La rebelión de los jóvenes
LA SOCIEDAD parece condenada a repetir la historia sin sacar lecciones de ella. Pocos meses antes de que estallara la revuelta estudiantil de mayo de 1968, un destacado periodista sentenciaba: "Francia se aburre". Nadie habría sido capaz de pronosticar hace tan sólo 10 días que la revuelta estudiantil regresara a París con fuerza y extensión inusitada y con mimetismos en otros países europeos, España entre ellos.El resultado de este movimiento está todavía por ver, pero, por el momento, ya ha obligado al Gobierno Chirac a retirar el proyecto de ley de Universidades, detonante del conflicto, que también provocó la dimisión del ministro encargado de la Enseñanza Superior y de la Investigación, Alain Devaquet.
El desenlace provisional de la crisis provoca una lectura española: aquí no constituyen moneda corriente ni la dimisión ni la revocación, por la presión de la calle, de una decisión tomada y sostenida sobre un planteamiento concreto del Gobierno. En Francia ha ocurrido, y ello debe tomarse como ejemplar, es decir que debería servir de ejemplo al Gobierno González.
Pero, al margen esta digresión, merece la pena un análisis del fenómeno francés en concreto. Contra lo que muchos se empeñan en proclamar, no se ha repetido el mayo de 1968. Los problemas son otros. Los estudiantes de 1986 no quieren cambiar la sociedad, ni viven hipnotizados por utopías políticas y sociales. Sus héroes no son guerrilleros revolucionarios y sus canciones no son, ni lejanamente, las que llenaron los eslóganes del 68. Sus reivindicaciones son sencillas. No desean la imposición de un modelo de Universidad que excluiría a gran número de estudiantes, ya sea por su falta de recursos o por su origen extranjero. No quieren tampoco mayores barreras para seguir unos estudios que, aunque no sean una garantía para el empleo, al menos les colocan en una mejor posición ante el mercado de trabajo. En algunas de sus propuestas son presa de la demagogia: la selectividad y un nivel de rigor son necesarios para garantizar la calidad de una enseñanza. Pero los estudiantes han puesto de relieve que hay otras cuestiones.
La reforma liberal que proponía Alain Devaquet en Francia, y que de una u otra forma se ha realizado en España en los últimos años, bajo una Administración socialista, no sólo no desarticula los corporativismos de los mandarines universitarios, sino que los estimula. En conjunto, la reforma es liberal sólo de cara a los estudiantes, pero proteccionista respecto al profesorado. Liberal en lo económico, pero autoritaria en lo académico.
La Universidad es hoy un estamento atascado en su endogamia, que sirve fundamentalmente para la estéril reproducción de sus funcionarios. Esto sucede en Francia y en España, y en muchos otros países europeos. Los estudiantes franceses se levantan contra ese estado de cosas. Lo hacen sin un líder y sin una ideología detrás: quizá por eso, aunque han obtenido victorias inmediatas, su movimiento es de muy incierto futuro.
Hay quien, tras esta revuelta estudiantil, piensa que estamos ante unos jóvenes subyugados por el individualismo, el egoísmo y la pasividad. Es un análisis fácil, que permite una teoría que deja a salvo el mal funcionamiento de las instituciones sociales y que ha venido soslayando la necesidad de atender su desazón y su desmoralización colectiva. Contribuye, además, esta dejación a ver en los estudiantes que se levantan, en París o en cualquier parte, los más viejos espantajos de los agitadores profesionales o las antiguas conjuras ocultas. La rebelión estudiantil francesa, que ha hecho tambalear a un Gobierno duro como el del primer ministro Jacques Chirac, no es una anécdota ni responde primordialmente a los objetivos de un movimiento corporativista o que se agote en el mero corporativismo.
Es la expresión de un malestar que se manifiesta más allá del simple repudio de una mala ley de reforma universitaria mal presentada por un ministro. Si la protesta por el sistema de enseñanza o el rechazo de la selectividad están en el origen del movimiento de la juventud universitaria europea, hay otras preocupaciones que pueden cristalizar en una especie de nuevo humanismo, o simplemente en una negación de la sociedad que les toca vivir. El proverbial pasotismo atribuido a los jóvenes, su confinamiento como sector social en auténticos guetos, donde consumen su música y, en ciertos casos, todo tipo de drogas, ha sido mal tenido en cuenta durante la última década.
Sobre los jóvenes se ha hecho recaer un gran peso de la crisis y su desinterés por las cuestiones públicas no ha sido acaso otra cosa que la respuesta a la violenta marginación a que les ha condenado el proceso económico de los últimos años. De alguna manera puede interpretarse que ese desahogo remansado en algunas discotecas y salas de conciertos podría producirse alguna vez en la calle. Bastaría, como ahora, un pretexto cualquiera para catalizar una protesta grupal de alcance. Quizá sin guía política, multiforme, sin destino preciso. Todo ello, a imagen y semejanza del talante en que actualmente se desarrolla la existencia juvenil, repitiendo sus modos y la frecuente desarticulación en su lenguaje.
Ante ello, la torpeza y la insensibilidad de los gobernantes radicalizaría sin medida el estallido de la rebelión juvenil. El Gobierno francés ha atajado tarde, pero, al fin, ha atajado, la tentación de hacer oídos sordos al estruendoso rumor de la calle. Ha sido un ejemplo vivo de cómo una sociedad, en un conflicto concreto, ha asumido como un argumento esencial la razón de sus jóvenes. Ahora se hace preciso, sin embargo, que lo que esta explosión de ira ha puesto de relieve no sea olvidado en la eventual pacificación que se consiga. Bajo este movimiento sin guía se transparenta el justificado descontento de millones de ciudadanos de la juventud europea.
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