La fiesta del gordo'
EL 'GORDO', de Navidad para algunos ha perdido mucho de su carácter graso y opulento. Se le puede incluir en el catálogo de las esperanzas desvanecidas o, por lo menos, trasladadas a otros mitos, a otras formas de invertir las ilusiones; pero aún le queda el rastro fragante de la fiesta, de la tradición; la pequeña gracia.A la lotería le han salido de su propio costado estatal o paraestatal otros juegos, otras posibilidades de ganar dinero cada semana o cada día con menos gasto; más los juegos considerados privados, pero con gran intervención también estatal. El gordo, lejanísimo en el horizonte de las leyes de probabilidades y de los grandes números, necesita una inversión de una peseta para obtener 10.000, lo cual supone que para salir de apuros hace falta una inversión muy considerable, que no suelen poderse permitir los que están en esos apuros. Pero la primitiva o las quinielas prometen mucho más por la peseta: ni se sabe cuánto, puesto que intervienen otras complejidades. Que son, a su vez, maravillosos espejismos: hacen creer que algo depende de uno mismo y de su estado de gracia, de su inspiración, sus relaciones con la cábala o su sabiduría, infusa o aprendida: hacen creer que uno pone algo de sí mismo que es algo más que comprar y esperar. Y la revancha por la pérdida cae sólo unos días después, al siguiente fin de semana. En este trance, los españoles invertimos cada año unos 500.000 millones de pesetas en el juego -en todos los juegos que pasan por el control del Estado-, lo que le sitúa aún como una de las naciones más jugadoras de Europa; recibe a cambio, esparcidos en premios más bien diminutos, 125.000 millones, lo cual entraña una pérdida sabida de antemano, bien conocida, de 375.000 millones de pesetas al año.
Podría suponerse que un país donde se juegan 14 millones de pesetas diarias no tiene mucho sentido la ilusión por la fecha fija del sorteo de Navidad, pero la recaudación efectuada en el sorteo de este ejercicio se ha encargado de desmentirlo. Todo esto entraña juicios o reflexiones inquietantes desde el punto de vista moral y económico, e incluso sobre el creciente padrinazgo y promoción del Estado de lo que finalmente es una forma impositiva. Pero dejemos escapar ahora de todo ello al gordo de Navidad. Dejémosle sólo con su carácter de ser la primera de las grandes fiestas de la temporada, su aire de aperitivo para el gran festín, la gran escapada, la gran ritualización del cambio de año. Tiene sus virtudes. Una de ellas es la de una misteriosa solidaridad entre españoles, que es tan poco frecuente que merece la inversión: ese intercambio de pequeñas participaciones que supone una oferta y un deseo de que la pequeña riqueza aparezca conjuntamente en un grupo, en una oficina o una fábrica, entre los parroquianos de un bar o los clientes habituales de una tienda. Más allá de la esperanza del buen pellizco está la voluntad de que el dinero esté bien repartido, y hay hasta una satisfacción general cuando el gran dinero se desmenuza en un pueblo o un barrio olvidados de la otra fortuna que va a permitir algunos respiros.
La resignación a la pérdida casi inevitable permite esa gran generosidad de ver el dinero que llega a otros, y la curiosidad sana de espiar sus rostros en la televisión, en las fotografias de los periódicos, y leer el relato de cada caso. El gordo de Navidad es tan falaz como los premios de los otros juegos; como juego, el sorteo es tan sórdido, tan mezquino, tan imprudente como cualquier otro. Pero le salva ese gran relámpago casi místico que ha ido adquiriendo con el paso de las generaciones, ese carácter que tiene el dia del sorteo de jornada de solidaridad instantánea, de alegría por la fortuna de los demás, de haber podido participar aún en la más ínfima posibilidad de que seamos agraciados por la suerte.
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