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Tribuna
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El estado de la conmoción

Diego A. Manrique

Pobre Orwell. Pasó su año fatídico y aquí estamos: chapoteando en el océano de la opulencia comunicacional. Por la televisión se derraman largometrajes y documentales, detectives esbeltos y clips relamm. pagueantes. El cine más caliente llega al cuarto de estar en videocasetes. Todo es barato o gratis. La música está en el aire, docenas de discos girando simultáneamente por las ondas; basta con apretar el botón de REC y ya está encerrada en una cinta que cabe en la palma de la mano; en -fechas señaladas, los ídolos aparecen en grandes auditorios al aire libre, cortesía de las siempre atentas instituciones. ¿Quién se puede quejar?La cultura juvenil -tan acicalada, tan accesible- llega en generosas oleadas. La única obligación es apurarla en tragos largos, aprovechando que está de oferta. Es una bebida chispeante, de efectos inmediatos y digestión sencilla. Arrulla, reconforta, enardece, intoxica, alegra todos los sentidos. No duele, no abruma, apenas plantea dilemas. Para vosotros, jóvenes, decía un viejo programa de Radi-o Nacional. La voz excitada, J. L. en F. M., tiene la solución, un mundo feliz con esta canción y aquellos vaqueros y el licor más refrescante.

Flecos revoltosos

Mensajes unidireccionales. ¿Qué ocurre si los flecos revoltosos de esa atiborrada muchedumbre quieren responder, exigir, definirse? Los canales de réplica son insospechada mente angostos. La revista del colegio, el fanzine de la secta, la emisora pirata del barrio, apenas superan el núcleo de los convencidos; todo lo que requiere superior tecnología queda fuera del alcance de los cachorros. Prácticamente, esa realidad sólo se expresa a través del comic y el rock, que cuentan con un público potencialmente grande y que no sufren demasiados filtros. Ambos medios difunden códigos de conducta, lenguaje,. consignas... y profecías. Articulan sentimientos confusos, quieren asustar con amenazas y desdén.

Pero los ministros no leen El Víbora. No saben de viñetas nihilistas, relatos violentos, fantasías de venganza. Tampoco sufren insomnio p'or la abundancia de historietas que se sitúan después del apocalipsis, con supervivientes crueles y justicieros cínicos. Tampoco oyeron a los Ilegales en 1982, vaticinando una revuelta juvenil en Mongolia, con la policía desbordada ("no seremos arrestados / ya no hay reformatorios"). Los ministros sólo descubren esa ira ciega en el telediario o repasando las estadísticas de delincuencia y muertes prematuras.

En ese momento convocan symposiums, encargan informes y hacen nombramientos de urgencia. Se conjura a los nuevos demonios con hábiles combinaciones de palabrasque-anestesian: alienación, subculturas, paro, apatía, crisis, hostilidad, soledad, incomunicación, resentimiento, desesperanza, frustración, agresividad. Pero los expertos no se atreven a despejar el temor, apenas verbalizado, de que toda esa conmoción sea semilla de algún nuevo fascismo o anarquismo de sangre y pólvora. También ellos, los inquietos ministros, sufren del empacho comunicacional. Con el agravante de que no pueden acudir al quiosco de la esquina o escuchar Esto no es Hawai.

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