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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El poder y la oposición

TRAS LOS cambios producidos en la cúpula de Alianza Popular (AP), el Gobierno se ha decidido por fin a suprimir la arbitraria figura del jefe de la oposición. Dicha figura, no prevista en la Constitución, fue introducida a comienzos de la pasada legislatura por el Gobierno socialista, a través de un simple decreto, en el que se determina la posición asignada en los actos oficiales al "líder del primer partido de la oposición". Con tan escuálida base jurídica, la Mesa del Parlamento adoptó un acuerdo por el que se habilitaba una serie de medios materiales para el titular del puesto. Así es que, aparentemente, primero fueron los atributos, y luego, el órgano. Pero en realidad se trataba de algo creado expresamente para la persona que iba a ser su titular: Manuel Fraga.Se motivaba todo en la confluencia entre la obsesión formalista de Fraga por el patrón de democracia que se había traído de Londres y el interés de los socialistas por acreditar un modelo de bipartidismo en el que el otro polo fuera atribuido a alguien destinado a no ganar nunca. En resumen, un intento artificioso por perpetuar la cómoda situación existente.

Las fugas producidas en el Grupo Popular, que convirtieron al Grupo Mixto en la tercera fuerza numérica de la Cámara, acentuaron hasta límites próximos al ridículo ese cargo. En un Parlamento de 350 escaños, resultaba grotesco que un grupo con 68 diputados disfrutara de preeminencia.

Por otra parte, la pretensión -rechazada por el presidente del Congreso- del nuevo líder de AP de celebrar el debate sobre el estado de la nación en una sesión conjunta de las dos cámaras -habida cuenta de la condición de senador, y no diputado, de Hernández Mancha- carecía de viabilidad práctica. La Constitución regula de manera precisa en qué ocasiones se celebrarán sesiones conjuntas del Congreso y el Senado, y entre ellas no figura la presentación en sociedad de nuevos valores de la vida política, por prometedores que sean.

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Pero si la modificación de la normativa constitucional sobre esa u otras cuestiones no está en las manos del presidente del Congreso, sí lo está, en cambio, la iniciativa para reformar, a la luz de la desgraciada experiencia reciente, el reglamento de la Cámara. El Parlamento, tal como funciona actualmente, con la enorme mayoría de los diputados convertidos en testigos mudos de lo decidido por los estados mayores de los partidos que los designan candidatos, se muestra incapaz de reflejar, como sería su misión, las preocupaciones sociales y políticas de los ciudadanos. Representa mal la pluralidad ideológica de la sociedad española y en absoluto sirve, por su lentitud, como mecanismo de control del Ejecutivo. Si la disidencia social tiende a expresarse por vías paralelas es porque el conflicto, consustancial a toda sociedad democrática y abierta no halla cauces de expresión en las Cortes.

Para revitalizar la vida parlamentaria y detener el desgaste de legitimidad de la institución más característica del régimen democrático es imprescindible devolverle su vocación originaria de parlamento: lugar de confrontación y diálogo. Ello implica, en primer lugar, cambiar la actual normativa sobre los grupos parlamentarios a fin de acabar con el ridículo del actual Grupo Mixto. Pero también potenciar las comisiones de investigación sobre asuntos de interés público y agilizar las de control del Gobierno. En este sentido, la dejadez y apatía que el partido socialista y el presidente del Congreso exhiben ante este problema, que les garantiza una comodidad de ejercicio paralela a la ineficacia del sistema, es grave.

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