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CRISIS EN WASHINGTON

Alza en la bolsa beirutí del secuestro

Estados Unidos paga en el mercado libanés el precio de su estrecha colaboración con Israel

En octubre de 1985, Alan Steen fue entrevistado por el diario de Arcata (California, EE UU». Sus paisanos querían saber por qué diablos vivía y trabajaba en Beirut, una lejana ciudad árabe cuya sola mención les ponía la carne de gallina. "Es una aventura continua, con una nueva página cada día", respondía. Steen, de 48 años en la actualidad, profesor de periodismo, contó al reportero californiano que su segunda esposa "visitó Beirut cuando yo ya estaba instalado allí; no le gustó nada y pidió el divorcio". El profesor se casó luego con Virginia, una compatriota que también enseñaba en el Beirut University College, en el lado musulmán de la capital libanesa. Líbano no tiene nada de eso que se entiende por Estado, es decir, policías, jueces seguridad social, semáforos y todo lo demás.

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Líbano obliga a sus habitantes, nativos o extranjeros, a apañárselas solos, a forzar hasta límites que les sorprenden a ellos mismos sus capacidades para la resistencia física y psíquica, para el ingenio, para el chalaneo, para la chapuza. Ello resulta a veces embriagante.

"Eso podría pasarme a mí"

Es, con mucha probabilidad, lo que quería decir Steen en su entrevista al diario de Arcata. "Es un sentimiento trepidante. El sentimiento de que eso podría pasarme a mi , declaró.

Un año y pico después de esta conversación, en la noche del pasado 24 de enero, una furgoneta policial, con cuatro individuos uniformados y armados con rifles M-16, penetró en el campus del Beirut University College. "Fue como una película de Hollywood", declaró un testigo del secuestro de Steen y tres de sus compañeros del cuerpo docente, dos norteamericanos y un indio.

Steen ya es uno de los protagonistas. Hace unos días apareció con barba en una filmación en vídeo remitida por Yihad Islámica para la Liberación de Palestina. El profesor de periodismo leyó un comunicado que anunciaba su muerte y la de sus compañeros de infortunio. Luego los secuestradores aplazaron la ejecución, cinco minutos antes del vencimiento del plazo que ellos mismos habían dado. Empezó la hora del chalaneo.

En Líbano, la vida humana tiene un escaso valor, y, en consecuencia, la libertad apenas se cotiza. Aparte de sus propios y seculares demonios familiares, los libaneses aprenden esa lección cada vez que la aviación israelí descarga su mortífera mercancía en cualquier lugar del país, o cada vez que las tropas de Tsahal o sus aliados surlibaneses entran en una aldea o campamento de refugiados y se llevan detenidos a varias decenas de shiís o palestinos.

Desde el verano de 1982, fecha del asedio israelí de Beirut, las diferentes milicias, grupos, grupúsculos y bandas libaneses han tomado unos 3.000 rehenes, según cálculos de la Prensa local. La mayoría de ellos, se cree, ya no son de este mundo.

Al principio imperaban las razones políticas o religiosas. Ahora un gran número de los secuestros obedece a la mera búsqueda de un rescate económico. El sector musulmán de Beirut es escenario de una plaga de secuestros. Es víctima lo que queda de la antaño próspera clase media libanesa. El precio habitual es de 50.000 dólares (6,5 millones de pesetas) por cabeza de médico, abogado, cambista u hombre de negocios. Los diarios beirutíes dedican a estos casos cinco o seis líneas en páginas interiores, cuando las dedican.

Rehenes de primera

El mundo ha conocido el asunto por los casos de residentes occidentales, de los que ahora hay 26 secuestrados, o 27 si se incluye a Terry Waite. Pero incluso entre los rehenes extranjeros hay de primera y de segunda. A la categoría más alta pertenecen los norteamericanos, los franceses, los británicos o los alemanes occidentales; a la otra, los que un diario local llamó "rehenes olvidados": un italiano, un irlandés y un surcoreano.

La mayoría de los secuestrados occidentales estaban relacionados con la enseñanza, la medicina o el periodismo, y aguantaban en Beirut por verdaderos motivos vocacionales. Sólo en un caso, el de William Buckley, los captores parecen haber tenido razón al calificarle de espía. Buckley, que murió en cautiverio, era el jefe de la CIA en Líbano, según confirmó The Washington Post el pasado noviembre.

Si la libertad y la vida de los rehenes occidentales no vale casi nada para los grupos integristas que los tienen, pesan mucho, en cambio, para los países de los que proceden. Los secuestradores han aprendido esto al ver que Estados Unidos entregaba armas a Irán, que España liberaba a dos shiíes encarcelados en Alcalá-Meco, que Francia expulsaba a opositores al régimen de Teherán y comenzaba a devolver el dinero iraní que retenía, que la República Federal de Alemania se mostraba dispuesta a entregar una suma enorme de marcos.

En cuanto a Israel, abanderada de la política de no negociar con el terrorismo, la experiencia libanesa ha probado que está dispuesto a intercambiar cientos de detenidos árabes por uno solo de sus soldados capturados.

Beirut ha recibido en los últimos años un rosario de mediadores dispuestos a hablar cara a cara con los secuestradores. Uno de los primeros fue Mohamed Alí, el antiguo campeón del mundo de boxeo, antes conocido como Cassius Clay. Médicos y hombres de negocios norteamericanos y franceses de origen sirio o iraní han desfilado también por la capital libanesa.

Pero el mediador más conocido es un gigante barbudo de dos metros de altura y más de 100 kilos de peso, que ejerce de enviado especial del arzobispo de Canterbury. Cuentan que a Terry Waite le decía su padre, un policía británico, que cuando empezara algo debía terminarlo. Ahora los corresponsales en Beirut dudan si incluir a Waite en la lista de rehenes o darle sólo por desaparecido.

Sólo un país del mundo no ha caído en el chantaje de los secuestradores libaneses: la Unión Soviética. En el otoño de 1985, Arkavi Katalov, diplomático soviético, fue encontrado muerto en el Beirut musulmán. Dos días antes había sido secuestrado junto con otros tres funcionarios de su embajada.

Drusos y sirios

Milicianos drusos y agentes sirios removieron a conciencia los suburbios meridionales de Beirut, y finalmente dieron con el paradero de los secuestradores y sus víctimas. Los soviéticos fueron liberados sin ninguna contrapartida. Muchos creen en Beirut que los amigos de la Unión Soviética secuestraron también a familiares y amigos de los captores, y hasta que "los trabajaron a cuchillo".

Pero sólo la URSS puede hacer esto en el Beirut musulmán, porque, aunque no sea muy popular, cuenta al menos con sirios y drusos. Las potencias occidentales, y en particular EE UU, sólo han encontrado hasta ahora el recurso de pagar. Es el fruto de una política que todos los musulmanes y no pocos cristianos identifican con la israelí.

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