La verdadera causa de la guerra civil
Ya me excusarán ustedes, pero soy hombre de escasas lecturas históricas. Lo confieso con toda modestia: he llegado muy tarde a las lecturas históricas. Y si lo digo así, con tanto descaro, es porque no me duelen prendas; lo que he llegado a aprender con una sola lectura histórica me permite inferir cuán vasto es el ámbito que me he perdido. Esta lectura histórica, a la cual hago referencia, son las memorias de quien fuera presidente de la República, Manuel Azaña. Es un libro archiconocido; es un libro múltiples veces impreso. Pero yo, estúpido de mí, nunca había sospechado la riqueza de su contenido.
Pues así como he concluido la lectura, tras golpearme la frente, he exclamado: ¡Ahora ya conozco la verdadera causa de la guerra civil! Hasta aquel momento yo creía, con muchos de mis semejantes, que las causas de la guerra civil habían sido de colosal envergadura: la lucha de clases, la raquítica industrialización, lo inane de nuestra burguesía, el salvajismo feudal residual, la reforma de la institución castrense... Nada de eso. Las memorias de Manuel Azaña ponen al descubierto la verdadera causa de la guerra civil.
En ellas -en su primer volumen- el político va dando minuciosa cuenta de su gestión entre 1931 y 1933. Con sólo esos dos años, Azaña llamó al desastre, animado por la mejor de las intenciones; Azaña solidificó la catástrofe, sin él proponérselo. Y lo hizo día a día, hora tras hora. Todos los datos están en su libro. Bien es verdad que yo me lo he creído a pie juntillas, arrastrado por el talento literario de aquel hombre. Cabe la posibilidad de que cualquier historiador me corrija este o aquel detalle, o que incluso dude de las verdaderas intenciones de Azaña. Sin embargo, sospecho que lo esencial es incuestionable.
Desde la primera página, el lector se encuentra inmerso en la gestión política real y verdadera, la que no pasa a la historia, la cocina gubernamental. Recibir a ésta y a aquél, pactar con Fulano, presentar al otro y al de más allá, resolver una pifia, mediar en un conflicto ínfimo, atender una queja ratonil, componer un desbarajuste burocrático, investigar un traspapelo, encontrar un cartapacio... Innumerables personajes con nombre de calle aparecen en estas páginas. Pero la figura sobreabundante, oceánica, es la del pedigüeño. El mendigo con polainas. El pordiosero de purpurina.
Es tan descomunal el monto de recomendaciones que aparecen en estos dos años, que renuncio a detallarlas. Ni siquiera citaré las auténticas, porque se mezclan todas en la memoria como el bramido del mar compuesto de infinitas olas. Llamo la atención sobre una erosión que acabó como el rosario de la aurora; acabó con el desgarramiento del tejido social. Y ello con la mejor voluntad del mundo.
Ya como ministro de la Guerra, Azaña consumía más del 80% de su horario de despacho en atender solicitudes. Un coronel pedía la concesión de un estanco para su cuñada, un general codiciaba un rinconcito en abastos, un capitán general se interesaba por un puesto de lotería, un brigada se dolía de que le hubieran retirado el permiso de su quiosco de altramuces. Azaña, con el aplomo que confiere la diosa Razón, y sabiéndose hombre honesto, libre y benéfico, rechazó todas y cada una de las mendiguerías. Lo hizo sin altivez; su gesto fue ecuánime y neoclásico, como el de un personaje de J. L. David. Pero el lector se va diciendo por dentro: ¡Dios mío, hemos perdido la capitanía general de Zaragoza! ¡Cielos, nos hemos indispuesto con el regimiento Zamora número 25! ¡Sólo faltaba esto, ya no podemos confiar en la zona del Estrecho! Y así sucesivamente.
En dos años, Azaña ha acompañado hasta la puerta, con ánimo patriarcal y dándoles palmaditas de consuelo en la espalda, a Queipo, a Sanjurjo, a Cabanellas, a Franco, al otro Franco, a Goded, a Mola..., ¡yo qué sé! En esos dos años, el laborioso tejido de prebendas, enchufes, sinecuras y chollos, trabajosamente urdido desde nuestro imponderable Fernando VII, se ha venido abajo, y los patriotas miran asustados a su alrededor, mientras se palpan el bolsillo.
No sólo eso. Ahora acude el señor arzobispo de Sigüenza; luego, el cardenal primado; más tarde, el abad de Silos... Uno pregunta por esas tasas que oprimen la confección de rosquillas, inocente industria de unas monjitas de Valladolid; el otro se interesa por unos terrenitos expropiados en su diócesis; todos especulan con las propiedades de los jesuitas, cuyo trance es apurado. Y el lector va reflexionando: ahora se nos cae encima la orden general de los jesuitas, pues estará bueno el nuncio; se va a cabrear la superiora de las clarisas. Y así, sucesivamente.
¡Pero si sólo fuera eso! En el interior del propio Gobierno republicano el tráfico es denso. Los radicales advierten que no se le toquen fincas a Romanones; el financiero balear señor March llena bolsillos de diputados por la derecha, por la izquierda y por el centro; Companys trae facturas hasta en los zapatos; los vascos, no digamos; y el mismísimo presidente, Niceto Alcalá-Zamora, coloca a un sobrinito, empuja a un lejano pariente, exige, implora, pordiosea... Aquello era un zoco. Y mientras tanto, el Estado se iba a pique. En plena guerra, con las diversas patrias patas arriba, la CNT no actuará de distinta manera. A todo lo largo del diario de Azaña se advierte que en este tremendo país (¿en aquel tremendo país?) la urgencia de un estanquero o de una vigilanta de mingitorio público debía resolverse antes que nada. Su prioridad era absoluta. Les iba en ello la vida.
Yo no sé si, pasados 50 años, ha desaparecido ya aquella tela de araña espesa, asfixiante, o bien si el uso arcaico de la protección ha sufrido por fin su última convulsión. Lo cierto es que, por el momento, una cierta mayoría parece satisfecha con lo que ha arramblado. Ésta sería una constatación estupenda. Tras mi lectura histórica, yo le rezo mucho a san Mateo, que era de la tribu de Leví e inspector del fisco, por lo que tiene muy buena mano en el comercio, para que el Gobierno conceda quioscos, urinarios, loterías, exclusivas, traspasos, exenciones y toda suerte de favores, y aun de favoritismos. Es el único modo de mantener nuestro patriotismo. En realidad, ése es nuestro verdadero patriotismo.
Lo que no podrá evitar el Gobierno -ni debe proponérselo- es el odio. El odio africano que provoca el rico potentado, armado de un habano, repartiendo calderilla a la puerta de la iglesia. ¡Qué le vamos a hacer! En la política nacional la vida más relevante es la del contable. Acomodémonos a ello y no juguemos con cerillas. Las memorias de Azaña producen escalofríos. A mí me suben por la rabadilla cada vez que se avecina un juicio sonado.
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