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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La ruptura de los SALT II

EL ANUNCIO hecho el 28 de noviembre por el Pentágono de la puesta en servicio de un nuevo bombardero B-52 con capacidad para transportar 12 misiles de crucero con cargas nucleares significa que EE UU ha roto el límite de 1.320 lanzadores de misiles estratégicos fijado en el acuerdo para la limitación de armas estratégicas (SALT II). Ese acuerdo, firmado en 1979 por Jimmy Carter y Leonid Breznev, nunca ha sido ratificado por el Senado norteamericano; pero el compromiso de EE UU y la URSS de respetar los límites fijados en él ha sido efectivo hasta ahora. Los SALT II eran el único marco existente para evitar un rearme nuclear sin control y para mantener cierto equilibrio entre las superpotencias en relación con los armamentos de mayor capacidad destructiva; armamentos cuyo empleo podría poner fin a la civilización humana, pero con los cuales no es posible -como se dice con acierto en el comunicado de la cumbre Reagan-Gorbachov de 1985 en Ginebra- ganar una guerra. Conservar ese marco había sido una de las condiciones para dejar abierto un proceso de distensión en las relaciones URSS-EE UU.No es nueva la propensión del presidente Reagan a prescindir de los límites establecidos por los acuerdos SALT II; la manifestó ya en mayo pasado, pero sin llevarla a la práctica. Es imposible encontrar una razón lógica que pueda explicar la adopción de tal decisión en estos momentos. Nadie ha esgrimido el argumento de una urgencia militar. Es más, en una reciente visita a París, el subsecretario de Defensa Richard Perle ha defendido la posición de que EE UU está muy interesado en reducir los misiles balísticos situados en tierra y en promover, en cambio, los bombarderos y misiles de crucero. Dentro de esa concepción cabía perfectamente poner en servicio el nuevo bombardero, pero suprimiendo alguno de los viejos misiles en tierra, con lo cual se hubiese respetado el tope de los acuerdos SALT II. En cambio, la decisión tomada, como ha subrayado el senador demócrata Sam Nunn, permite a la URSS, además de obtener una ventaja de propaganda, incrementar los misiles en los que su producción se halla más avanzada.

Si no se ve razón lógica en lo militar, menos aparece ésta en lo político. La Casa Blanca, después de la cumbre de Reikiavik, ha insistido en que, a pesar de la carencia de un acuerdo final, se habían creado en la capital islandesa condiciones muy favorables para que se pudiera concertar una reducción drástica de las armas nucleares estratégicas. Ahora, la decisión de no respetar los acuerdos SALT II es un serio retroceso que puede poner en entredicho los progresos de los últimos meses hacia nuevos acuerdos de reducción de armamentos. Reagan ha destacado siempre como uno de los principales defectos de los SALT II que fija un tope a los armamentos, pero no los reduce. La filosofía de las negociaciones de Ginebra, desde 1981, ha sido precisamente buscar la reducción y no la simple limitación. Pero si se rompe el único tope hoy existente, se comprometen a la vez las posibilidades de obtener acuerdos sobre reducción de armamentos.

Si Ronald Reagan ha querido -frente a la imagen de un presidente en precario, acosado por las críticas del Congreso y de la opinión- demostrar que está en plenas condiciones de llevar adelante las decisiones más arriesgadas en materia internacional, el tiro puede salirle por la culata. Las reacciones en EE UU contra la decisión de romper el tope de los acuerdos SALT II han sido numerosas y enérgicas. Algunos congresistas hablan incluso de la conveniencia de obligar al presidente a cumplir las estipulaciones de los SALT II para dejar abiertas las posibilidades de ulteriores negociaciones sobre reducción de armamentos. La actitud de Reagan en este tema refuerza la convicción en amplios sectores de la opinión norteamericana de que el presidente no está a la altura de sus responsabilidades.

Esta nueva posición adoptada por EE UU sobre los SALT II no puede dejar de repercutir muy seriamente en las relaciones con los miembros europeos de la OTAN. Es difícil recordar un momento en que una decisión norteamericana en temas internacionales haya provocado una reacción tan unánimemente contraria por parte de los aliados europeos y de Canadá. Con matices diferentes, unos criticándola de modo explícito, otros insistiendo en la necesidad de cumplir los acuerdos SALT II, los Gobiernos de Bélgica, Holanda, República Federal de Alemania y Francia han manifestado públicamente su desacuerdo. Con cierto retraso lo ha hecho, asimismo, el Gobierno español. La propia señora Thatcher, que tuvo recientemente conversaciones con Reagan sobre cuestiones de control de armamentos, se ha encontrado sorprendida y ha dejado traslucir su disgusto, si bien ha aconsejado que esta discrepancia con Washington sea tratada en. secreto. El problema de fondo es que Europa, aunque no participe en las negociaciones sobre desarme nuclear está interesada de modo vital en que éstas logren resultados concretos. La necesidad de que EE UU reconsidere su posición sobre los acuerdos SALT II ha sido subrayada por portavoces autorizados de numerosos Gobiernos europeos. En estos días se celebran, tanto en el marco de la OTAN como de la Comunidad Europea, reuniones en las que toman parte jefes de Estado y de Gobierno, y los ministros de Exteriores y Defensa. Independientemente de los aspectos formales de los órdenes del día, cabe esperar que los gobernantes europeos las aprovechen para realizar gestiones conjuntas y adoptar una actitud susceptible de influir sobre Washington en una cuestión de tan evidente trascendencia.

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