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Tribuna:UN BALANCE DIPLOMÁTICO/ 1
Tribuna
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Otras políticas exteriores para España

Entre enero y junio de 1986, España vivió una serie de acontecimientos, externos e internos, que plantearon una vez más la interrogante sobre las posibilidades o las limitaciones del cambio en nuestra actividad diplomática. La Comunidad Europea, Israel y la OTAN, por una parte, y los resultados de las elecciones legislativas de junio pasado, por otra, tienen un doble efecto de gran importancia sobre nuestras relaciones exteriores, que pueden reducirse a un solo hecho: el Gobierno de Felipe González inicia una segunda legislatura liberado de las inquietudes y compromisos que pesaron en la anterior. Sin embargo, esta aparente desaparición de las ataduras previas, aunque trocadas por unos vínculos internacionales -más sólidos, parece que condenan a nuestra diplomacia a una paraplejía inmovilizadora. Bien está, pues era un sueño inmemorial, nuestra incorporación a los cenáculos comunitarios; voluntad popular fue, al fin y al cabo, nuestra permanencia en la Alianza Atlántica. Definida queda, en consecuencia, aunque no secularmente, nuestra opción europea y atlantista.Pero sería un error lamentable, y por el que se pagaría un precio muy elevado, suponer que ya puede clausurarse el palacio de Santa Cruz y reducir el rango de la cartera de Exteriores al peldaño administrativo de dirección general en Defensa y en Economía. Las difíciles negociaciones con EE UU para la reducción de la presencia norteamericana en España, aparte de poner en peligro el cumplimiento de uno de los supuestos básicos del referéndum son un aldabonazo en la memoria de los olvidadizos. La diplomacia de un país descansa sobre objetivos a largo plazo, adecuadamente combinados con factores o elementos variables, presididos todos ellos por una rigurosa planificación.

Aisladamente europeos

La meta primera era la conquista y la afirmación de nuestra europeidad. ¿Pero es que sólo somos mezquina y aisladamente europeos, occidentales y atlánticos? Si tal fuere, nuestra opción lindaría con el inmovilismo, únicamente alterado por monótonos viajes de ida y vuelta a Bruselas, médula económica y militar de un gregarismo que nos reduce y empobrece. Así como nuestra seguridad es parte fundamental, que no exclusiva ni, excluyente, de nuestra actividad política (en el supuesto contrario, todos nuestros afanes se reducirían a la edificación de un Estado por y para militar), la acción exterior de España no puede ceñirse obsesivamente a la dimensión europea. Más aún: nuestro europeísmo será tanto más importante cuanto más se subrayen y potencien las otras dimensiones de nuestra política exterior.

Nuestra mediterraneidad cobra, en este aspecto, una significación muy especial. No se trata, en modo alguno, de manipular un hecho, sino de valorarlo nosotros mismos y conseguir que los demás lo acepten... El Mediterráneo es el área privilegiada en el que España puede enlazar intereses propios con objetivos globales. Socialismos del sur de Europa y proyecciones políticas árabes y norteafricanas tienen un lugar de encuentro beneficiado por la geografía e impuesto por las circunstancias históricas. El pasado 28 de noviembre tenía lugar en París una cumbre franco-italiana en la que se afirmaba la intención de poner en marcha un grupo de contacto mediterráneo. Auspiciado por Francia e Italia, serían invitados España, Marruecos y Argelia, con el fin, según Craxi, de "crear una especie de sinergia de buenas voluntades en los países árabes y europeos del Mediterráneo occidental, para buscar conjuntamente unas soluciones pacíficas y negociadas" a los problemas y conflictos de la región.

Ya que nuestro Gobierno no ha estado en el momento inicial, sería imprescindible que se sumase a la iniciativa.

1. Ampliando el área geográfica a todo el Mediterráneo (desde España y Marruecos hasta Israel y Siria).

2. Aportando su conocimiento cultural de la región. Hay un factor decisivo que proporciona rasgos específicos al Mediterráneo: su perfil cultural; cierto que para ello España tendría no sólo que aumentar nuestra magra presencia en la región, sino que debería dotarla de los medios de todo tipo de los que siempre ha carecido.

3. Dinamizando su acción pacificadora. Una vez producido el reconocimiento de Israel, España está obligada, por razones políticas y éticas, a defender en todos los foros el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación. Nuestro país no puede estar ausente de ningún proyecto de paz en el Próximo Oriente; ¿sería mucho esfuerzo, aunque resultase estéril, encabezar alguna iniciativa en esta dirección?

4. Buscando un marco en el que resolver definitivamente nuestro contencioso con Marruecos por las ciudades de Ceuta y Melilla. Hay dos cuestiones, por encima de todas las demás, que no pueden atenazarnos en el Mediterráneo y convertirnos en rehenes permanentes de terceros países: las bases norteamericanas en España y el estatuto de Ceuta y Melilla. En última instancia, nunca fueron el racismo y la xenofobia fórmulas adecuadas para la concordia y el entendimiento.

Pero, en realidad, ¿cuáles son los grandes temas, junto a la paz justa y duradera en Oriente Próximo, que invocan nuestro propio interés en el Mediterráneo? Aparte el mencionado factor cultural, este mar aparece como vía preferente para el desarrollo de las relaciones económicas y de los intercambios comerciales entre los Estados ribereños; situación a la que se añade ahora, como valor añadido, nuestra pertenencia a la Comunidad Europea. España, sin pretensiones eurocéntricas, pero con vocación mediterránea, ha de potenciar su presencia económica en la zona. La dependencia petrolera tiene que compensarse con el traspaso tecnológico, y la complementariedad agrícola, con los suministros industriales. Tanto el Estado como la iniciativa privada han de acercarse a nuestros homólogos comerciales árabes con un talante muy distinto del actual. Podría reflexionarse provechosamente sobre el comportamiento financiero del capital árabe en España, y posiblemente se dedujese algún esquema de comportamiento.

Crisol de culturas

Ciertamente, para que el Mediterráneo sea, vuelva a ser, crisol de culturas y medio óptimo de comunicación económica resulta prioritario preservar su, misma existencia; pero ocurre que la pervivencia de nuestro mar está muy gravemente amenazada, tanto por la contaminación humana e industrial como por la polución bélica y armamentista. A simple vista, parece fácil conseguir un Mediterráneo limpio de petroleros que vierten sus residuos y de tropeles turísticos que asolan playas y bosques. Actualmente, nadie discute que llegados quizá al grado máximo de explotación turística e industrial se impone forzosamente el retorno a prácticas menos salvajes. Contamos ya con los instrumentos teóricos, la sensibilidad pública suficiente y el repertorio jurídico adecuado para domesticar esta explotación agotadora. España, país pionero en la contaminación masiva y en el agobio turístico, se encuentra en las mejores condiciones para dar alguna muestra de sensatez en esta dirección; en el bien entendido de que, para ser eficaz, se impone un empeño colectivo.

Ahora bien, cultura, economía, limpieza y otros son bienes terrenales que se dan por añadidura, si previamente se crea un clima de entendimiento. En esta perspectiva, la paz no sólo es el argumento necesario e imprescindible, sino que también es la virtud prioritaria. Desde 1945 hasta el día de hoy, el Mediterráneo ha sido el escenario tristemente privilegiado para innumerables conflictos bélicos que han puesto en peligro la paz y la seguridad de la región y la del mundo entero. Conflictos decadentes como el de Suez en 1956, guerras de agresión como la de junio de 1967, matanza permanente de pueblos como el libanés y el palestino, contenciosos intraárabes, guerras regionales como la irano-iraquí, agresiones imperialistas como la estadounidense a Libia, conforman un interminable rosario y un repertorio de todas las modalidades conflictuales que pueden registrar unas relaciones internacionales abocadas a la aniquilación y a la barbarie.

Desnuclearización, desmilitarización, neutralización y pacificación del Mediterráneo articulan el único diseño válido sobre el que puede asentarse una armonía mediterránea y, por derivación, bicontinental, si no mundial. En este punto, nunca faltará el realista, el hombre pragmático, que recordará oportunamente la trascendencia estratégica del flanco sur de la OTAN, así como al desplazamiento hacia esta zona meridional de la anterior conflictividad centroeuropea. Pero, pese al recordatorio, quizá ineludible en la hora presente, no basta para renunciar al proyecto de un Mediterráneo liberado de bases militares extrañas, del que lógicamente se hubiesen retirado las flotas norteamericana y soviética, así como la de cualquier otro país no ribereño. Un Mediterráneo en el que Gibraltar y los Dardanelos fuesen llaves de paz y no plataformas de guerra. Sin necesidad de remontarnos al viejo e improbable designio del ministro Castiella, países como Grecia, Yugoslavia y Rumanía llevan años estudiando un plan de desnuclearización regional, aplicable a los Balcanes; incluso Atenas y Bucarest, capitales de dos países miembros de alianzas antagónicas, han suscrito acuerdos de no agresión. ¿Sería mucho esperar que España, su Gobierno, atendiese a esta dimensión no belicista del Mediterráneo? La acción exterior necesita objetivos de muy largo alcance y no perderse en el detalle de lo cotidiano; los ciudadanos viven alimentados de proyectos de armonización y de entendimiento. En fin de cuentas, si la política exterior queda o es limitada a la gestión mecánica del día a día, al cumplimiento estricto y no imaginativo de unos compromisos que no son Para la eternidad y sin mayor esperanza de transformación o renovación, entonces cualquier administración es válida y todos los administradores pueden ser eficaces. Pese a todas las frustraciones posibles, los ciudadanos continúan moviéndose por opciones ideológicas y, por qué no, por diseños utópicos diferenciados. Finalmente, en lo atañente al Mediterráneo, no hay que retroceder a la noche de los tiempos, sólo al año 1980, para recordar las palabras de Fernando Morán cuando era un simple militante socialista: "La importancia del Mediterráneo otorga a España posibilidades de primer orden al convertir nuestro país en clave de bóveda de un sistema local que incide decisivamente en el equilibrio global".

Roberto Mesa es catedrático de Relaciones Internacionales de la universidad Complutense.

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