La dureza de la Roca
LAS CONVERSACIONES sobre Gibraltar que mantendrán hoy en Londres las representaciones encabezadas por los ministros de Exteriores de España y el Reino Unido serán las terceras a ese nivel celebradas con posterioridad a la declaración suscrita en Bruselas en noviembre de 1984, en la que, por primera vez, los británicos admitían incluir el término soberanía en la negociación. La euforia que aquel éxito diplomático produjo en nuestro país se ha ido deshaciendo en los dos años transcurridos. Este nuevo encuentro aparece precedido por signos que invitan más bien al escepticismo, especialmente a la vista de la marcha atrás del Foreign Office, que recientemente negó, por boca de un cualificado portavoz, que de la declaración de Bruselas pudiera derivarse cualquier efecto práctico referido a la soberanía sobre el Peñón.Este endurecimiento británico es probablemente consecuencia de la influencia de grupos de presión gibraltareños, alarmados por el cambio de situación que parecía anunciarse. Influencia que no parece haberse contrarrestado por una postura española suficientemente firme, justo en unos momentos en que las negociaciones sobre la reducción de la presencia norteamericana y sobre la participación española en las estructuras de la OTAN concentran la tensión de la política exterior.
La apertura de la verja creó el clima para que España pudiera avanzar en su estrategia de negociación a largo plazo, planteando dos salidas razonables: una fórmula basada en el principio del condominio1emporal (equivalente al de soberanía compartida) y otra consistente en un arrendamiento en favor del Reino Unido -similar al acordado para Hong Kong- por espacio de 20 años, transcurridos los cuales, España recuperaría el. dominio de la zona.
Los británicos, una vez aceptado el principio de que la cuestión de la soberanía entraba en lo negociable, estaban obligados a responder. Su silencio indica la escasa voluntad de abordar seriamente el problema, pero el hecho de que no se haya producido un rechazo expreso significa que las vías no están cerradas. Los condicionantes de la política interior británica, en un año electoral, han influido también en esa actitud.
El tiempo ya se encargó de desvanecer las esperanzas, exageradas cuando se ha leído la historia del imperio británico, de que, una vez recuperadas las libertades públicas en España, la integración de España en la CE, así como en la OTAN, abriría paso a una solución del contencioso. El entrecruzamiento de intereses que preside el escenario internacional ha resultado más eficaz que los poderosos títulos históricos, jurídicos y políticos -incluyendo una resolución de la ONU- que España puede esgrimir. Los matices a la integración en la OTAN no operan a nuestro favor y contribuyen a aumentar el recelo de los aliados -la Roca posee una base militar de importancia- en beneficio de los británicos.
Llama, en cualquier caso, la atención una cierta falta de nervio de nuestra diplomacia -y la atonía de nuestros parlamentarios en Estrasburgo- para hacer valer los derechos españoles. El anacronismo que supone la existencia de una colonia en Europa -y la anormalidad de que entre dos Estados miembros de la CE y copartícipes de la misma alianza militar subsista un conflicto territorial- debería haber dado ocasión a una más audaz ofensiva diplomática en esos ámbitos comunes. La vía de la retórica patriótica y la política de restricción de relaciones entre los habitantes de Gibraltar y los de su entorno geográfico ya demostró su inutilidad. Las tesis que reprochan al Gobierno haber accedido a la reapertura de la verja sin contrapartidas adolecen de poca visión. Una política de firmeza en las negociaciones y de presiones, internacionales no tiene por qué ser contradictoria con la aceptación de que cualquier solución pasa por modificar el clima de recelo todavía existente entre los ciudadanos gibraltareños. Admitir, con la ONU, que se trata de un problema de integridad territorial, y no poblacional o de autodeterminación, no significa prescindir de los intereses y sentimientos legítimos de los habitantes de la Roca. Por el contrario, la experiencia indica que, sin una política más audaz en materia de cooperación cultural y socioeconómica que favorezca la convivencia entre la comunidad del Peñón y la del Campo de Gibraltar y convenza a los gibraltareños de que sus intereses serán tomados en consideración, será muy difícil evitar que las presiones de algunos líderes locales contribuyan a engrosar la intransigencia británica.
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