Los años cincuenta, convertidos en parodia
Hay que deshacer la casa es una adaptación cinematográfica que ha seguido la vieja y eficaz fórmula de airear el montaje escénico a base de buscar mayor número de decorados. Además, la cámara ha retrocedido más allá de la platea y no vemos. solamente lo que ocurre en distintas habitaciones o en todo el inmueble, sino en la pequeña ciudad provinciana en la que transcurre la acción.Eso supone pasar de una obra de dos únicos personajes -las hermanas que se reencuentran después de muchos años para ponerse de acuerdo en la mejor manera de vender la casa paterna- a otra de carácter casi coral, sobre todo porque los personajes interpretados por Joaquín Kremel y José María Pou, travestido y ex cura obrero metido a fregona a domicilio, respectivamente, sirven de nexo de unión entre el drama un poco benaventino de las dos mujeres que revisan sus vidas y el sainete esperpéntico de una población dedicada a resucitar las procesiones de Semana Santa para atraer turistas.
Hay que deshacer la casa
Director: José Luis García Sánchez.Intérpretes: Amparo Rivelles, Amparo Soler Leal, Joaquín Kremel, José María Pou, Luis Merlo, José Luis López Vázquez, Agustín González, Guillermo Montesinos. Guión: Rafael Azcona y J. L. García Sánchez, basado en la obra teatral homónima de Sebastián Junyent. Música: Miguel Morales. Fotografía: José Luis Alcaine. Dirección artística: Gerardo Vera. Española, 1986. Estreno en Madrid en los cines Paz, Real Cinema y La Vaguada M2.
La simple enumeración de algunos gags, visuales o verbales, serviría para que el lector se apercibiera de que la mano de Azcona no se ha limitado a unos pocos toques o a unas modificaciones estructurales. Su aportación se adivina enorme, hasta el punto de que hemos pasado de un clásico ejemplo de carpintería teatral a una película que se diría surgida de los años cincuenta, de la inspiración de otro Berlanga.
Virulencia pirotécnica
Lo malo es que en 1950 esta película era imposible porque la censura no admitía bromas con las procesiones religiosas ni con las autoridades, y hoy toda la virulencia desplegada sobre unas representaciones sacras en las que los travestidos cantan saetas imitando a Rocío Dúrcal, en las que un Cristo flagelado se ríe -la mejor imagen del filme-, en las que los encapuchados entretienen el tedio con el walk-man, o contra unos socialistas laicos capaces de renunciar a todo con tal de ingresar un poco de dinero, resulta excesiva, pirotécnica también, fuera de época.A Hay que deshacer la casa le pasa algo parecido a La vaquilla: que están bien, pero son películas envejecidas, que se empeñan en retomar el universo de la picaresca miserable, patética y divertida de Plácido o Los jueves milagro, que lo hacen con mayor libertad y menos coacciones, pero el talento y el ingenio se baten contra molinos de viento, contra una España definitivamente residual, que sólo reaparece para satisfacción de turistas hemingwayanos.
Eso sí, hay momentos muy divertidos, los actores funcionan muy bien, Amparo Rivelles está espléndida y su hermana cinematográfica evita que echemos en falta a Lola Cardona; Agustín González, repite por enésima vez su papel de facha vociferante, pero lo hace con gran convicción y fuerza; igual que López Vázquez, que borda un pintoresco músico, o Kremel y Pou, la segunda pareja protagonista, imagen emblemática de la España marginada que Azcona y García Sánchez han querido poner en primer plano en Hay que deshacer la casa, contrapunto de los dramas burgueses de las dos damas de cuna distinguida y continuada frustración en los asuntos de cama.
Babelia
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