nos otorgara más razón -mucho me temo que ante ciertas mentalidades habría de quitárnosla-, apelemos a eso que entienden tan bien algunos nacionalistas de nuevo cuño: la transformación de la casa en materia de souvenir. Recordemos, por ejemplo, la de Thomas Mann en Múnich o la de Rembrand en Amsterdam. Prefiero estos ejemplos por si el fervor comunitario europeo les ayuda en la comprensión a efectos de exhibir -ya que no por otros merecimientos, sea siquiera por el premio Nobel- una gloria nacional. Hay otras muestras en nuestro país -la casa de Cervantes en Alcalá o la de Rosalía de Castro en Padrón, entre otras- pero supongo que habrían de resultar menos eficaces estas referencias locales. Aún es posible que llegaran a entendernos si sugerimos la transformación de la casa en un museo de la generación del 27. Pero sobre todo si uno añade la figura de Lorca expresamente -este reclamo sí suena tan adicto a Velintonia y tan empapada aquella casa de su recuerdo-. Si además rememoramos a Pablo Neruda (aquel jardín y aquellas estancias fueron para él una constante llamada, estuviera donde estuviera, y el más hermoso símbolo de la fraternidad de tertulias y complicidades literarias y políticas) quizá se vaya entendiendo mejor, con el exilio interior añadido, el valor histórico de la casa. No habría que olvidar en nuestro empeño argumental que de aquellos árboles se colgaba como un zagal uno de los más queridos amigos de Aleixandre: el poeta alicantino Miguel Hernández. Por demás está decir que toda una serie de figuras extranjeras de la literatura que allí estuvieron podría aureolar con sus fotos la de nuestro premio Nobel, sin que faltaran, naturalmente, libros, autógrafos, cartas y documentos que los amigos de Aleixandre podrían aportar. Y en último caso, ¿por qué no aceptar el propósito del Ministerio de Cultura, que en un proceso de reduccionismo que no les llevó ni un día ha inventado el museo del exilio interior? Tal vez debamos, eso sí, formular una pregunta inocente: ¿cree el Ministerio de Cultura que la figura y la obra de Vicente Aleixandre necesitan de pretextos y compañías, siempre honrosas, porque con su solo nombre no se justifica la empresa?

Quizá en el proyecto se halle la respuesta. A mí, sin embargo, no me abruma la importancia de otros argumentos históricos o didácticos de utilidad por encima de lo que a primera vista podría resultar un lujo sin utilidad posible: el monumento. Esta ciudad está bien pertrechada de piedras y estatuas de recuerdo a personajes de vario o nulo merecimiento. ¿Duda alguien que Madrid, y España entera, tenga una deuda en este sentido con Vicente Aleixandre?

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