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Tribuna:EL REGRESO DE LA POESÍA
Tribuna
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Perdimos la palabra

Colgaron el vaquero, el traje o la zamarra, y vistieron para el acto de escritura sus mejores túnicas y clámides de gala; dispusieron sobre la mesa su colección de ágatas, rosas del desierto, figurillas de marfil y diosecillos de barro; vertieron al tintero la savia añeja y disecada de la orgía romana, la cicuta helénica y los jardines asiáticos; mojaron en ellos sus delicadas plumas de ganso y esculpieron su discurso con títulos de mármol, versos de jade y estrofas de alabastro.Corrían los primeros años setenta y la joven poesía quemaba las naves de lo vulgar y cotidiano para embarcarse en la procelosa singladura del intelectualismo a ultranza. El bodegón, la efigie, la máscara y las naturalezas muertas colmaron los poemarios, rebosantes de citas, mitologías y referencias a las demás artes, como si la poesía fuera incapaz de crear una obra propia en mejor o peor armonía con el hombre, el sentimiento, la vida y sus circunstancias. Y todo ello, envalentonado día a día por la suficiencia y alejamiento de los mortales que creen poseer los elegidos; los que olvidaron que el poeta sólo es reflejo de los dioses, y no siempre, en el momento de la creación, retornando al avatar terreno cuando el punto final de ese trance misterioso e inefable le resucita aquí y ahora, tan grandeza y miseria como el resto de los humanos.

Obstáculos

Embelesado por su papel de arquéologo y recopilador, el poeta no supo ver, o no quiso, que el lector habitual, de por sí minoritario, espaciaba sus recaídas en e¡ verso, frustrado ante tanto obstáculo para iluminar algo que empezó a sospechar insondable. El perjuicio estaba hecho y no sólo salpicó a la siguiente generación, que sabría reaccionar a tiempo, sino que se cebó en quienes, sin coronas de laurel, elaboraban una poética distinta -social, épica, experimental, pura...-, e incluso en los que forjaban un ejercicio culto, de inspiración clásica, no exento, sin embargo, de intimismo, experiencia y sangre en las venas. Si ardua fue siempre la divulgación lírica, mucho más lo sería a partir de esta anacrónica y asoladora riada.

Diez años después, tímidamente al principio, decididamente luego, una nueva hornada poética, albacea de la anterior, osó dilapidar en el mundanal ruido la rutilante herencia, abriendo las válvulas del aire libre y exponiéndose a la corriente ambiental, salud y catarros de ese claroscuro llamado vida. Los nombres que bautizaron estos movimientos -Nueva Sentimentalidad, Sensismo...- no, importan; si no existieran habría que inventarlos y seguirían siendo igual de caprichosos e indefinidos. De cualquier forma, el poso culturalista era enorme, y hallar la propia voz, y trascender con ella los ceñidos límites del mundillo poético debió acompañarse esta vez de un previo rendir modestia, autocrítica y culpa propia, antes de salir a buscar y ganar palmo a palmo el terreno perdido.

Y he ahí el propósito en el que aún hoy día nos debatimos y extraviamos. Porque, si no se alcanza, corremos - el riesgo unos y otros, no importan tendencias, de estar labrando las páginas de un papel mojado, llamado historia literaria, que en España empieza a deslizarse pendiente abajo, consumido en la contemplación de su propio y endecasílabo ombligo, como si la suya fuera una vocación mística para lectura, estudio y tratado de la cofradía poética, la única interesada. Se trata, por tanto, de salvar el naufragio, retornando un pulso emocional para cuya percepción y, disfrute hay que nadar contra corriente y empaparse de tiempo existencia, entorno y uno mismo. El poeta ha perdido, no lo olvidemos, el antaño atractivo que le convertía en un ser fascinante al margen de su obra. Trovadores, goliardos, románticos y simbolistas, entregados todos ellos al solo vagar, devoción y adoración de su musa, han sido reemplazados por ejecutivos, publicistas abogados, profesores, políticos y un largo etcétera, que entre prisas, sobresaltos y amagos de infarto, encuentran obsesión, fines de semana y algún que otro entretiempo, para hilvanar su ovillo de versos con fuerzas limitadas y plazos fijos. De ahí la exigencia de un idioma terrenal y táctil, extinguida por ahora su singular estampa de ebria, errante y bohemia fisonomía. El poeta está dentro, horarios incluídos, de este, dislocado frasquito en conserva que habitamos, y desde él se le reclama capacidad y aliento para secar el formol, restar los colorantes y aditivos y prestar pulmones y futuro a una especie que rastrea sus ambiciones a ras de suelo, útiles y posibles.

La socorrida coartada de esos llamados "malos tiempos para la lírica", que muchos afirman corren a estas alturas del siglo, no es cierta. Nunca ha sido tan diáfana la sensible arteria comunicativa que, con mayor o menor fortuna, impregna cada manifestación pública de origen artístico, mercantil o informativo. El cine, la canción, la joven y última filosofía, la moda, las publicaciones más vanguardistas, las series españolas de la pequeña pantalla, la clave y el lenguaje de los programas radiofónicos con mayor audiencia y hasta la otrora agresiva publicidad, que corteja sus espacios con acaramelados romances dictados por el marketing para engordar el índice de incondicionales y adictos, así lo demuestran. Todos ellos no han hecho más que ensanchar su campo de expresión, para cubrir una demanda social dejada sin respuesta cuando quizá los avatares del mundo, la incertidumbre, la soledad y el día a día, más necesitaban de ella. Consumir lírico no es consumir poesía, evidentemente, pero ese corazoncito que todos llevamos dentro permanece ahí, haciendo guardia con su montura de ensueño ante una aventura cuyo embrujo indaga, procura y no consigue. Sed poética, en definitiva.

Poesía eres tú

Innumerables sentencias definieron históricamente el verbo poesía. Es, sin embargo, la más breve de entre ellas la que mejor desvela los puntos suspensivos de esa verdad última. Poesía eres tú: la pregunta que nos llega desde el tú fluido y múltiple que nos rodea; la respuesta que ese mismo tuteo con el mundo nos proporciona a cada hora, instante o acontecer que acierta a deambular ante el avizor sentido del ser, escritor o lector, poeta. Cada jornada se abre duplicada ya en la doble personalidad que todo lo humano conlleva: el yo del nombre, edad, flisico, situación, orígenes y apellido; y el tú abierto y plural de cuanto nos abrigue, duela, acaezca o castigue a lo largo y hondo del día. A partir de ahí, el poeta es un ser al que tan sólo adorna como labor diferencial su capacidad de médium, elegido por el resto de sus contemporáneos para auscultar el más acá y embaucar a su descubrimiento a cuantos creyeron la luna y las estrellas como único posible contenido de estrofa.

La poesía, vuelta la vista hacia el entorno, la biografía y la experiencia propia, ha regresado, recuperando el latir existencial y la compleja estética de lo sencillo; rehabilitando al verso como vaso comunicante que devuelve soñador, lírico y transformado a sus fuentes de inspiración el material en agraz que la contemplación y pensamiento del poeta les había arrebatado. Un vitalismo que descubre que la felicidad, la tristeza y la metáfora viajan sentadas a menudo en ese autobús al que nunca habíamos prestado demasiada atención. No es sólo el aquí y ahora, es asimismo la presunción de que existe un momento siguiente en el que todo es posible. Exaltación de lo inmediato en tiempo y espacio; recordatorio de que el hombre gasta excesivas energías -toda una vida, a veces- en hacer realidad sus ilusiones, olvidando algo tan difícil, pero mucho más al alcance, como es tratar de hacer ilusión las realidades.

Perdimos la palabra, mientras la utopía aguardaba -entre nosotros, tan a mano y ajena. La poesía, viajera estos últimos años, ha regresado. En su bagaje trae museos, islas, arquitecturas, paisajes. El recién llegado se ha sentado a la mesa, nos ha contado su carrusel y peripecias,. ha guardado silencio y se ha olvidado al marchar un pequeño maletín donde papeles arrugados, fechados recientemente, nos deletrean el agua, el hombre, el aire, el fuego, la emoción y la tierra de una poesía viva, sociable, nueva.

Fernando Beltrán es poeta, autor, entre otros trabajos, de Aquelarre en Madrid y Ojos de agua.

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