La larga escalera de un escritor civil
Entre Historia de una escalera (1949) y Lázaro en el laberinto, estrenada anoche mismo en el teatro Maravillas de Madrid, Antonio Buero Vallejo reúne un articulado cuerpo dramático de 24 obras. Apenas ha cultivado ningún otro género literario: algún ensayo, algún poema, no son más que excepciones en lo que se puede llamar su dedicación absoluta.Y, como fondo, la lejana vocación de pintor, de la que ha quedado sobre todo una muestra muchas veces reproducida, más por su circunstancia que por su valor intrínseco de obra de arte: el retrato de Miguel Hernández hecho en la cárcel donde estuvieron juntos.
Estaba entonces condenado a muerte por su participación en la guerra civil dentro del partido comunista, al que con distintas aproximaciones o alejamientos no ha dejado nunca de tener una especie de fidelidad individualista, sin abdicar de su propia concepción del mundo y de la realidad española de las que tiene una visión irreductible.
Precisamente fue la representación ética y realista de la vida española la que hizo transcendental su primer estreno producido como consecuencia del Premio Lope de Vega cuando era absolutamente desconocido.
Historia de una escalera reflejaba un mundo mísero y vencido, alentando sus esperanzas que el espectador sabía más o menos condenadas a la imposibilidad por la opresión externa, pero de las que trascendía una razón de ser y perseverar.
En. medio de un teatro de evasión o de entretenimiento, junto a los montajes ornamentales Y ampulosos de clásicos o breves intentos de aproximar un teatro extranjero casi siempre menor, esta obra sonó como un aldabonazo, como una llamada de atención.
Relativamente coincidente en el -tiempo y en el espacio literario con la novela Nada, con la poesía social de Celaya, Eugenio de Nora o Victoriano Cremer, o con una película como Surcos, venía a dar señales de vida de una manera de pensar que los vencedores creían sepultada para siempre.
El reconocimiento personal en aquellas obras hizo que muchas personas encontraran una razón de esperar, un reconocimiento o una agnosis de sí mismos y de su propia significación.En aquella obra, Antonio Buero no sólo testimoniaba o reflejaba la realidad sumergida por la censura y el triunfalismo, sino que pensaba, con un pen s amiento trágico que está dentro de una trilogía de ética, conciencia y moral que han continuado después dando una unidad de granito a toda su obra; los temas tratados aparecen siempre como metáforas -es decir, dentro de la ley del teatro de ideas-, como ilustraciones, de una misma preocupación que trata de hundirse en las raíces mismas de la frustración humana.
Frustraciones
Aun cuando ha podido fallar la construcción, el lenguaje o la tensión dramática, nunca ha ce
dido su sustancia. "Uno nunca deja de escribir la historia de una escalera contando las frus traciones personales y sociales que fueron su primer tema", ex plicó a Juan Cruz en una entre vista publicada en este mismo periódico en 1979.
Su punto de vista acerca de la unidad de las frustraciones personales con las sociales aparecen en esta frase de 1963 " ... un siglo de luchas sociales ha venido a demostrar que toda tentativa de cambio externo de las estructuras económicas y políticas, emprendida sin conceder suficiente importancia moral a cada individuo y al problema de su personal perfeccionamiento, puede acarrear graves consecuencias para los objetivos propuestos".
Esta introspección de sus personajes, o de los sucesivos conflictos en que ha envuelto a su personaje único (la entidad del autor), y la necesidad metafórica urgida por dos razones distintas, le ha hecho pasar muchas veces del realismo sainetesco de su primera obra -un tipo de sainete que excedía a la jovialidad del género español y le emparentaba más con la manera colectiva del americano Elmer Rice- a la entrada en mundos muy dispares aparente mente: el de la ceguera que aparece en varias de sus obras -En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio-, el de los relatos infantiles-Casiun cuento de hadas- o el de la mi tología -La tejedora de sue ños-, o las biografias escénicas de personajes -Larra, Velázquez, Goya- en los cuales pudiera estar presente, por la aproximación o la reflexión del autor, esa lucha por cambiar la realidad externa y por completar su propio perfeccionamiento. De las dos razones antes apuntadas obligatorias para entablar su discurso moral ante la sociedad en forma de metáfora, una es simplemente la fabulación y la casuística propias del teatro; la otra, la necesidad de saltar por encima de la censura y del estrecho cerco defensivo mantenido por el teatro usual.
Esa forma fue combatida por otro tragediante paralelo, Alfonso Sastre, en una larga y áspera polémica sobre el posibilismo, cuyas líneas generales defendía Buero y atacaba Sastre: la instalación de Buero como uno de los hombres de valentía cívica en un tiempo revuelto y la contribución al esclarecimiento de la época sombría en que escribíó sus obras más llamativas ha venido a dar la razón a Buero Vallejo en su manera de asaltar las formas establecidas; y la concesión, ahora, del Premio Cervantes representa el reconocimíento a su posición de civismo moral largamente mantenido, al ascenso tantas veces penoso, por la escalera cuyo primer peldaño puso él mismo, en estos 37 años en los que la historia de España ha sufrido tantas inflexiones mientras él ha permanecido siempre en el mismo puesto.
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