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Tribuna:FACETAS DE UN INVESTIGADOR
Tribuna
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El historiador Maravall

Con la muerte de José Antonio Maravall he perdido un entrañable amigo y un valioso conmilitón en la empresa que varios nos propusimos al término de la guerra civil: conseguir con nuestra obra y nuestra conducta, por precario que en su comienzo fuese, el restablecimiento de la continuidad de nuestra cultura, tan sangrientamente cortada por el hecho y el resultado de la contienda.Pero los españoles, todos los españoles, hemos perdido algo más: un enorme historiador, un hombre que a lo largo de casi medio siglo ha consagrado su vida y su talento al empeño de esclarecer con luces nuevas buena parte de nuestra historia. Mi contribución a su recuerdo va a ser un somero examen del modo como cumplió ese exigente oficio.

"La historia", dijo Ortega, "es un entusiasta ensayo de resurrección". Desde fray Jerónimo de San José, una brillante tradición de reflexivos sobre la faena de entender y escribir la historia, con Ranke, Michelet y Dilthey como principales hitos, culmina en la espléndida frase de nuestro filósofo. Pero ¿cómo explicar esa resurrección?

La actividad del historiador, nos dice Dilthey, consiste en "dar segunda vida a las sombras exangües del pasado"; lo cual exige sentir "una ¡limitada necesidad de entregarse a la existencia ajena, y aun de perder en ella la propia personalidad". Viene a afirmar Dilthey que son la vida y la sangre del historiador -lo que él pone cuando da segunda vida a las sombras exangües del pasado- las que resucitan y animan cuanto como historiador conoce.

Me permito discrepar de esa idea. Pienso, en efecto, que en la vida resultante de la resurrección del pasado, faena básica del historiador, se funden más o menos unitariamente dos vidas: la vida adivinada de lo que fue y ya no es, vida en cuya realidad razonablemente se cree, y la vida adivinante del historiador, que con su corazón y su mente ha puesto algo de sí mismo -de lo que por sí mismo es y de lo que de sí mismo sabe y siente- en la actividad de resucitar lo pasado y muerto.

Verdadero historiador

En esto y no en perder la propia personalidad consiste, a mi modo de ver, una de las notas esenciales del verdadero histonador: la generosidad de darse a sí mismo sin perderse a sí mismo. Y precisamente en esto consistió la generosidad del gran historiador que se nos acaba de ir; por tanto, la clave del magnánimo e incesante desvivirse que durante tantos años ha sido su trabajo. Veámoslo a través de un único ejemplo.

Tengo ante mí el último libro de José Antonio Maravall: su monumental estudio La literatura picaresca desde la historia social. Pasma la cantidad de saberes que maneja el autor en su multifronte análisis histórico, sociológico, literario y psicológico del pícaro, miserable producto de nuestra sociedad y magnífica creación de nuestra literatura. Mas, para el lector atento, no menos admirables son la profundidad y la sutileza con que desde todos esos puntos de vista ilumina y comprende la existencia del pícaro.

Muy especialmente me ha cautivado, por su estrecha conexión con mis preocupaciones personales, el estudio de una de las notas más esenciales de la vida en picardía: la radical soledad de quien a esa vida se ha visto compelido. "Solo soy", declara Lázaro al salir de Salamanca. En total soledad se siente Guzmán al emprender su camino. "Sin raíces", dice Justina haber abandonado su pueblo. "¡Ay del solo!", exclama Marcos de Obregón. En amarga soledad vive asimismo el Pablos quevedesco. En medio de la constante acción entre los otros, soledad de soledades y todo soledad.

No ha sido Maravall el primero en hablar de la soledad del pícaro; con rigurosa honestidad nos lo enseña; pero es él quien con más hondura, mayor finura y más acabada integridad expone la soledad de quienes tan aperreada y menesterosamente, día tras día, van cumpliendo dos punzantes versos de Quevedo que hace años analicé: "Vive para ti solo, si pudieres, pues sólo para ti, si mueres, mueres".

Cuatro dimensiones -si se quiere, cuatro planos- descubre y describe Maravall en la soledad del pícaro. Uno metafísico, genéricamente humano: la inexorable, trartsociológica y transpsicológica soledad que lleva consigo ser persona. Otro histórico y situacional: la soledad que imponen deterininados contextos histórico-sociales -por ejemplo, el que desde el Renacimiento hasta el siglo XX, prevalece en la cultura occidental; en el mundo que en sentido técnico llamamos moderno- a quienes dentro de ellos han de hacer su vida. Otro sociológico, también situacional: la soledad de los objetiva y subjetivamente marginados por la sociedad en que: les ha tocado existir. Otro, en fin, psicológico: la soledad gustosa o amarga que uno siente en sí mismo cuando deliberadamente la busca o cuando sufre el peso de los condicionamientos históricos y sociales que dan lugar a ella.

Arrogante y estremecida

Resultado: una generosa comprensión de la soledad del pícaro, en cuanto que animosa y miserable víctima de la sociedad que le ha hecho serlo. En este caso, la entre arrogante y estremecida sociedad de la España de los Austrias.

Por obra de la multidimensional y penetrante comprensión del historiador José Antonio Maravall, el pícaro resucita ante nosotros. Como diría fray Jerónimo de San José, el talento, el saber y la palabra han infundido en la figura del pícaro tal soplo -de vida, que "parece bullir y menearse en medio de la pluma y el papel". ¿De quién es la vida del pícaro así resucitado?

De una parte, suya, de él, porque, apoyada en tan fehacientes documentos y razonamientos, como real y verdadera se nos muestra a los lectores de este libro. De otra parte, del historiador, porque de su generosa capacidad para vivir en sí y por sí mismo lo que el pícaro fue -en definitiva, para comprender al otro- depende también la verdad de la vida que él ve en el pícaro. Doble generosidad: la que lleva consigo el hecho de comprender la soledad ajena cuando uno vive bien acompañado -así vivió él- y la que preside esa abnegada entrega del hombre José Antonio Maravall al duro trabajo de buscar, leer y entender lo mucho, lo muchísimo que su empeño exigía.

Con tres versos de Goethe, su máximo santón literario, suelen expresar los alemanes el destino del hombre bueno, aunque en vida le hayan perseguido la desgracia y la incomprensión: "Bendita es la morada que pisa un hombre bueno; / a los cien años, su palabra y su acción / seguirán resonando entre sus nietos". Tanto más si el hombre es sabido además de bueno. En España, la morada que él pisó, años y años seguirán escuchando a José Antonio Maravall los nietos de su carne y los nietos de su mente. Si no lo hacen, será porque España se ha empeñado en desconocerse a sí misma.

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