Muerte del novelista
Con alguna frecuencia se suele preguntar a los novelistas que por qué escriben. El hecho mismo de que todavía esté incluida tal pregunta en el repertorio general de interrogantes no hace sino revelar que el escribir se incluye en el área de las aficiones raras o de las actividades inútiles. Nadie nos pregunta por qué trabajamos o qué razones nos impulsan a comprar un coche de dos o cuatro puertas.Efectivamente, la escritura es una rara afición, en la que se consumen cantidades de tiempo y energías que en cualquier otra actividad rendirían beneficios más palpables. Si los tres o cuatro años que se emplean en escribir una novela se dedicaran al adulterio, a ganar dinero o al aprendizaje de idiomas, por poner tres ejemplos diferentes, al final de ese tiempo se habrían obtenido, en cualquiera de estas áreas, beneficios mucho más visibles que los que -salvo excepciones- producen los libros cuando comienzan a vivir su vida. Es, pues, la aparente falta de relación entre lo mucho que se entrega y lo poco que se recibe a cambio de esa entrega lo que hace que el escribir resulte una extravagancia, un lujo, una rare za, en fin, que provoca la repeti ción de la pregunta por qué escribe usted.
Las respuestas son muchas y variadas, pero en general todas ellas tienden a utilizar la técnica del epitafio, intentando condensar en una frase perfecta, redonda, la complejidad de un acto que guarda más relación con la necesidad que con la voluntad. En otras palabras, la mayoría de estas respuestas son ingeniosas y brillantes, pero no explican qué beneficios secretos recibe el novelista para tropezar tantas veces en la misma piedra, disfrazada de novelas diferentes.
Y es que la vida es rara. No sabemos qué pasará mañana, excepto que sonará el despertador a la hora de siempre y que viviremos otro fragmento más de la existencia. Al conjunto de tales partículas -unidas entre sí por cicatrices, costurones, memoria o tiempo- lo llamamos historia o vida. Se quiere significar con ello que la existencia es un todo del que podemos separar o arrancar provisionalmente un pedazo para exponerlo a la vista del público, o a la consideración de la propia conciencia, con la seguridad de que una vez usado regresará automáticamente a su posición original.
Sin embargo, esa totalidad no existe. La contradicción de la vida -de ahí su rareza- proviene del hecho de que está compuesta por fragmentos separados de un todo que no tiene lugar. O que tiene lugar en otra parte.
Un ejemplo lejano
Yo mismo, por poner un ejemplo lejano, soy un tipo inconcreto. Si dividiera mi existencia en décadas, no encontraríamos en ellas ningún elemento común lo suficientemente sólido como para crear un conjunto homogéneo, sin grumos (lo que llamamos Una Vida). Si la dividiera en épocas, no podría tampoco, por más que removiera la pasta, igualar odiluir unas partes en otras. Nifiez, adolescencia, juventud, pasado, no son sino diferentes instantes atribuidos a un sujeto en el que sólo lo transitorio permanece: estatura, color de la tez y de los ojos, número de carné de identidad, etcétera. Cosas, como se ve, útiles para obtener un pasaporte o un certificado de matrimonio, pero insuficientes a todas luces para vivir.
En resumen, que este recipiente mortal que es mi cuerpo ha albergado con notable desorden individualidades diferentes, personalidades alternativas, deseos incompatibles, voces varias.
Por alguna oscura razón, tal troceamiento personal se vive con angustia, y de ahí -creo yo- esa costumbre de hilvanar los pedazos de una o varias vidas y de hacer con el resultado Una Historia. De este modo, nos transmitimos la ilusión de que las cosas pasan unas después de otras y adquirimos así un sentido sucesivo y casual de la experiencia.
Esa sensación de completud, de unidad, de sucesión y causa sólo somos capaces de encontrarla algunos novelistas en el hecho mismo de escribir. La novela es un espejo, sí, pero un espejo que nos devuelve una imagen indivisible y articulada de nosotros mismos. Mientras escribo una novela, vivo una situación semejante a la del niño que, ignorando los límites del propio cuerpo, es colocado frente a un espejo por un adulto que le dice: "Ése eres tú". Y el niño mira y se ve sólido, limitado y único, pero también un poco ajeno, porque advierte que su imagen sólo está sometida a cierta unidad cuando se encuentra fuera de sí mismo. Con el paso del tiempo, o se hará novelista, o enloquecerá o, en fin, adquirirá -como se adquieren otro hábitos- la costumbre de contemplar las cosas como si sucedieran unas después de otras y como si las primeras fueran causa de las segundas.
Hay un momento decisivo en la educación del hombre; es aquel en el que comienzan a confundirse las relaciones de proximidad con las relaciones de causa. En ese instante muere el novelista.
Babelia
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