Un Robinson doméstico
¿Qué pretendía Peter Weir al llevar al cine La costa de los mosquitos? Viendo la película es difícil adivinarlo, pues se diría la apresurada crónica de un viaje de vacaciones que acaba mal. Harrison Ford -o, más correctamente, Allie Fox, que ése es el nombre de su personaje- es un individuo que embarca a toda su familia en una aventura en la jungla, en una experiencia de pioneros robinsonianos.Su programa, el espíritu que le empuja y con el que convence a hijos y esposa del atractivo de instalarse en Honduras, no es distinto del que pueda sentir un adolescente después de leer Dos años de vacaciones, de Jules Verne.
Sin embargo, Allie Fox no debiera parecer un adulto juguetón, sino un peligroso y atractivo paranoico que no cesa de discursear sobre los males que aquejan al mundo, y sobre todo a Estados Unidos. Se trata de un individuo genial, capaz de idear nuevas civilizaciones en las que reine la pureza más estricta, en las que el trueque sustituya al dinero y en las que rija una suerte de comunismo primitivo. Es un predicador laico que vocifera contra la televisión y las hamburguesas, que reclama un mundo en el que todo lo superfluo sea destruido.
La costa de los mosquitos
Director: Peter Weir. Intérpretes: Harrison Ford, Helen Mirren, River Phoenix, André Gregory. Guión: Paul Schrader, basado en la novela homónima de Paul Theroux. Fotografía: John Seale. Música: Maurlee Jarre. Estreno en Madrid en cines Bulevar, Gran Vía y La Vaguada M-2.
Las razones por las que el filme de Peter Weir resulta fallido son varias. De entrada, porque al trivializar al héroe y convertirle en un participante de una París-Dakar familiar en vez de un auténtico Robinson, debilita las relaciones de dependencia con las que tiene atados a esposa e hijos. A continuación hay que citar la prisa con la que se soluciona la parte correspondiente a la vida en Estados Unidos y al viaje en un barco bananero.
Esta precipitación se hace en detrimento de la parte monstruosa de Fox, que ya no ordena a sus hijos que se suban a lo alto de un mástil ni se enfrenta a su jefe en nombre de una economía no especulativa. Ese delirio puritano ha sido cuidadosamente borrado, quién sabe si debido a la presencia de Paul Schrader como guionista. Schrader es alguien que, por su biografía personal -hijo de calvinistas muy estrictos, no puedo, por ejemplo, ir al cine hasta los 18 años-, parece muy dotado para retratar a un personaje como Fox, que no es tan distinto del George Scott de Hardcore, pero esa misma idoneidad parece haber jugado a la contra.
De La costa de los mosquitos queda en la memoria del espectador muy poca cosa, demasiado sanos sus protagonistas, cómo si, meses de miseria y enfermedad no bastaran para borrar los beneficios alimentarios de un origen primer mundista. Quizá ese: plano general con la enorme y blanquecina silueta de la rudimentaria fábrica de hielo recortándose contra el verde de la jungla sea, a modo del monolito de 2001, lo que sobreviva de esa ficción que se quiere conducida por un loco y llena de ruido y furia, pero que no trasciende el empecinamiento de su héroe.
Babelia
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