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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Epopeya pesimista

Hasta hace poco tiempo Elem Klimov era un desconocido en Europa occidental. Su último filme, Masacre, rompió su anonimato y extendió por el mundo su nombre, que se convirtió rápidamente en renombre tras el estreno casi consecutivo de otra película suya anterior, causante al parecer de su mala ficha, vecina de los casilleros de la disidencia, en los archivos censoriales de la burocracia soviética: este Adiós a Matiora que ahora llega a España y que llevaba casi 10 años de exhibición restringidísima en la URSS y prohibida a cal y canto fuera de ella.Adiós a Matiora es un bello y durísimo filme que ilumina hacia atrás el misterio de la distinción que emanaba del poderoso estilo de Masacre. Después de ver Adiós a Matiora se comprueba que los signos diferenciales de Masacre son obra no del encuentro de un cineasta con un relato que le permitió más o menos azarosamente descubrir una manera de construirlo con imágenes, sino todo lo contrario: que estos signos diferenciales lo son del sello cuajado de un cineasta adulto y en posesión de una manera necesaria de decir lo que tiene que decir. Con otras palabras: el intenso estilo de Klimov no es una deducción de su último filme, sino que es éste la deducción de un estilo preexistente y elaborado con primor por un concienzudo investigador del lenguaje cinematográfico.

Adiós a Matiora

Director: Elem Klimov. Guión: Larissa Sheptiko, Tudolph Tiutin, Guerman Klimov. Basado en una novela de Valentin Rasputin. Fotografía: Alexei Rodionov. Música: Mark Alevin. Producción soviética, 1978-1979. Intérpretes: Stefania Stanivta, Lev Duron, Alexei Petrenco, Vadini Yakovenko, Maya Bulgakova. Estreno en Madrid: cine Renoir.

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La caja de Pandora

En Adiós a Matiora descubrimos la misma conformación ritual de las secuencias que en Masacre, idéntica musicalidad interna en estas secuencias, que parecen urdidas como ceremonias secretamente rítmicas, en las que un amargo poeta de la imagen convoca compulsivamente a la fatalidad, y que transcurren como si fueran unidades autónomas, vinculadas recíprocamente -a la intrincada manera de una partitura sinfónica- por hilos invisibles e inaudibles que Klimov tiende entre la continuidad visual y la continuidad sonora de su poema.

Klimov elabora con energía composiciones cerradas sobre sí mismas en forma de círculos concéntricos que hacen que su película, en lugar de discurrir, a la manera ortodoxa, sobre un tiempo de avance o de progresión dramática, lo haga hacia el interior de sí misma y sobre un extraño tiempo de estancamiento y de penetración. La habitual horizontalidad del relato cinematográfico se hace así insólita verticalidad y el camino trazado hacia adelante se convierte en pozo taladrado hacia dentro.

Por otra parte, Klimov logra que entren en colisión, a veces incluso hasta aproximar su choque a la estridencia, el cauce sonoro y el cauce visual de esa su penetración, lo que proporciona a las imagenes un peculiar desgarramiento, la sensación de que transcurren sobre una duración viciada y sin salida, que no es otra que la del repliegue hacia la encerrona y la muerte de los signos expansivos de la vida: un tiempo agónico y en cierta manera apocalíptico. Una vez más, Klimov mueve su dolorida mirada sobre los bordes del infierno humano, lo que en la cárcel del optimismo soviético resulta, como poco, sorprendente.

Finalmente, en la organización de secuencias rituales y secretamente musicales, Klimov difumina, mediante una combinación imprevisible de planos líricos y planos documentales, el punto de vista del espectador, que desde su butaca lucha entre la tentación de entender subjetivamente lo que contempla y la evidencia de una extrañeza o una objetividad que se le escapa de lo que ve y que le crea dificultades para encontrar un sitio propio frente a la pantalla.

Rompe Klimov con el principio de identificación. Su inventiva plástica fascina, pero una vez conseguida la fascinación, Klimov la destruye con la introducción en la imagen -a través de sonidos- de un malestar invasor, signo de la energía de un poeta indignado, que bloquea la inclinación del espectador a asumir como propia la acción y otorga al filme un distante sabor a epopeya pesimista: la idea de que asistimos a la extinción de la luz en los recovecos del dolor y del desastre. Una película apasionante dolorosa difícil de ver.

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