Sinfonía visual
2001, una odisea del espacio
Dirección: Stanley Kubrick. Guión: Kubrick y Arthur C. Clarke, sobre el relato de este último El centinela. Fotografía: Geoffrey Unsworth. Efectos especiales: Kubrick, al frente de un equipo de especialistas. Música: Richard Strauss, Johann Strauss, Aram Katchaturian, György Ligeti. Producción: Kubrick, para la Metro-Goldwyn-Mayer. Norteamericana, 1968. Intérpretes: Keir Dullea, Gary Lockwood, William Sylvester, Douglas Rain (voz de Hal 9000). Estreno en Madrid: cines Gran Vía y (en versión original subtitulada) Renoir.
En la ficha que precede a este comentario, y que resume quien es quién de este famoso filme ahora repuesto -¡por fin en su versión original y, no sólo en la caricatura sonora de su versión doblada!-, el nombre de Kubrick aparece en cuatro apartados fundamentales: dirección, guión, efectos especiales y producción.Si se añade que la -ya legendaria- selección musical de la banda sonora es obra suya y que este cineasta siempre interviene -como hacía Joseph von Sternberg- en aspectos decisivos de la fotografía de sus filmes, sólo faltaría su presencia física en el reparto, por otra parte decidido por él, para que su autoría de 2001 fuese, como ocurría en los filmes de Charles Chaplin, prácticamente absoluta.
Se ha dicho, y no sin fundamento, que Kubrick agotó, en el tremendo esfuerzo que para él supuso la realización de este filme, sus hasta entonces inagotables reservas de originalidad. Su precoz escalada a las cumbres del cine, que entre 1955 y 1964 fructificó en una decena de filmes entre los que hay -Atraco perfecto, Senderos de gloria, Lolita y Doctor Strangelove- cuatro lecciones de singularidad y rigor, a veces algo toscos, pero siempre inteligentes y apoyados en una férrea lógica o ilógica, desembocó casi de manera natural en 2001, de tal manera que, tras de este, la calidad de sus filmes cayó en picado hacia la trampa de la originalidad por la originalidad, esa brillantez de oficio encubridora de un progresivo silencio de la imaginación: el aparatoso nada que decir de La naranja mecánica, la plástica de laboratorio de Barry Lyndon y, sobre todo, la impotencia disfrazada de vigor de El resplandor.
Deterioro y crecimiento
Dos décadas le pesan mucho a las costillas de una película mediocre, pero aligeran el equipaje de esas obras que, como los vinos recios, enriquecen su singularidad con el paso del tiempo. En caso de 2001 es poco frecuente: unas partes del filme han envejecido y perdido el poder hipnótico que tenían al nacer, mientras que otras han soldado con la vejez sus antiguas rendijas y ahora conforman unidades cinematográficas solidísimas, mejor acabadas que cuando nacieron.
Las partes de 2001 deterioradas por la carcoma de los años son la segunda y la última, de entre las cuatro unidades diferenciadas que componen la disposición sinfónica del filme. En especial, el comienzo de la segunda parte, el otrora deslumbrante vals espacial, ha perdido fascinación y ritmo, vaciándose en una secuencia estirada, llena de planos repetitivos, instantes innecesarios -por ello sobrantes- y de fondo retórico. Lo que fue fundacional es ahora residual.
Otra secuencia aguada es la final. Era una espectacular secuencia organizada sobre una habilísima y muy bien graduada traca de trucos ópticos, cuya eficacia dependía -ahora se percibe perfectamente- de su capacidad para inquietar y sorprender sobre una invitación al vértigo. Pero ese vértigo se ha desvanecido y las ramas de la secuencia perdido su tronco. Y lo que inicialmente- era misterio se degrada en esa forma de misterio mecánico que llamamos secreto.
En cambio, no sólo se mantienen intactas, sino crecidas, las partes primera e intermedia de 2001: los grandes, solemnes, magníficos, movimientos secuenciales de la aurora del hombre y de Hal 9000 en la encerrona de la nave espacial en su buceo hacia Júpiter. Son dos maravillas de cine fértil -imitado mil veces y nunca igualado- y, a tenor de su resistencia a las dos décadas pasadas, de cine de siempre. Dos abismos vivos entre dos zonas planas de cine moribundo.
Babelia
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